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Carta IV

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A la señora Saville, Inglaterra

5 de agosto de 17**

Mi estimada hermana, nos ha ocurrido un suceso tan extraño que es imposible no plasmarlo aquí, aunque es muy probable que cuando te llegue esta carta, yo ya haya vuelto a casa y hasta nos hayamos visto las caras en la fiesta que alguna asociación de científicos o expedicionarios o científicos expedicionarios haya celebrado en mi honor.

¿Te estás burlando?

Bien. Eso me pareció.

El caso es que, no sé si tú lo sabes pero el Polo Norte no es sino hielo y más hielo. Si alguien te quiere hacer creer que por acá es posible encontrar tierra firme de algún tipo te está queriendo tomar el pelo. Y te lo digo porque el otro día escuché a tus hijos hablar de un supuesto rumor en torno a un sujeto que vive en estas latitudes y que se está preparando para, en pocos años, llevar regalos en Navidad a millones de niños en un trineo volador. Bien, pues déjame decirte que es más fácil creer lo del trineo volador que lo de levantar una casa en este barrio, con sótano, calefacción y agua en la letrina.

Hielo y más hielo. ¿Estás escuchando?

(Leyendo, pues.)

¡Hielo y más hielo! Oh… para volverte loco. Miras en una dirección y ¿con qué te encuentras? Hielo. Y miras en otra dirección para encontrarte… ¿con qué, exactamente? Hielo, exacto. ¡Sólo hielo! Y el sol, caminando por la línea del horizonte como vigilándonos por todos los flancos. Hielo, hielo, hielo. Y el sol dando vueltas en círculo frente a nuestras caras. Hielo. Sol. Sol. Hielo.

¡Para volverse loco!

Llevábamos casi una semana completamente varados en el mismo lugar porque el hielo nos había cercado por completo. El barco no podía moverse ni una pulgada en dirección alguna. Hielo a babor. Hielo a estribor. Hielo en la proa y (supongo que ya lo adivinaste) hielo en la popa.

Además de inmovilizados, estuvimos todos esos días cegados por una niebla ultradensa que lo pintaba todo de blanco. TODO. DE. BLANCO. ¡Como flotar en la nada! Estando en cubierta sentías la necesidad de palpar tu propio cuerpo y así asegurarte de no haberte convertido en humo.

¡Para volverse loco, Margaret!

No creo exagerar si te digo que hubo un momento en que el pánico cundió por toda la embarcación. Tal vez fue a partir del instante en que grité: “¡Oh, Dios de los mares, toma todas las vidas que quieras, pero déjame volver con bien a casa!”, grito que, vale la pena aclarar, no fue tomado de una forma muy positiva por la tripulación. Empezaron a hacer planes para amotinarse frente a mis narices. O tal vez sólo fuese que la niebla no les permitía saber que me tenían a dos palmos de distancia. Justo frente a sus narices.

Afortunadamente ayer por la tarde levantó la neblina. Y no es que fuera muy reconfortante volver a nuestra vista de sol y hielo y azul blanquecino y más sol y más hielo y más azul blanquecino y más hielo. No. Porque, de hecho, en cuanto pudimos volver a vernos las caras, la tripulación ya estaba desenredando una soga para atarme con ella. En realidad la fortuna vino por el sur de la línea del horizonte. Y justo es decir que nos impidió enfrentarnos unos con otros, pues yo ya tenía en las manos un pedazo del mástil roto, listo para probar su resistencia en la cabeza de los seis marinos amotinados (el séptimo, mi segundo de a bordo, por cierto, no es que sea un dechado de lealtad, en realidad había decidido que, mientras no avanzara el barco, él no tenía por qué cumplir con obligación alguna, pues tal eventualidad no estaba estipulada en su contrato de trabajo y se la pasaba durmiendo).

Decía que estábamos midiéndonos con las miradas cuando vimos aparecer un trineo tirado por perros. Del cual descendió un hombre. Que subió como si nada al barco. Y me cobró la mensualidad correspondiente del abrigo de oso. Luego, con una eficiencia que sólo es posible ver en usureros y agiotistas, se fue en cuanto me extendió el recibo.

