Читать книгу Frankie - Antonio Malpica - Страница 13
Capítulo 4
ОглавлениеVíctor parte a la universidad, no sin cierto pesar, después de despedirse de su padre, sus hermanos, Elizabeth y su gran amigo Henry Clerval. En la universidad conoce al señor Krempe, profesor de Filosofía Natural, quien es un tanto petulante; lo descalifica y trata mal. Por otro lado, también conoce al profesor Waldman, de Química, quien, al contrario de Krempe, es un tipo simpático y bonachón. Le da la bienvenida, lo hace sentir cómodo y lo toma como alumno.
—No estén tristes. Verán que el tiempo pasa volando. Y en menos de lo que creemos, ya estaremos reunidos otra vez.
Ésas fueron mis palabras.
Ojalá las hubiera escuchado alguien más que el chofer de la diligencia a la que había de subir en un par de minutos. Un perro de orejas gachas me miró con interés y, convencido de que no le arrojaría alimento alguno, prefirió irse.
Creo que puedo asegurar que ése fue el primer atisbo que tuve de que algo no marchaba en mi vida como debería. Ahí, solo, en la estación de diligencias de la ciudad, sin que miembro alguno de mi casa me hubiera ido a despedir, sentí como si todo eso que estaba viviendo estuviera completamente equivocado. Mientras el mozo echaba mi enorme baúl a la carga del coche y lo ataba con firmeza y me veía con un poco de menos interés que el perro, pensé que las cosas no debían seguir ese derrotero. No sabía por qué pero todo aquello se me hacía parte de una espantosa comedia en la que los actores han olvidado los parlamentos y comienzan a improvisar de la peor manera. Ni siquiera mi gran amigo Henry Clerval se había presentado a despedirme. Y no, no estaba bien.
De pie frente a la calle vacía, recuerdo que pensé en mí como parte de esa comedia. Y que una de las acotaciones en el libreto decía, a la letra:
“Víctor parte a la universidad, no sin cierto pesar…”
Suspiré y entré al coche que, al igual que la calle, estaba vacío.
Resignado a hacer el viaje a Ingolstadt yo solo, me apoltroné y continué en mi mente: “Víctor parte a la universidad, no sin cierto pesar, después de despedirse de su padre, sus hermanos, Elizabeth y su gran amigo Henry Clerval”.
Aún no azuzaba el cochero a los caballos cuando sentí que esas palabras justas detonaban una extraña magia. Porque, repentinamente, en mi mente se empezó a revelar el curso completo de mi vida. A esas palabras siguieron otras que se me antojaron premonitorias: “En la universidad conoce al señor Krempe, profesor de filosofía natural, quien es un tanto petulante; lo descalifica y trata mal”.
¿Señor Krempe?, pensé. ¿Cómo es posible que sepa yo que he de conocer a un profesor de nombre tan específico? ¿Qué clase de brujería es ésta?
Pero ensamblaba perfectamente con las líneas anteriores en mi mente. De pronto fue como si recordara haber vivido ya esta vida… y sólo fuera cuestión de esmerarme un poco para plasmar los detalles. Fue como continuar con un discurso aprendido desde mi niñez, algo así como recitar un poema o la letra de alguna pieza musical. Sin ningún esfuerzo las palabras se empezaron a suceder una a una.
“Por otro lado, también conoce al profesor Waldman, de química, quien, al contrario de Krempe, es un tipo simpático y bonachón. Le da la bienvenida, lo hace sentir cómodo y lo toma como alumno.”
El resto de los pasajeros subió a la diligencia, un matrimonio de gordos muy emperifollados que ocupaban por completo el asiento frente a mí y su no menos robusto vástago, quien, al sentarse de mi lado, me obligó a replegarme hacia la ventana. Pero para mí fue como si siguiera solo al interior del vehículo, pues no podía soltar el hilo de esa madeja que se me revelaba súbitamente. ¿Krempe? ¿Waldman? ¿De dónde habían salido tales nombres? Decidí que no podía menospreciar esa desconcertante y repentina inspiración a pesar de que la diligencia ya había partido hacia nuestro destino. Puesto que el hombre obeso abrazaba un maletín pequeño, me atreví a solicitarle un poco de papel y tinta.
—Va usted a hacer un horrendo batidillo —dijo con desagrado ante la posibilidad de verme escribiendo por los irregulares caminos que nos llevarían a Ingolstadt.
—Es de vida o muerte —mentí. O tal vez no.
