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Carta II

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A la señora Saville, Inglaterra

Arcángel, 28 de marzo de 17**

Bien, pues no hay fecha que no se cumpla ni plazo que no se venza, como dicen por ahí. Y he de decirte, querida hermanita, que la frase me ha venido a la mente justo ahora porque, no bien llegó el día de cierta fecha de pago, llamó a la puerta de esta maloliente hostería en la que me estoy quedando, uno de esos cobradores rusos carentes de escrúpulos. Honestamente, estuve a punto de devolver la piel de oso. Pero también es cierto que cuanto más avanzo hacia el norte, más se hace necesaria una frivolidad como ésta, así que…

Como sea.

Vayamos a lo que es digno de celebrar. Y es esto:

He alquilado un barco y he contratado tripulación.

Lo diré de otra manera por si no te ha quedado claro.

SOY EL CAPITÁN DE UN BARCO.

No el primer oficial. No el contramaestre. No el grumete que pela las papas y lava los bacines. No.

EL CAPITÁN.

Estoy seguro de que en este preciso instante estás sintiendo cómo el remordimiento te hinca los dientes hasta horadar tu piel. “Oh, nunca debí decirle a Bobby que era un inútil cuando éramos niños. ¡Me siento tan mal por ello que tal vez acabe con mi vida!”

Bueno. Tampoco es para tanto. Pero me parece bien que te corroa la culpa. Sobre todo por aquella vez que dejé escapar las vacas y tú te reíste durante semanas. O por aquella que puse a la abuela a tomar el sol sobre un hormiguero y tú te reíste por días. O esa otra en que incendié las cortinas. Y la habitación. Y media casa. Y tú…

Oh… ya veo tu juego. Me haces decir estas cosas para volver a tus burlas. No lo lograrás, Margaret. ¡No les daré el gusto a ti y a ese gato luciferino!

¡Y deja de desviar la atención hacia cosas sin importancia!

Te decía que alquilé un barco y contraté un buen puñado de hombres. Todos ellos, lobos de mar. Gente decente y trabajadora. Para empezar, puedo contarte con gran satisfacción que el lugarteniente es un excelente sujeto inglés de largas patillas y recta espalda. Y lo conseguí por menos de la mitad de lo que cobraría cualquier otro hombre. Por otro lado, el primer oficial es un sujeto sin tacha. Sólo para que te des una idea, este muchacho estuvo hace tiempo enamorado de una chica rusa y, aunque tenía la aprobación del padre de ella, antes de la boda tuvo a bien preguntarle si en verdad lo amaba, a lo que ella, hecha un mar de lágrimas, repuso que no, que amaba a otro. La nobleza del que ahora es mi primer oficial lo llevó a buscar a aquél, cederle su escasa fortuna y hasta apadrinar la boda subsecuente. ¿No es el acto de mayor nobleza que hayas escuchado en toda tu vida? Naturalmente, para olvidar, este buen muchacho ha decidido acabar sus días sobre la cubierta de un barco. Mi barco. El Piggyback. (Sí, ya sé, pero el S.S. Rule Britannia costaba una fortuna.)

Bien. Historias como ésta son comunes entre mis valerosos hombres.

Y antes de que empieces a pensar que en estas cartas hay demasiado parloteo y muy poca acción, he de decirte que sólo estoy esperando a que mejore el clima para levar anclas. De pronto, la lluvia, la nieve, la ventisca y el latigazo del frío se han vuelto constantes aquí en Arcángel. Aunque todo el mundo dice que es la forma que tiene el invierno ruso de despedirse. Ojalá así sea.

En todo caso, no te escribiría tantas y tan sentidas letras si no fuese porque la vida de un capitán es, creo habértelo dicho ya, resignadamente solitaria. Ni un amigo tengo. (Ahora juego al póker de prendas frente al espejo, lo cual resulta un poco penoso. Sobre todo si el ama del maloliente hostal en el que te hospedas abre la puerta de tu habitación sin llamar primero.)

No. Ni un amigo tengo. Y no creo poder tener uno solo en los días por venir porque tampoco puedo dar demasiada confianza a mis subordinados. Eso puede redundar en una camaradería que me reste autoridad. Tiemblo de imaginar que alguno de ellos me pida licencia para ausentarse a media expedición, guiñándome un ojo, sólo porque hicimos migas durante el almuerzo.

O quizá sólo sea que detesto que me llamen Bobby.

En fin.

Tal vez ésta sea mi última carta y también la última noticia que tengas de mí. ¿Te hace sentir mal eso? Lo siento mucho pero no puedo evitarlo. Tal vez no haya modo de hacerte saber cómo va la aventura en cuanto abandonemos el puerto, porque nos adentraremos en lo más ignoto de las inexpugnables murallas del hielo septentrional. (Espero que aprecies esa última frase porque la estuve pensando durante un par de horas (el aburrimiento es mortal cuando, para pasar las largas jornadas, no te tienes más que a ti mismo y una cabeza de alce disecada).)

Pero no se diga más.

¡A sotavento, que nadie mira atrás! ¡Desplieguen las velas! ¡La gloria nos espera!

Ummh…

¿Te estás burlando?

Bien. Eso me pareció.

¡Por Dios, hermana! Sólo el creador sabe lo que me espera en esta locura que, a cada minuto, siento más como su mandato que como una decisión propia. ¡Es toda una insensatez! ¡Pero es mi misión en la vida! Acaso muera de la más terrible manera. Acaso no halle más que frío y desolación. Acaso…

Acaso…

Acaso todo esto te importa un bledo, ¿no es así?

Me parece que no has dejado de abanicarte con el sobre de esta carta mientras la lees, sin quitar esa sonrisita tan irritante y sin dejar de tomar el té ni acariciar a ese fofo y diabólico felino al tiempo que…

Oh. En realidad no importa.

Como dije, eres la única persona a la que puedo escribir. Y así lo seguiré haciendo mientras haya oficina postal o algo parecido.

Con cariño,

Robert Walton

Frankie

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