Pero no es ése el suceso verdaderamente extraño del que te hablaba al principio de la misiva. Sino lo que ocurrió inmediatamente después.

Por la línea de popa volvió a aparecer otro trineo. Pero esta vez sí que tenías que dejar por completo lo que estuvieras haciendo para poner atención. Yo dejé caer el pedazo de mástil. Y mis hombres la cuerda y las ganas de someterme para tomar el control de la nave.

También tirado por perros, este trineo era una especie de convoy de trineos, pues al carro principal seguían otros dos. Y todos ellos, con gente de lo más singular encima. Al mando del primer vehículo, iba el hombre más grande y más feo que te puedas imaginar. No, no exagero. Y creo poder adivinar tus pensamientos, querida hermana, así que puedo refutarlos enseguida: más feo que Jeremiah, aunque no lo creas.

Oh, no te pongas así. Una pequeña broma para distender el momento.

Volviendo al relato… te decía que iba un hombre enorme y muy feo guiando el trineo. Un verdadero fenómeno. A su lado, una hermosa mujer con un peculiar traje negro brillante, pegado al cuerpo, botas altas de montar y una capa atada a su cuello que revoloteaba al viento. También iba un niño con ellos. Un niño que fumaba puro, por cierto. Tal vez un duende malévolo, ahora que lo pienso. O un enano. Y en los otros carros, una bruja, una mujer con una tupida barba, un viejo calvo y ciego que rasgueaba una guitarra, un jorobado… y el espectro de alguien. Sí. Leíste bien. Un individuo transparente flotaba a la misma velocidad que ellos y parecía seguirlos con una socarronería particular en la mirada. De hecho, fue el único que reparó en nuestro barco, pues hizo una venia con su sombrero abombado, a modo de saludo, y continuó detrás de tan extravagante comitiva.

Tal vez no esté de más contar que el ciego entonaba una canción festiva. La única descripción que a mi parecer les hace justicia es ésta: eran una especie de horrendo y estrambótico carnaval ambulante que siguió su camino por encima del hielo hasta perderse de nuestra vista.

Después de algo así, todos aquellos aún con sangre en las venas convinieron en que lo que hacía falta era echarse una buena dosis de vodka en el gañote. Y yo estuve completamente de acuerdo.

Olvidamos nuestras rencillas y compartimos varias botellas en la bodega del barco hasta que mi contramaestre se apersonó a media tertulia para avisarme que había mar de fondo, que el hielo se había desquebrajado y que podíamos continuar nuestra expedición. De cualquier modo, nadie ahí se sentía con ganas de volver a cubierta a desplegar las velas o levar el ancla, así que obligué al hombre de las patillas perfectas a unirse a la fiesta.

Es justo decir que el nuevo día me sorprendió tumbado entre dos costales de papas a los que, en mi sueño, había conferido cualidades de bailarinas de vodevil.

“Capitán, tiene que venir a ver esto”, fue el grito de uno de los marinos que me hizo, al fin, levantar a trompicones y salir de la bodega para confrontar el hielo y el sol y el hielo.

Cuando llegué a cubierta, con un dolor de cabeza colosal, me encontré con los siete hombres encarando a otro que, de pie sobre la helada superficie pegada a estribor, los increpaba. Se trataba de un tipo como de mi edad y, a todas luces, europeo, aunque claramente desesperado, tiritando de frío y con los ojos inyectados en sangre. A su lado se encontraba un trineo tirado por un solo perro desfallecido, echado de costado y con la lengua de fuera.

“Déjenme subir, malvivientes. ¡Reclamo este barco para ir en pos de un monstruo que merece morir! ¡Sólo así salvaremos a la raza humana de la extinción!”

Ése fue el pequeño discurso que alcancé a oír al momento de llegar al lado de mi fiel tripulación.

Cualquiera diría que un sujeto como ése, en mitad de la nada, tendría que haber pedido asilo en nuestra nave con mejores maneras… pero no fue así. De hecho fui informado que ya había intentado subir tres veces a la fuerza, mismas que había sido arrojado fuera, al agua o al hielo, dependiendo de la puntería de los marinos.

“Yo soy el capitán. Dígame qué se le ofrece”, lo conminé, intentando un posible diálogo.

