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Capítulo 2

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Aun a corta edad, impresionan a Víctor algunas lecturas a las que llega en un viaje y que sugieren la posibilidad de la piedra filosofal, el elíxir de la vida y la invocación de fantasmas y demonios, así que hace intentos infructuosos por conseguir reproducir estos fenómenos. A los catorce años descubre la electricidad y se fascina con ella, así que abandona su afición por la alquimia, cambiándola por la ciencia. Henry Clerval comparte su repentino interés por instruirse.


Con la llegada de Elizabeth todo empezó a adquirir matices definitivos de locura en nuestra casa. Aun antes de que ella atravesara aquella puerta, mis hermanos ya estaban todo el tiempo fraguando travesuras que, vistas fríamente, pasaban por delitos en forma. Ernest solamente obedecía a William, la mayoría de las veces sin decir una sola palabra; y William no dejaba de aguzar el ingenio para poner en marcha planes en verdad diabólicos. En una ocasión llegaron a la casa con una piara de veinte cerdos que robaron Dios sabe de dónde; en otra, fueron remitidos a casa desde Salzburgo en un paquete postal de la policía con la advertencia de “Manéjese con cuidado”; en una más, los fue a buscar un hombre armado lleno de tatuajes para darles un ultimátum de pago. Con todo, puesto que ninguno de los adultos parecía perder el sueño por esto, yo tampoco lo hice nunca, aunque William todavía usara pañal y Ernest aún necesitara ayuda para atarse las agujetas. Finalmente, papá estaba haciendo “negocios” todo el tiempo (juro que así llamaba a todas las causas que le correspondía sentenciar), mamá siempre estaba ganando dinero o perdiendo dinero en algún juego de azar y Elizabeth dando cauce a su ira de las maneras más extravagantes posibles: ejercitando sus músculos, peleando conmigo, corriendo por toda Ginebra, peleando conmigo, nadando en el lago o el río y… ¿ya lo dije?… peleando conmigo.

No obstante, cuando estábamos todos juntos, sí que parecíamos una verdadera familia. Por ejemplo, pongamos ese paseo que hicimos todos, incluido mi querido amigo Henry Clerval, a los baños de Thonon y que marcó un hito en mi infancia.

—Tú sabes que lo mío no es asolearme con el torso desnudo frente a un montón de extraños —dijo Henry en cuanto lo invité.

En ese entonces mi gran amigo Henry Clerval ya había sofisticado su gusto por lo sobrenatural suscribiéndose a una revista inglesa llamada Phenomenon que publicaba casos extraordinarios de todo tipo de sucesos que atentaban contra la realidad (y la cordura). Fantasmas, brujas, objetos voladores en el cielo en forma de salseras… Recuerdo que estaba leyendo sobre una lluvia de sapos que había caído en Francia a principios del siglo dieciocho y debido a la cual tuvieron que cancelar una ejecución pública (por mal clima, se entiende).

Apenas si me escuchó cuando volví a invitarlo. Lo cierto es que mi querido amigo ya había empezado a obsesionarse con la “Real Sociedad Universal del Estudio de Fenómenos Extraordinarios” con sede en Londres, a partir de la compra de esos fascículos llenos de curiosidades increíbles.

Pero era mi gran amigo y siempre me acompañaba adonde yo se lo pidiera.

—Te pagaré si me acompañas, Henry.

—¿Cuánto?

—Necesito revisar mis ahorros.

—Insisto en que eso de los balnearios no es lo mío. Podría contarte una vez que casi muero ahogado. Considéralo al hacer tu oferta.

—Tal vez puedas darme crédito, como siempre. Siento que es mi gran oportunidad para estar a solas con Elizabeth. Y tú podrías montar guardia.

Mi gran amigo leía sobre la combustión espontánea de un burócrata en Roma mientras demandaba un aumento de sueldo. La nota decía “Acalorado discurso termina con su orador”. Apenas levantó la mirada.

—¿Estás loco, Frankenstein? ¡Vives con ella! ¿No tienes oportunidad aquí mismo, en tu casa, de estar a solas con ella?

—El ambiente no es propicio, Henry. En cambio allá… tú sabes…

Terminó por aceptar. Aunque, al igual que otras tantas veces, anotó el monto en su libretita bajo el título “Favores a V. F.”

