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Porciones grandes a costos bajos = más gordura

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El interés de los agronegocios por ofrecer comidas de mayor tamaño a precios bajos, ejerce una fuerte presión en la producción primaria, especialmente en el sector pecuario. En este se ha registrado en las décadas más recientes una drástica reorganización de los métodos de producción, en que se impone la instalación de grandes plantas agroindustriales, con elevados inventarios de animales en espacios reducidos y controlados y con cambios sustanciales en las dietas que se les aplican, para atender la exigencia de producir animales de mayor tamaño, más productivos y que representen menores costos de producción. Las consecuencias que provocan con ello son, además del daño que se hace en el bienestar de los animales, la pérdida de sabor y nutrientes de los distintos subproductos, los riesgos que a la salud humana representa el abuso de hormonas y antibióticos, e incluso la concentración de la industria en pocos poderosos actores, quienes han incrementado la producción mundial (de 1980 a 2010 la población de pollos incrementó 169%, en tanto que la de cerdos lo hizo en 76% y la de vacas en 17% [Barruti, 2013: 216]), pero también han desplazado a pequeños y medianos productores.

La primera agroindustria afectada con las nuevas exigencias fue la avícola, que tuvo que reorganizar drásticamente sus esquemas de producción para responder a las demandas del comercio minorista y de las cadenas de comida rápida. Paul Roberts (2009: 137) señala que este cambio se originó a partir de la década de 1980, cuando la agroindustria de los Estados Unidos tuvo que acudir a la genética para desarrollar un pollo de mayor tamaño; el resultado fue un espécimen industrial que era el doble de tamaño que su predecesor de 1975, donde las pechugas llegaban a pesar más de medio kilogramo entre las dos, además de que alcanzaban ese tamaño en cuarenta días, cuando el pollo de granja necesitaba diez semanas.

Es importante señalar que, además de la genética, en muchos casos de producción pecuaria se acude al uso de hormonas para que permitan disminuir el tiempo de crecimiento del animal y para que sean más productivos. Esto ha sucedido en las industrias bovina y porcina de algunos países, donde se acude al uso de hormonas como ractopamina y clembuterol para generar mayor masa muscular en animales que se encuentran prácticamente estáticos. El problema estriba en que este tipo de hormonas, cuando se trasladan al ser humano, pueden generar diversos tipos de enfermedades,4 además de que afectan el ritmo y tiempos de crecimiento de niños y niñas.

Asimismo, otro cambio fundamental para minimizar los costos de producción ha sido el relativo a la dieta que se les da a los animales, la cual incluso va contra la estructura genética de los mismos. Así, en la industria bovina actualmente se alimenta a las vacas con granos de bajo precio (maíz y soya entre otros), cuando el aparato digestivo de estos rumiantes no es apto para ello. Igualmente, en la industria avícola alimentan con cereales (maíz, sorgo, cebada, trigo), subproductos, pigmentos, oleaginosas, minerales, vitaminas y aminoácidos; no obstante, existen denuncias de que en la alimentación de los pollos también se añaden diversos químicos, entre los que sobresalen la cafeína, los antihistamínicos, el arsénico y hasta los antidepresivos como Prozac (Love et al., 2012). Hay que mencionar que uno de los componentes principales que también se añaden son los antibióticos. El hecho de que los animales se encuentren hacinados a fin de que las empresas maximicen sus rendimientos por unidad de inversión, provoca que existan muchos mayores riesgos de aparición de enfermedades, las que además pueden propagarse a una gran velocidad. Por ello, las empresas se ven obligadas a usar antibióticos, que se utilizan tanto para fines terapéuticos como para promover el crecimiento. De acuerdo con Barruti (2013: 53), en los Estados Unidos se utilizan hasta 13 mil toneladas al año de antibióticos, cifra excesiva y que pone en riesgo la salud de las personas, pues el abuso de estas sustancias estimula que las bacterias mejoren sus niveles de resistencia y que con esto los antibióticos se vuelvan cada vez menos efectivos para combatir enfermedades, incluso aquellas que atacan al ser humano.

Recientemente se ha demostrado que algunos de estos antibióticos pueden ser detonadores de sobrepeso en el ser humano; en el caso de los recién nacidos que son expuestos a antibióticos, Adriana Vidal et al. (2013) expresan en un estudio reciente que estos tienen más riesgo de desarrollar sobrepeso años más tarde, aunque dicho estudio no aduce al consumo indirecto de estos antibióticos a través de la carne.

Una investigación más, liderada por Ilseung Cho et al. (2012), demostró que la administración de antibióticos aumenta la adiposidad y los niveles de hormonas relacionadas con el metabolismo; que existen cambios taxonómicos sustanciales en copias de genes clave implicados en el metabolismo de los hidratos de carbono a ácidos grasos de cadena corta, aumentos en los niveles de ácidos grasos de cadena corta y alteraciones en la regulación del metabolismo hepático de los lípidos y el colesterol. Según el estudio, este hallazgo tiene el potencial de entender cómo los antibióticos utilizados en la industria pecuaria pueden impactar en la obesidad infantil y en síndrome metabólico en adultos.

Cabe aclarar que no solo la industria pecuaria y sus antibióticos son los responsables del incremento en la obesidad mundial; paradójicamente también lo son las agroindustrias que producen alimentos para combatir el sobrepeso, tales como la producción de frutas y hortalizas. En este caso, la responsabilidad recae en el uso de agroquímicos empleados para fertilizar las plantas y para combatir a las plagas.

De acuerdo con Paula Baillie-Hamilton (2002), además de los factores fisiológicos y genéticos, la obesidad se ve afectada por factores ambientales que potencian la alteración de los procesos bioquímicos llevados a cabo por el cuerpo humano al momento de ingerir un alimento. En este sentido, los productos químicos orgánicos e inorgánicos sintéticos, cuyo uso ha crecido exponencialmente en muchas industrias, entre las que se encuentra la producción de vegetales, aunque pueden causar la pérdida de peso en el cuerpo humano en altos niveles de exposición de estos productos químicos, a concentraciones mucho más bajas es posible que se dañen muchos de los mecanismos naturales para el control de peso. De esta forma, dado que buena parte de las frutas y hortalizas que el hombre ingiere en la actualidad, contienen partículas de pesticidas, herbicidas y fungicidas utilizados por los productores, resulta factible que ello también esté impactando en el sobrepeso de los consumidores.

Finalmente, un aspecto más a resaltar es que la pandemia de la obesidad no solo tiene entre sus ganadores a la industria alimentaria, sino que existen otros actores que obtienen jugosos beneficios, sobre todo porque han sabido explotar los riesgos de salud que la obesidad genera, así como la convicción que cada vez se impone con mayor fuerza en todas las clases sociales, en el sentido de que lo esbelto es estético y da prestigio social.

En este sentido, tanto la industria farmacéutica, como la relacionada con la medicina estética y, por supuesto, la industria de la moda, se han visto sumamente beneficiadas. Según Daiana Martínez (2011), la lista Fortune 500 ubica a los laboratorios de medicamentos y cosméticos con mayores ganancias que la industria automotriz y del petróleo, además de que su rentabilidad se ha multiplicado en los últimos años hasta superar ocho veces el promedio de ganancias de las demás industrias. Cabe decir que 14 empresas transnacionales controlan el 80% de esta industria (Fortune, 2014).

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