“Capitán, es de vida o muerte. ¿Qué dirección llevan?”

“El Polo Norte. No descansaremos hasta llegar ahí.”

A esta aseveración se levantó un claro rumor de descontento. En la fiesta les había prometido a mis hombres que volveríamos a Arcángel cuanto antes a buscar un buen garito con juego de naipes y vodevil. Pero con un ademán los acallé, haciéndoles ver que cualquiera promete el mundo cuando tiene cinco vodkas en la sangre.

“¡Bien!”, rugió el hombre. “Necesito confiscar el barco para ir en pos de un demonio horrendo y su espantosa banda de secuaces. Seguro saben de lo que hablo. ¡Deben haber pasado por aquí!”

“Se equivoca. No hemos visto pasar ni un pingüino”, gruñó un marino.

“No seas imbécil. No hay pingüinos en el Polo Norte”, lo corrigió otro.

“Tal vez por eso no hemos visto pingüinos”, rio un tercero.

“O tigres de Bengala”, soltó un cuarto.

“¡A callar!”, tronó el egregio capitán del Piggyback. “Lo siento, señor, pero aunque los hayamos visto pasar, no tenemos nada que ver con ese asunto, así que le suplicamos siga su camino y nosotros el nuestro. Que tenga buen día.”

El demencial hombre, quien ya se veía intentando subir por la fuerza al barco y siendo nuevamente arrojado al blanco y más blanco hielo de la llanura polar, dejó escapar una clara exhalación de rendimiento. Fue justo al momento en el que movió con la punta del pie al perro tendido a su lado para constatar que estaba muerto y más que muerto de cansancio. Creo que dijo, entre dientes, algo así como: “Al demonio la gloria y la fama universal; primero está la venganza”.

Admito que me simpatizó en ese momento.

“¿Dijo algo respecto a la gloria y fama universal?”, pensé. “¿Qué no es eso lo que nosotros también estamos persiguiendo?”

¿Qué no es eso lo que todo hombre persigue en la vida?

“¡Les prometo riqueza como jamás pensaron tener si me ayudan a atrapar a esa punta de traidores que probablemente vieron pasar!”, gritó a voz en cuello.

Recuerdo entonces que pensé: “Bueno, también está la fortuna. Eso es cierto”.

Al instante todos mis hombres, incluyendo al contramaestre, gritaron al unísono: “¡Se fueron por allá!”.

Y le arrojaron una cuerda.

13 de agosto de 17**

El nuevo hombre a bordo se llama Víctor Frankenstein. Y aunque al principio se comportó como un maldito demente, después de una semana de estar con nosotros creo que ya puedo afirmar con toda certeza que se trata de un maldito demente.

Hay días en que ríe a solas. Y hay días que llora a solas. Y luego combina ambas cosas. Es un poco espeluznante, la verdad, y la tripulación ha empezado a murmurar. Muchos creen que no hay fortuna que valga la pena si por ella hay que compartir suerte con un tipo al que se le va tanto la olla. Sin embargo, considerando que yo agoté mis ahorros en esta locura y que no puedo prometerles siquiera un bono por buen desempeño al terminar la misión, todos se lo piensan dos veces.

Y aquí estamos. Con la proa apuntando hacia el Polo.

Con todo, Víctor es lo más parecido a un amigo que tengo en este momento. El segundo día lo invité a mi camarote y sugerí jugar póker de prendas para romper el hielo (de hecho, así lo expresé, esperando ser gracioso, cosa que no funcionó), él se negó rotundamente y trató de hacerme entender que no valía la pena entusiasmarse de ninguna manera con él porque era un hombre muerto con antelación.

Naturalmente, Margaret, intenté hacerle ver que había sido una broma, que yo en realidad esperaba que fuéramos buenos amigos (y recalqué la palabra “amigos” varias veces), pero él seguía en sus trece perorando que su destino estaba marcado por el implacable sello de la fatalidad.

Luego lloró y rio y, en fin, no fue un buen comienzo.

Pero a lo largo de los días, he podido confirmar que no piensa incendiar la nave o ahorcarme durante el sueño. Sólo una cosa tiene en mente: dar con el demonio al que perseguimos.