Y hablando de deudas…

Después me enteré que el paseo al balneario fue propiciado por mi padre debido a una deuda que adquirió mi madre en el casino del hotel de ese centro vacacional: una noche enloqueció y apostó todo al trece negro, con funestas consecuencias. Mi padre, al fin magistrado, iba a negociar el préstamo y tal vez condonar algunas querellas legales a los prestamistas con tal de no pagar intereses moratorios.

Salimos en una sola diligencia. Cuando íbamos hacia allá, justo al momento de abordar el coche, cualquiera hubiera podido creer que éramos una familia de tantas. Pero hubieran bastado unos cuantos minutos al interior con nosotros para desengañarse.

—¿Se puede saber qué demonios haces, William? —mi madre.

—¿Poiqué? —William.

—¿No es acaso tu mano la que está hurgando dentro de mi bolso? —mi madre.

—¿Poiqué no mías poi la ventana como cualquiei peisona noimal, mujei? —William.

—¿”Poiqué no simplemente te dueimes como cualquiei niño noimal, bebé”? —mi madre.

—¿No hace un calor horrendo aquí? —Elizabeth.

—Tal vez podría intentar abrir la ventana —yo.

—… … … —Ernest.

—Tal vez podría abanicarte con algo —yo, después de fracasar al intentar abrir la ventana.

—¡Devuélveme mi revista, Frankenstein! —Henry.

—Apuesto a que podría quebrarte un dedo si me lo propusiera —Elizabeth.

—Je… apuesto que sí pero… no veo la necesidad de… —yo.

—¿Por qué no simplemente le dices que no te fastidie? ¿Eres un hombre o un bufón? —mi padre.

—Está jugando, papá… ella sólo… ¡Ooouch! —yo, al sentir cómo un cartílago cede a una presión tremenda.

—… … … —Ernest.

—William, te lo digo por última vez… —mi madre.

—¿Sabían que en el Himalaya hay gente peluda de cinco metros de estatura? —Henry.

—Estoy bien. En serio. Estoy bien —yo, preguntándome si recuperaré la movilidad en el índice izquierdo.

—Mía paia afueia, mujei… —William.

—Oh, si apenas te apreté… —Elizabeth.

—¡Cinco metros de estatura! —Henry.

—Espero que no nos toque un clima de los mil demonios. Ya bastante caro me está saliendo el paseíto —mi padre.

—Justine, deja de mirarme, por Dios —yo.

—Lo siento, Frankie —Justine.

—Y no me digas Frankie —yo.

—¿Podrían bajar la voz? No puede una leer simplemente sin ser interrumpida cada cinco segundos? —la nana.

—… … … —Ernest.

—¡En verdad, qué horrendo calor hace aquí! —Elizabeth.

Para abreviar, diré que el balneario nos recibió con un clima de los mil demonios, así que no pudimos salir de la habitación. Mis intenciones de estar a solas con Elizabeth se vieron totalmente arruinadas por largas sesiones de juegos de naipes en los que mi madre no dejaba de hacer mofa de nosotros cuando ganaba y de amenazar con vendernos a los gitanos cuando perdía. Yo aproveché un interludio para echar ojo a algunos libros que había en la habitación.

A decir verdad, fue en ese momento cuando comencé a sentir que podía encenderse en mi pecho una llama que, aunque distinta, podía ser de la misma naturaleza y magnitud que la que se había encendido cuando conocí a Elizabeth. Fue un primer atisbo de aquello a lo que dedicaría, en realidad, mi vida.

Entre los libros estaba el De occulta philosophia de Cornelio Agripa y otros libros sobre ocultismo que seguramente habría olvidado algún huésped. Quedé inmediatamente encantado. Recuerdo que, pese a mis tres dedos inmovilizados (Elizabeth se aburría mucho en la diligencia), pude leer el libro de lomo a lomo casi sin respiro y sin pedir que me echaran la mano para pasar las páginas. Recuerdo que mi mejor compañía durante aquella noche fue ese libro de Agripa y una vela mortecina. Y acaso la mirada de Justine Moritz, que más de una vez me hizo saltar de mi sitio.

—¡Maldita sea, Justine! ¿Cuánto llevas ahí de pie?

—Lo siento, Frankie.

Me fascinaron las posibilidades de adivinación y transformación de la materia que venían descritas en los libros. Lo suficiente, al menos, como para hurtar dichos volúmenes y llevarlos conmigo a casa cuando dejamos el hotel al día siguiente (lo cual no me causó culpa alguna si consideramos que mis padres cargaron con las toallas, los jabones y un tapete que hasta hubo que enrollar y arrojar por la ventana; William y Ernest, por su parte, un candil entero).

