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Nuestra estructura genética no nos ayuda a controlar el sobrepeso y la obesidad

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El problema del peso excesivo en el cuerpo humano es relativamente reciente en la historia de la humanidad, pues es hasta el siglo XVIII en que esta vivió sino en condiciones de hambre, sí de escasez. Lo anterior incluso llevó a Thomas Malthus a escribir en 1798 que el hambre jamás sería erradicada, ya que una mayor producción de alimentos conllevaba un incremento de la población, hasta que esta sobrepasaba la oferta de alimentos (Malthus, 1998).

Es hasta después de la Revolución Industrial del siglo XIX –liderada por Estados Unidos y los países europeos, quienes desarrollaron nuevas tecnologías para expandir la frontera agrícola de sus países, incrementar los rendimientos en la producción agrícola y pecuaria, mejorar los medios de distribución a través del desarrollo del ferrocarril y la industria naviera, y garantizar una mayor conservación de los alimentos–, que se pudo romper la predicción malthusiana, iniciando una época de crecimiento constante en la producción alimentaria, que incluso ha llegado a ser de superabundancia. A ello hay que agregar el desarrollo de un sistema internacional de producción y distribución de alimentos, en un principio comandado por los gobiernos de los países más desarrollados, pero posteriormente dirigido por grandes conglomerados agroindustriales privados.

Ahora bien, bajo las condiciones de gran escasez y dificultad para acceder al alimento en las épocas del hombre nómada, quien además debía desarrollar una gran actividad física tanto para la búsqueda de sus satisfactores como para protegerse de otras especies mucho más fuertes que él, los que lograron sobrevivir fueron aquellos cuyo cuerpo tuvo adaptaciones para poder resistir tales condiciones. Fue así que genéticamente el cuerpo se preparó para mantener reservas de energía a largo plazo en forma de grasa; el sistema genético se programó para desarrollar un gusto especial por el sabor de las grasas y de las proteínas, así como por el sabor dulce de las féculas y los azúcares, dado que de ahí se obtiene energía en forma de hidratos de carbono.

Además de esto, el sistema del cuerpo humano generó un sesgo a favor del consumo excesivo a fin de mantener el equilibrio de energía y, sobre todo, de tener reservas para épocas de escasez. Es por ello que cuando bajan las reservas de grasa, el incremento del apetito se multiplica inmediatamente, pero cuando sucede lo contrario, el mecanismo de saciedad no responde con la misma rapidez ni con la misma proporcionalidad, por lo que el individuo puede seguir comiendo en exceso, aun después de que sus reservas de grasa ya hubieran regresado al nivel normal (Roberts, 2009: 165).

Una vez que el cuerpo ha engordado, buscará mantener esa situación; es decir, si los niveles de grasa disminuyen un poco, se activarán inmediatamente los mecanismos para que el individuo coma más a pesar de que sus reservas de grasa estén muy por encima de una situación crítica.

Otro factor que actúa en favor de la obesidad actual en el ser humano tiene que ver con la poca actividad física que practica, al ser un ser sedentario y con cada vez menores oportunidades de activar su cuerpo (OCDE, 2010). Así, mientras que su estructura orgánica fue forjada para conservar la mayor cantidad de grasa en el cuerpo en una época en que se quemaban grandes cantidades de calorías por la frecuente actividad física, en la actualidad sucede lo contrario: se tiene acceso a mucha mayor cantidad de comida (buena parte de ella con alto contenido calórico), a la vez que el sedentarismo cada vez es más severo, existiendo pocas oportunidades de ejercitar el cuerpo.

En resumen, nuestro cuerpo fue estructurado para sobrevivir en condiciones totalmente distintas a las que hoy tenemos. Si hace dos siglos la obesidad era un fenómeno marginal concentrado principalmente en las clases altas, con el paso de los años se convirtió en un problema que comenzó a afectar a todos los estratos de la población. Asimismo, hace solo tres décadas que la prevalencia de sobrepeso y obesidad se daba principalmente en los países más desarrollados (Estados Unidos a la cabeza), mientras que las demás naciones tenían como prioridad el combate a la desnutrición. Es a partir de la década de 1990 que esta enfermedad comenzó a dispararse en todo el mundo, dejando de ser un asunto personal ligado a la estética, para convertirse en una pandemia de altos costos para la humanidad. En este drástico cambio, más allá de decisiones individuales, sin duda un partícipe clave ha sido la agroindustria que ha crecido de forma desorbitante a partir de la segunda mitad del siglo XX.

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