Y, para serte sincero, cuanto más avanzamos y cuanto más otea el horizonte con la esperanza de dar con aquel trineo que vimos pasar hace más de una semana, yo también me pregunto si no será que todos estábamos destinados a esto únicamente, a ir en pos de un monstruo (a mí no me veas, es Frankenstein quien se expresa de esta manera del sujeto) porque incluso la labor original ya me parece absolutamente insulsa.

Seamos honestos, Margaret, ¿por qué alguien en sus cabales querría fletar un barco en dirección al Polo Norte?

¿En qué DEMONIOS estaba pensando cuando se me ocurrió?

O acaso todo sea un capricho de nuestro creador. Y nosotros seamos sólo sus títeres.

¿Captas el punto?

(¡Esos malditos asteriscos de allá arriba no dejan de quitarme el sueño!)

En fin…

Vale la pena decir que Víctor y yo ahora compartimos el pan y la cebolla. Y el vodka, de vez en cuando. De hecho, he detectado que un poquito de alcohol en las venas le permite serenarse y dejar a un lado el discurso de que es un hombre a quien la muerte le ha echado el ojo y por eso no vale la pena hacerse muchas ilusiones respecto a una amistad con él. O lo que sea. (Y cuando dice “lo que sea” suele recorrerse un poco en el asiento, distanciándose lo más posible de mí, lo cual no deja de parecerme, ummh, simpático.)

Nuestras charlas, por otro lado, han evolucionado bastante desde el primer día. Antes, a mis comentarios del tipo “¿Lloverá hoy?” respondía siempre con un “¡Morirás, maldita criatura del infierno, así sea lo último que haga!”.

Ahora, responde con un “Ojalá llueva fuego y el planeta estalle en mil pedazos”. Lo cual es un avance.

Creo.

En fin. Ya te informaré cómo nos va en esta nueva expedición.

19 de agosto de 17**

Querida hermana:

Creo que te dará gusto saber que al fin se rompió ese hielo metafórico del que hablaba en la carta anterior. Y es que, después de un día muy difícil, en el que el barco se volvió a atorar entre dos témpanos, y los marinos, para matar el tiempo, organizaron un extraño juego al que llamaron “tiro de contramaestre por la borda”, Frankenstein y yo nos retiramos a la bodega a conversar. Desde luego, mi intención era charlar pues en casi dos semanas, a mis inquisiciones respecto a su extraña persecución, yo sólo obtenía respuestas del tipo: “Morirás, bestia del demonio” y “Como que me llamo Víctor Frankenstein que te haré pagar, hijo de Satanás”, que honestamente no me tomaba muy a título personal porque siempre parecía estar mirando en lontananza cuando soltaba tan enternecedoras frases, así estuviésemos encerrados en el camarote.

En cuanto bajamos a la bodega, le serví la usual copita de vodka con la que conseguía serenarlo un poco y esto nos llevó a una borrachera espectacular sobre la que prefiero no abundar en detalles. Sólo diré que, al despuntar el alba, cuando despertamos ambos sobre una pequeña isla de hielo a la que tuvieron que ir a recogernos varios marinos, Víctor ya era otro. Al parecer le estaba haciendo falta un desahogo de ese tipo porque fue capaz de hablar sin levantar la voz y sin dirigirse a un ente imaginario al que evidentemente quería estrangular y apuñalar y hervir en aceite, por decir lo menos.

En cuanto recuperamos la sensibilidad en nuestras extremidades y el azul de nuestras mejillas fue poco a poco mermando en favor de un rosáceo púrpura término medio (gracias a que el cocinero nos puso prácticamente encima del fogón y nos compartió algo de sopa) Frankenstein mismo comenzó a hablar. Por cuenta propia y sin que hubiera presión sobre él de ningún tipo.

“Mi estimado capitán… creo que mi descortesía ha rebasado todos los límites, y creo que es menester compensarle.”

“No se preocupe, Frankenstein. Entiendo que algún espantoso rencor le nubla la razón. Sólo dígame un par de cosas.”

“Con gusto.”