El regreso a Ginebra fue mucho más sencillo (a pesar de tener que compartir espacio con un tapete y un candil), seguramente porque me embebí en la lectura de los libros. Elizabeth se entretuvo jugando a las vencidas con todos, incluso el cochero, y el resto mirando por la ventana (con la excepción de mi madre, quien temía por el dinero que llevaba en la bolsa). Mi gran amigo Henry Clerval y yo al fin comenzamos a compartir un punto de contacto, los dos sumergidos de lleno en nuestras lecturas.

—¿Quieres decir que se puede predecir el futuro de una persona leyendo las líneas de su frente, Frankenstein? ¡No me hagas reír! —Henry.

—Se llama metopomancia, Henry. Y estoy dispuesto a aprenderla y ponerla en práctica —yo.

—¡En mi vida había oído mayores estupideces! —mi padre.

—¿Podrían guardar silencio por tan sólo dos segundos? —la nana.

—… … … —Ernest.

No puedo negar que me aficioné a Agripa, Paracelso y Alberto Magno como un imbécil. A partir de dicho viaje empecé a creer que, si había un camino hacia el corazón de Elizabeth, era el de la magia, la alquimia y el ocultismo. No porque fuera yo a hechizar a mi prima o cosa parecida, sino porque estaba seguro de que la adquisición de tales conocimientos me permitiría demostrarle que no era sólo un chico enclenque que servía como saco de golpear… sino también alguien capaz de dominar los más profundos secretos del Universo. (Aunque todavía fuese incapaz de abrir un tarro de conservas muy apretado.)

Fueron largos esos años, he de admitir. Porque me inicié y ejercité en la nigromancia, la litomancia, la geomancia, la alectomancia, la aeromancia, la quiromancia… y un puñado de mancias más (algunas de mi propia invención, como la aqumbramancia, o la adivinación del futuro por la forma en que pega la sombra del interesado sobre el agua estancada en la calle). Y ninguna de estas disciplinas me permitió predecir nada a nadie. Naturalmente, mi favorita era la quiromancia, pues me permitía sostener la mano de Elizabeth por largos periodos de tiempo.

—No te muevas, Elizabeth… ahora sí lo tengo.

—Eso dijiste la última vez, minino. Y la vez anterior. Y la anterior a ésa.

(Un pequeño paréntesis para comentar que mi prima ya me llamaba más por tal apodo que por mi nombre. En realidad fue culpa mía. Una vez, mientras yo leía y ella hacía flexiones en la estancia para tonificar su vientre, llamó al gato que teníamos en casa chasqueando la boca y tronando los labios. El gato se encontraba detrás de mí y por alguna tonta razón que preferiría no explicar demasiado, creí que me estaba llamando a mí. Esa misma tonta razón me hizo suponer que era la oportunidad de mi vida así que me puse en cuatro patas y comencé a ronronear mientras acortaba la distancia entre nosotros. Después de reír hasta las lágrimas, Elizabeth decidió que sería una tonta si no comenzaba a llamarme minino, gatito, micifuz y otras por el estilo.)

—Eso fue la última vez, Elizabeth. Ésta será distinta. He estado practicando.

—Como quieras, mirringo.

En aquellos días ella ya había decidido que lo suyo era el culto al cuerpo. En específico, su propio cuerpo. Se obligaba a entrar en una especie de pijama entallado con tirantes rematado en una faja de cuero a la cintura y se sometía a todo tipo de ejercicios agotadores. Cuando no estaba en una taberna retando a todo el mundo a las vencidas, estaba en casa levantando el sofá o la tina. A mí, honestamente, verla someterse a este tipo de disciplinas me ponía en un estado de incómoda afectación lúbrica. Y apenas teníamos catorce años.

—Veo en las líneas de tu mano que mañana… o tal vez pasado mañana… si caminas frente a la iglesia a eso de las cuatro de la tarde… encontrarás al hombre de tus sueños portando un pañuelo verde metido en las solapas del abrigo.

—¿Y qué demonios haría yo paseando frente a la iglesia?

—No lo sé. Es la palma de tu mano, no la mía.

—A mí me parece que el fulano, quien quiera que sea, tendrá que conseguirse otra.

—¿No te da ni tantita curiosidad? —pregunté mientras soltaba por un momento su mano y palpaba, al interior de mi chaqueta, un pañuelo verde que recién había conseguido el día anterior.

—La verdad… no, minino.