—Quizá Rudy quiera prestarle sus lápices —sugirió, no con menos desagrado.
Rudy, el niño que probablemente tendría sólo cinco años pero parecía de doce, me miró como miraría a un insecto.
—Te pago.
—¿Cuánto?
—Veinte centavos.
—Diez.
—Quince.
—Hecho.
En menos de lo que cuento esto, ya tenía estas mismas hojas de papel en la mano, proporcionadas por el padre de Rudy, quien cobró su propia comisión, y los tres lápices del muchacho. No sé de dónde vino esa claridad mental, pero juro que me bastó con imaginar el inicio para seguir tirando de la misma línea. Era un borbotón de vida, un manantial que creí que nunca se agotaría, una suerte de liberación jubilosa. Recuerdo perfectamente que lo primero que plasmé fue mi nombre. “Víctor Frankenstein…” a sabiendas de que tenía que verme con cierta distancia, de idéntica forma que cuando dije, casi involuntariamente, “Víctor parte a la universidad…”.
Lo que siguió a ese primer “Víctor Frankenstein” fue tan natural como si una voz me dictara la historia completa: “narra su infancia como ginebrino y su rutina familiar, en extremo apacible. Con él viven sus padres, sus hermanos William y Ernest, más chicos que él, y su prima Elizabeth…”
Recuerdo que no dejé que se detuviera mi mano hasta que llegué al último párrafo. Éste que ven ustedes aquí y que reproduce fielmente esta estadía en los lindes del círculo polar ártico: “Así, inicia una persecución que lo lleva hasta los confines del mundo, donde ocurrirá el terrible desenlace”.
Durante todo el viaje estuve como embriagado, víctima de un sueño o arrebatado en una especie de viaje astral que me revelaba toda mi vida. Terrible y fascinante. Maravilloso y sobrecogedor. Relaté brevemente mi paso por el mundo hasta llegar a este momento, en este buque, con usted, Walton, y ustedes, amigos marineros, donde deberá ocurrir, como bien vaticina mi escrito, el terrible desenlace de mi historia.
Oh… no se preocupen. Y por favor, señor cocinero, baje ese cuchillo… estoy seguro de que el desenlace de mi historia, aunque terrible, no afectará a esta tripulación.
Lo cierto es que fue hasta que concluyó el dictado de esa voz ultraterrena que plasmé en la parte superior lo que aquí aparece: “El trazo del desAtino”. Esa letra A metida a la fuerza en la palabra destino ya tendré modo de explicarla. Por lo pronto, quédense con esto: cuando al fin llegamos a Ingolstadt, el cochero tuvo que despertarme de mi éxtasis. Los tres que compartieron el viaje conmigo ya habían partido espantados, no sin antes haberme acusado de consumir algún tipo de droga, pues en más de una ocasión me habían interpelado y yo, según palabras del chofer, como muerto en vida. Nada que un par de buenas bofetadas no pudiesen arreglar.
En cuanto tuve ambos pies en el suelo de Ingolstadt, tuve que reconocer que el sentimiento, aunque atemorizante, me llenaba de felicidad, de euforia. Se me habían revelado tantas cosas, que en suma me llevarían a conquistar no sólo la fama sino también el corazón de Elizabeth, que podría decirse que me sentía listo para rendirme a lo que quisiera el destino hacer de mi persona.
Y sí. Lo primero que hice, después de llevar mis cosas a la residencia de estudiantes donde pensaba permanecer durante mi estancia en la ciudad y recalcar las palabras de estas hojas con tinta, fue tatuarme esta consigna.
FATUM FATIS EGO PEREA. “Hágase el destino, aunque yo perezca.”
¿Pueden ustedes imaginarse, por un minuto, en mis zapatos?
Aún no sé si ese terrible desenlace, en efecto, tiene que ver con mi muerte. Acaso así será, pero no importa si es eso lo que el destino tiene reservado para mí.
Con todo, esa primera noche en Ingolstadt, dormí como un bendito. No tenía nada que perder. Quizás en la Universidad no hubiese un profesor de nombre Krempe. Ni uno de nombre Waldman. Y todo hubiese sido como un simple viaje de ajenjo como los que emprendían aquellos abogados con los que en más de una ocasión compartí la habitación.
He de ser completamente honesto.