“¿Es verdad lo de la enorme fortuna? Porque mire que los hombres de esta expedición no toman muy bien las bromas de ese tipo.”

“Es tan cierto como que el sol sale todos los días.”

Al instante se dio cuenta de que en esas latitudes su refrán no cobraba mucho sentido. Y se rectificó al instante:

“Bueno, usted me entiende, Walton.”

“Y la segunda… ¿sería mucho pedir que me contara —resumidamente, claro— qué es lo que lo tiene en tal estado de obsesión con ése al que llama monstruo?”

Por un momento pensé que lo perdíamos nuevamente tan sólo por haber mencionado a su némesis. Pero, afortunadamente, se contuvo. Aunque le empezó a salir humo por las orejas, fue sólo un instante y hasta le convino el arrebato pues su piel empezó a parecer piel de nueva cuenta.

“Me parece que se lo debo, capitán.”

“Muchas gracias. Algo breve, nada más. Sólo para matar el tiempo mientras terminamos la sopa.”

“Delo por hecho.”

Y esto, querida Margaret, una vez que extrajo un maltrecho papel doblado de la bolsa de su pantalón, fue exactamente lo que me contó:

¡Cuánto desearía, en verdad, poder hablar de mi vida en otros términos! ¡Cuánto desearía, lo juro por todo cuanto es sagrado, poder decir que tuve un nacimiento, una infancia, una vida escolar y adulta como todo el mundo! ¡Cuánto quisiera poder decir que me casé, tuve hijos, pagué una hipoteca… me enemisté con mis vecinos por hacer fiestas ruidosas… odié a mi jefe en secreto… en fin, todo lo que compete a una persona común y corriente, con una vida común y corriente y cuyo único anhelo es ser feliz y poder retirarse algún día con una pensión digna! Pero eso me es imposible por el simple hecho de que NO soy una persona común y corriente. De hecho, ni siquiera estoy seguro de ser una persona. No me mire así, Walton, porque tengo razones muy poderosas para pensar de este modo. De hecho, es muy probable que usted tampoco sea una persona. Oh… no, no estoy desvariando. Se lo juro. Todo obedece al simple hecho de que yo, a diferencia suya, adquirí hace tiempo una supraconciencia en torno a mi condición real que está, por decir lo menos, de VERDADERO ESPANTO. Una especie de maldición, de anatema, de enfermedad… que me permite verme como EN REALIDAD soy. Y eso es de lo que trata todo este asunto.

¿A qué me refiero exactamente, Walton? Le parecerá una locura, pero le juro que es cierto. Y todo tiene que ver con estas lastimeras hojas de papel que me acompañan a todos lados.

Con toda franqueza… y para acabar pronto, no soy más que un monstruo. Al igual que usted. Y el lugarteniente. Y el cocinero. Y los otros marinos. Y… Oh, no me vea así, Walton, que sé de lo que hablo. Y usted, amigo cocinero, baje el cuchillo, no se lo tome personal. He aquí la explicación.

Ni usted ni yo ni los otros somos personas de carne y hueso.

No es necesario que se palpe el cuerpo. La explicación sigue otro camino.

En realidad, a lo que me refiero, es que no somos más que las creaciones de una mente que nos gobierna. No somos más que ideas. Destellos de ocurrencia. Criaturas de artificio, producto de la inspiración humana, hijos de un ser imperfecto y falaz y no de un ente divino. En resumen…

Somos personajes.

Oh. Distingo en sus ojos esa chispa de descubrimiento que también nació en mí. ¿Ha sentido, en algún momento de su vida, que debe conducir sus actos en cierta dirección, muy a su pesar? ¿Ha sentido, en una o varias circunstancias, que no es su voluntad la que lo guía sino alguna inexplicable necesidad por cumplir con un mandato? Pues bien… si así ha sido, créame… eso se debe a la simplísima razón de que, en efecto, está usted siendo manipulado, impersonado, obligado… a llevar a cabo algo que cumple un fin último: contar una historia.

Eso. Contar una historia.

Un cuento. Un relato en el que estamos usted y yo involucrados… hasta las últimas consecuencias.

Como lo escucha.