—¡Aaagh! ¿Por qué hiciste eso? —pregunté mientras daba con mi cara en la alfombra y ella doblaba mi brazo por detrás de mi espalda.

—No lo sé. ¿Porque puedo?

Justo es decir que, en principio, toda esa energía acumulada era un atisbo de furia que conservaba en contra de su padre. En los primeros meses, cuando aún estaba reciente su llegada, no dejaba de decir que quería dar con él y golpearlo en la cara frente a todos sus amigos del club de caballeros, y eso sólo como aperitivo de un banquete mucho mayor. Pero luego que se enteró que había dejado el continente y que lo más probable es que anduviera en algún lugar de América, no pudo detener sus prácticas de romper ramas gruesas de abedul, levantar su propio cuerpo colgándose de los quicios de las puertas o correr escaleras arriba y escaleras abajo hasta terminar exhausta. Para cuando tenía catorce, las consecuencias lógicas fueron el pijama entallado, el cabello recogido, la faja y la constante bravuconería.

No los cansaré con más detalles respecto a mis fallidas incursiones en las artes de la adivinación. Tampoco les contaré de los vapores que casi me dejan ciego intentando tornar un costal de herraduras en oro puro. Simplemente diré que, para mi fortuna y la de los de la casa Frankenstein, bien pronto me di por vencido (sólo me llevó tres años) y fue gracias a un golpe de suerte, literalmente.

Mi gran amigo Henry Clerval me acompañó aquella tarde al campo para conseguir un poco de mandrágora y romero, sustancias que necesitaba para mis prácticas de hierbofloropastomancia. Él no dejaba de llevar a todos lados sus horrendos tebeos de asuntos sobrenaturales, pero al menos seguía siendo leal a nuestra amistad.

—Te dije que estaba ocupado, Frankenstein.

—Sólo serán un par de horas, Henry. Entre los dos daremos antes con lo que necesito.

Nos internamos en el bosque y, aunque yo llevaba muy buen ánimo, la verdad es que nada por ahí se parecía al dibujo garrapateado de las hierbas que hallé dentro de un libro de botánica.

—No sé por qué pierdes el tiempo con esas tonterías —gruñó Henry después de un rato de infructuosa búsqueda.

—No decías eso cuando recién me aficioné.

—Entonces no sabía que eran puras tonterías. Magia y superchería.

—¿Y me vas a decir que lo que encuentras en tus tebeos no se le parece mucho?

Subíamos por una ladera y él, que iba delante de mí, se detuvo como si lo hubiera fulminado un rayo.

—¿Eso es lo que crees, Frankenstein? —me objetó, bastante ofendido—. ¡Todo lo que hay en estas páginas son casos insólitos de asuntos que perfectamente podrán ser explicados por la ciencia… algún día!

—¿Tus hombres lobo y tus vampiros y tus…?

No pude concluir la frase porque así, sin mediar tormenta ni nada, una descarga de luz golpeó con todo su poder al árbol que teníamos enfrente. Literalmente lo hizo pedazos. Henry y yo nos quedamos atónitos, sordos, ciegos y espantados. Si hubiéramos seguido el ritmo de la marcha, muy probablemente nos habría golpeado el meteoro.

El árbol comenzó a incendiarse y, apenas unos segundos después, fue apagado por la tenue lluvia que siguió al rayo. Lo verdaderamente sorprendente fue que, a pocos metros del árbol, se encontraba un azadón sin mango, que empezó a arrojar chispas, alcanzado, aunque de forma indirecta, por el rayo. Entonces, una ardilla que “a todas luces” (y no exagero con esta aseveración) estaba muerta… empezó a moverse. Era evidente que el roedor llevaba algunos días ya en el cielo de las ardillas, pero su cuerpo, que era tocado por la maraña luminiscente de ramificaciones eléctricas que despedía el azadón… empezó a moverse. Absolutamente impactante. El cadáver del animalito se sacudió en nada tímidos temblores hasta que al fin la fuerza del rayo lo abandonó y quedó ahí, inerte, como debe quedar, siempre, un buen fiambre que se respete.

A los pocos minutos, cuando íbamos de regreso a casa y ya habíamos recuperado la audición, Henry, que iba delante de mí, se detuvo de pronto. No como fulminado por un rayo pero sí como si reparara en algo. Yo estaba seguro de que quería comentar conmigo el fenómeno que recién habíamos presenciado pero, en vez de ello, sólo dijo…

—La próxima vez, Frankenstein, si te digo que estoy ocupado… ¡es porque estoy ocupado!


Frankie

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