En cuanto desperté comprendí que, en el fondo, hubiese preferido que todo se debiera a una locura pasajera y terminara ahí mismo. Tengan ustedes en cuenta que lo que se me había revelado era una historia de horror espeluznante donde yo era el principal protagonista. Un relato en el que sería el perpetrador de mi propia desgracia y que, aunque esto me valiera la fama universal, también me pondría en un estado constante de nerviosismo que no estaba seguro de poder manejar correctamente. Acaso terminaría loco o colgado de una viga.
Pero tampoco es que tuviera mucha opción.
Y siempre estaba el asunto de mi prima Elizabeth. Pese a todos los aspectos terribles de mi vida que yo sabía de antemano, me quedaba claro que ella me amaría en algún momento, nos casaríamos… y eso, en mi opinión, lo compensaba todo.
Así que esa primera mañana intenté ser lo más optimista posible, aunque mentiría si no confesara que, al pedir referencias de la oficina del profesor Krempe, crucé los dedos por detrás de mi espalda.
—¿El profesor Krempe? —observó aquel maestro de barba hirsuta que me atendió en uno de los pasillos del campus—. Claro, es en el piso siguiente, al final del corredor.
Tuve sentimientos encontrados.
Si la respuesta hubiese sido algo así como “¿El profesor Krempe? No sé de qué me habla. En esta universidad nadie con ese nombre ha dado clases jamás”, hasta ahí hubiese llegado la aventura y el único resabio habría sido un tatuaje que ya me encargaría de utilizar como broma para abrir conversación en las fiestas.
Pero no fue así. Y mi destino, en efecto, estaba sellado.
Acudí al despacho del profesor no sin cierto nerviosismo. De acuerdo a mi plan trazado, se trataba de un maestro petulante que habría de descalificarme. Pero ahí comenzaría también a darme cuenta de que, en la comedia de la vida, una cosa es contar con un libreto digno de las más grandes loas y otra muy distinta que los actores sepan al menos qué personaje están representando, ya ni hablar de que puedan memorizar sus parlamentos.
—Profesor Krempe… —dije con timidez al abrir la puerta, una vez que éste me invitó a entrar.
El despacho del profesor era un sueño de pulcritud, los diplomas bien enmarcados, los libros perfectamente alineados, sobre el escritorio tenía un oso tallado en madera que hacía juego con el color de sus carpetas, hojas e instrumentos para fumar. Se trataba de un hombre erguido, de anteojos redondos, melena abundante y patillas profusas. Me recibió con una gran sonrisa.
—Usted debe ser el nuevo estudiante…
—Víctor Frankenstein, para servirle, profesor.
Estrechó mi mano y la sacudió con enorme placer.
—Un verdadero gusto, Víctor. Por favor, siéntese.
De nuevo mentiría si no dijera que me sentí un poco engañado por mi propia premonición. Muy bien, había un profesor Krempe, en efecto… pero no veía lo petulante por ningún lado.
—¿Así que tiene interés en estudiar Filosofía Natural?
—Sí, profesor —dije, extendiendo mis cartas de presentación.
Éste apenas las miró.
—Dígame qué conocimientos trae consigo, Víctor, por favor.
Le hablé, desde luego, de Alberto Magno, Paracelso y otros filósofos que habían entretenido mis lecturas, como ya he contado. Y claro que, mientras hablaba, creía “recordar” (deberán disculparme, no se me ocurre otra forma de evocar mi desvarío) que debido a la mención de tales nombres es que yo era descalificado. Nada más lejos de la realidad.
—¡Alberto Magno! ¡Paracelso! —exclamó con efusividad aquel hombre que, dicho sea de paso, también me parecía disímil físicamente a aquel que se encontraba en mi “memoria”. Uno era pequeño y gordo, en cambio éste, alto y saludable, parecía capaz de correr la legua sin cansarse.
—¡Estupendo! —continuó—. ¡Me encanta que haya elegido a esos hombres para sus estudios!
—Ummh… en verdad creí que me reprendería. Todo el mundo sabe que perseguían quimeras.
—Oh… sí, es verdad —concedió el señor Krempe—. ¿Pero en realidad… qué es la filosofía natural sino ajustarse a lo que la naturaleza ofrece? Pongamos como ejemplo el querer transformar el plomo en oro y no conseguirlo. ¿No es eso en verdad fascinante?
—Eh… Bueno… en mi opinión… no —me atreví a responder después de un larguísimo instante—. No lo creo.