No obstante… hay una diferencia de enorme importancia entre usted y yo, como personajes. Y esa diferencia, mi estimado capitán Walton, es la que nos hace completamente disímiles.

La diferencia son estas hojas de papel a punto de desin­tegrarse.

¿Por qué?

Bien… pues porque en ellas está el trazo de mi destino.

Me place que no le cause ningún tipo de divertimento esta aseveración tan trágica. Debo admitir que lo pensé mucho para titularla de ese modo. ¿Lo ve? ¿Aquí arriba, en el primer folio? Tal cual. “El trazo del… umh… bueno… desAtino”. No se fije en la alteración que ha sufrido la palabra destino. Ya le explicaré.

Trágico, ¿no?

Pero cierto. Déjeme contarle cómo fue que adquirí esta supraconciencia, metaconciencia o, para no embrollarnos tanto con los sufijos, conciencia de que no soy más que una marioneta, un juguete, un actor citando parlamentos.

Quisiera poder decir que fue a raíz de una desenfrenada noche de láudano y enervantes. O después de haberme caído de cabeza en la escalera. O quizás, al cabo de haber sido alcanzado por un rayo. Pero la verdad es que no fue así. Sólo sé que un día, repentinamente, me vi viajando en una diligencia con dirección a Ingolstadt y tuve esta noción precisa de quién era yo y para qué exactamente había sido llamado a este mundo. Supe, más que recordé, lo que tenía que hacer con mi existencia. ¡Fue como si alguien hubiese implantado en mi memoria todo el plan de vida que estaba obligado a ejecutar!

¡Trágico!

¡Y espeluznante!

Pero también…

¡Formidable!

¡Impresionante!

Del mismo modo que un buen músico conoce de memoria la partitura de la obra que ha de tocar, así tuve yo, repentinamente dentro de mí, la noción imperiosa de la ruta que debía seguir para concretar mi proyecto de realización humana. ¡Y fue estupendo! ¡Maravilloso!

¡Formidable!

¡Estaba llamado a conseguir la fama y la gloria de un solo nombre!

¡MI nombre!

¡Y eso me hizo sentir, acaso por vez primera, verdaderamente vivo!

Oh. Veo que esto también le hace destellar la mirada. Tal vez también haya usted sentido que no hay otra cosa que mueva con mayor fuerza las fibras internas de nosotros los seres humanos: conseguir un sitio en los anales de la historia universal, hacerse de la posibilidad de ser nombrado entre los grandes benefactores del planeta.

No sé cómo ocurrió, pero estaba tan claro para mí que tenía que conducir mi vida siguiendo ese nuevo derrotero, que lo escribí todo en estas hojas. El trazo de mi destino. Mi misión de vida. ¡Mi propósito real de existir!

¿Y quiere que le diga cuál es el motivo que enciende mi llama interior?

Tal vez no sea el más altruista. NI el más filantrópico. Pero es un buen motivo, créame.

¿Está usted listo?

Aquí no vendrían mal unos cuantos rayos y truenos, de esos que hacen sacudir las ventanas en una buena noche de tormenta, amigo mío.

¿Por qué?

Bien. Pues porque la iluminación que tuve fue ésta:

Mi nombre, Frankenstein, está destinado a ser el emblema, el signo, la divisa… de todo lo que es terrorífico, espeluznante y tenebroso en el mundo.

¡Sí! ¡Rayos y truenos y tal vez un grito aterrador aquí, si son tan amables!

Ummh…

Ahora le causa a usted un poco de sorna esta afirmación, puedo notarlo. Pero le juro que es verdad.

Vendrán tiempos en que la gente diga “Frankenstein” y será como si dijeran “vampiro”, “bruja”, “esqueleto”.

Ummh…

Creo que esto es justo lo que suelen llamar “un silencio incómodo”, ¿no es así?

Como sea.

Esa misma visión que me acometió en el viaje a Ingolstadt me mostró un feliz tiempo futuro en el que los hombres de todo el mundo dedicarán una noche al año a lo oscuro y sobrenatural. Y no será mal visto, créame, que durante esa noche las personas se regocijen en las brujas, los diablos, los espectros y los hombres lobo. Escuche bien, Walton, esa revelación me mostró que, junto con la pléyade de criaturas siniestras, alguien dirá “Frankenstein” y el solo nombre reptará hasta la cumbre de tan singular catálogo. ¡Y será igual para todos en todo el mundo! Frankenstein, sinónimo de lo terrible y lo monstruoso y lo gozoso… (Sí, escuchó usted bien, lo gozoso; tal vez no esté de más contar que en esa misma noche del futuro veo a niños pidiendo golosinas de puerta en puerta, pero es una parte del desvarío que no alcanzo a comprender mucho, a decir verdad.)

Ya, ya sé que no parece un logro como para ponerse al lado de Newton y Lavoisier.

¿Ser relacionado con lo tétrico y lo siniestro? Comprendo que pueda parecer contraproducente, pero bueno, si se lo piensa uno con frialdad, no deja de ser una gran aportación al patrimonio intangible de la humanidad. ¿Qué posibilidades tendría el día si no existiera la noche? ¿Qué de virtuoso habría en los ángeles si no existiesen los demonios?

Sin el contrapeso en la balanza que ofrece la maldad, ¿la bondad brillaría con luz propia?

No me lo tome a mal, Walton, pero es algo que estoy seguro que usted también desearía para sí mismo. Imaginemos que en algún lugar de ese mismo futuro existiese una bola de cristal que buscara por el mundo los referentes a una sola palabra. (Y no sé por qué, tal vez gracias a mi metaconciencia, me imagino una letra “G” y varias letras “o” de colores sobre un fondo blanco formando una palabra que rima con Schnauzer; no, espere, con Terrier; no, con Poodle.) En fin. Si yo susurrase la palabra “Frankenstein” a dicha bola de cristal, aparecería la imagen de un ente maligno perfectamente arraigado en la imaginería popular (y tal vez algún niño con la cara verde, de acuerdo). En cambio, si susurrara la palabra “Walton” al mismo artificio, aparecería, con suerte, la fachada de un mercado de legumbres.

¿Qué le parece, pues, mejor?

¿El niño o las legumbres?

De acuerdo. Estoy perdiendo el punto.

Lo cierto es que, fuera o no un buen derrotero a seguir, era MI derrotero. MI camino. MI destino. Y comprendí, sin posibilidad de renuncia, que lo que tenía que hacer era ceñirme a él para poder dar sentido a mi existencia.

(Y conquistar —ejem— la fama y la gloria, ya que estamos.)

Comprendí entonces que, aunque la sola aparición de una cucaracha me hace subir con todo y zapatos a la mesa, no tenía alternativa. ¿Cuántos personajes tienen la indecible y maravillosa oportunidad de saber con antelación aquello para lo que fueron creados? ¿Cuántos de los hijos del creador, sea éste humano o divino, cuentan con un mapa de su vida para no errar en la consecución de su fin último? Ninguno. Sólo yo. Y por eso decidí, desde ese momento en la diligencia a Ingolstadt, cuando lo escribí todo, que no cejaría hasta llegar al último capítulo de mi vida. Que no me rendiría así me costara el postrer latido de mi corazón. De ahí que me tatuara aquí, debajo del brazo izquierdo, esta leyenda:

FATUM FATIS EGO PEREA

“Hágase el destino, aunque yo perezca”

Bonito, ¿no? Y sólo me costó dos táleros. Me lo hice el mismo día que llegué a Ingolstadt, ebrio de entusiasmo por mi recién descubierta empresa.

Así que ésa es la justificación de todo lo que me ha traído hasta aquí, querido amigo.

Eche un ojo a lo que llamé “El trazo del destino”, que no es otra cosa que la sinopsis de la novela de mi vida (que, en un desplante de arrogancia, imaginé que podría llamarse “Frankenstein”, tal vez con un título adicional con alusión a los griegos, algo así como: “El Sísifo de Ginebra” o acaso “El Apolo incidental”). También deberá disculpar que hable de mí en tercera persona, pero sentí que así es como lo había implantado en mi mente el creador, el autor, el gran titiritero.

He ahí el plan que (Dios es mi testigo (o quien quiera que lo esté suplantando)), intenté con todas mis fuerzas llevar a cabo.

Frankie

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