—A decir verdad, yo tampoco. Pero es lo que ofrece la naturaleza —tomó un libro sobre su escritorio y lo arrojó al suelo—. Que las cosas caigan hacia abajo y no hacia arriba. Que la lluvia moje y el sol seque. Y que, además, salga todos los días. Y que cada día tenga veinticuatro horas. Y que el número veinticuatro sea divisible entre ocho y entre tres. ¿No es eso en verdad fascinante y hasta un poco poético?
—Eehhh…
—De acuerdo, no lo es. Pero es lo que nos toca descubrir, ¿no es cierto?
—Eh… ¿Qué, exactamente, profesor?
—Aquello que es fascinante y aquello que no lo es porque así lo dicta la naturaleza. ¿No lo cree?
—Eh… No estoy seguro.
—Por cierto… ¿a usted le gusta la poesía? —dijo, haciendo el amago de sacar algo de un cajón a su izquierda.
—No particularmente.
Dudó entonces y cerró el cajón.
—Como sea —se puso de pie y volvió a estrecharme la mano—. Bienvenido a mi clase. Preséntese puntual, por favor. Soy muy estricto con aquellos que llegan tarde.
—¿Ah, sí?
—Oh… en verdad no lo soy, pero tampoco es algo que uno confiese en el primer día, ¿verdad?
—Eh…
—Lo veo mañana.
Se puso de pie y abrió la puerta y me mostró el camino hacia fuera de su despacho, no sin antes agregar:
—Debe saber que los días que no me presente frente al grupo, lo hará el profesor Waldman, pero él no es alguien con quien usted desee tomar clase. De hecho, nunca falto a mis clases sólo por evitar a los alumnos el mal trago de tener que tomar química con un tipo como ése. Buenos días.
Dicho lo cual cerró la puerta totalmente sonrojado, como si se hubiese salvado por los pelos de alguna especie de catástrofe.
Pensé, de pie en el pasillo, si no habría sido víctima de una novatada y en realidad ése fuera el conserje de la escuela. Esperé un momento fuera de aquel despacho a que algunos alumnos de los grados más avanzados aparecieran y se rieran de mí en mi cara. No ocurrió. Pero algo había ganado: la certeza de que había un Waldman en la universidad. Y, de acuerdo a lo que mi sueño me había dictado, ése sería el hombre con quien tendría que estudiar para llevar a cabo mi proeza científica.
Así que hice lo que cualquiera en mi lugar habría hecho: buscar el despacho de Waldman y presentarme. Me llevó todo el día. El profesor Waldman no tenía en realidad un despacho sino apenas una silla y una mesa junto a la caldera en el sótano. Después de preguntar hasta en los sanitarios, fui finalmente conducido a ese rincón donde el profesor atendía al alumnado.
Al arribar al sitio en el que, flanqueado por pilas de libros, estaba su oficina, noté que se encontraba ausente, así que, descorazonado, solté un previsible:
—¡Voto al diablo! ¡Todo el día buscando al sujeto y resulta que el cretino no está!
Detrás del escritorio surgió una pequeña carraspera. Una de esas tosecitas que utiliza la gente para hacerse notar.
Advertí que, debido a su gran joroba y reducido tamaño, aquel único habitante del sótano no era visible desde la puerta del lugar.
—Buenas tardes… busco al profesor Waldman.
Se arrimó a un lado del escritorio. Era un hombre contrahecho, calvo, de nariz aguileña y un solo ojo útil que sostenía varios libros en ese momento.
—Está perdido, eso es evidente. Así que debe ser nuevo. Le haré una sola recomendación antes de que sea demasiado tarde: huya mientras pueda de esta pocilga que, a falta de mejor nombre, algunos llaman universidad.
Acomodó los libros y, mientras hablaba, noté que le faltaban prácticamente todos los dientes. En el escritorio había una calavera con una vela encendida. Un cuervo disecado. Y un montón de matraces, pipetas y morteros sucios. Por alguna razón pensé que era el atrezzo perfecto para presentar a alguien como él en una novela.
—¿Sabe a qué hora llega el profesor? Quisiera apuntarme a su clase.
Casi en seguida lo advertí.
—Oh. Cuánto lo siento. Usted es el profesor.
Detuvo lo que estaba haciendo y me miró con suspicacia.
—¿Es otra de esas bromas suyas, malditos bribones? —gruñó esgrimiendo un palo y buscando sombras en la noche de su madriguera—. Esta vez no me detendrá mi conciencia. ¡Sé cómo desaparecer un cuerpo de la faz de la Tierra sin dejar evidencia!
—No sé de qué habla, profesor. Es verdad que soy nuevo, pero no estoy perdido. El profesor Krempe…
No me dejó continuar.
—¿Qué quiere ese maldito vago conmigo? Seguro sabe usted que nunca fue a la escuela. ¡Ni siquiera a la de parvulitos! Está aquí porque el titular de Filosofía Natural se emborrachaba un día sí y el otro también. Un día el rector puso a su sobrino a dar clases y tuvo tanto éxito con el estudiantado que se quedó para siempre. Lo único que hace en su clase es leer poesía, ¡mala poesía, además!, y aprobar a todo el mundo únicamente por caer simpático.
No pude evitar recordar la historia de mi propio padre. De hecho no pude evitar recordar la historia de mi propia familia. Y, ya que estamos, la de mi propia persona.
Ya me comenzaba a parecer que hacer encajar los caprichos de mi paso por el mundo en aquel supuesto trazo del destino sería más difícil que enseñar a un mico a recitar a Goethe. Mis hermanos eran unos delincuentes consumados; Elizabeth no era en lo absoluto la novia candorosa de aquel sueño, sino la protagonista de un espectáculo de feria donde doblaba vigas de metal con sus propias manos; mi madre había muerto sin sacramento y con varias blasfemias atoradas en el pescuezo; mi padre no tenía empacho en usar su investidura como un negocio boyante; mi gran amigo Henry Clerval no se había presentado a despedirme, ni siquiera porque apedreé su ventana varias veces antes de partir; y el profesor Krempe era un advenedizo que no enseñaba filosofía natural sino poesía barata.
Me senté, apesadumbrado, en la única silla frente al escritorio del profesor Waldman.
—Por alguna razón, sospecho que no se puede tomar clase con usted tampoco.
Lo solté así, sin más, pensando que tal vez lo mejor sería regresar a casa y quizás enrolarme en la banda de asaltantes de mis hermanos para poder forjarme un porvenir. Tomé un vaso que se encontraba frente a mí y que tenía apariencia de contener whisky. Me lo arrojé a la garganta como haría cualquier ser humano que necesita pasar un mal trago.
—¡Vaya que si es fuerte esta cosa!
Waldman se sentó en su silla, a la que añadía algunas enciclopedias para poder rebasar la línea del escritorio.
—En realidad, la pregunta es… ¿por qué querría alguien tomar clase conmigo?
Pensé en aducir el supuesto trazo del destino que me acompañaba en la bolsa trasera de mi pantalón, pero preferí no parecer un lunático en la primera entrevista.
—No lo sé. Me pareció interesante.
Waldman se rascó la barbilla y me miró con aquel ojo acucioso que no se iba de paseo como el otro que, a todas luces, era de vidrio.
—Pongamos algunas cosas en claro. Número uno. Yo no apruebo a mis estudiantes sólo por aplaudir mis poemas. Número dos. Tampoco me conformo con proyectos mediocres; es necesario sugerir algo en verdad revolucionario para aprobar mi materia. Y número tres, padezco de flatulencias. Si aun sabiendo todo eso, sigue empeñado en tomar clases conmigo, no me parece mal. Seguro está usted chiflado, pero no me parece mal.
—Mi proyecto es dotar de vida a un ser inerte, creado con mis propias manos.
También lo solté así, sin más. Y sin tener a la mano un trago de esa bebida fortísima que recién me había echado en la garganta.
Waldman me miró convencido de que estaba loco. Luego, soltó un gas que puso en evidencia que no mentía. Estudió mi reacción y, después de rascarse la espalda con el pico de su cuervo disecado, se atrevió a hablar de nueva cuenta.
—Las cosas están así. Número uno. Su proyecto es una completa insensatez, una total chifladura, un desvarío detestable. ¡Me gusta! Número dos, tendrá que moderar sus arranques, no crea que no noté que me llamó cretino al llegar. Número tres, soy vengativo, así que ya se lo haré pagar. Número cuatro. Insisto en que tendrá que moderar sus arranques, pues el líquido que se acaba de tomar era orín de rata que tardé tres semanas en juntar para un experimento. Ya me lo repondrá. Y número cinco. Me gusta enumerar. Y me importa un bledo si le molesta.
Dicho esto, me extendió la mano, con un gesto cordial.
—Bienvenido a la clase de Química y Experimentos Inusuales del profesor Waldman.