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Capítulo 3
ОглавлениеVíctor, completamente decidido a seguir el camino de la ciencia, se pone a estudiar matemáticas e idiomas. Durante ese tiempo, toma a sus hermanos como alumnos y sigue estrechando los lazos de amistad con Henry Clerval. Justo a sus diecisiete años sus padres deciden que vaya a la Universidad de Ingolstadt, dadas sus inclinaciones por saber más. Lamentablemente, su madre enferma retrasa su salida; en el lecho de muerte, ella suplica a Víctor y a Elizabeth que se casen, a lo que ambos acceden.
Henry prefirió volver a la ciudad por su cuenta, lo cual no me importó demasiado. Yo estaba impactado por la fuerza de la naturaleza que acababa de presenciar. De pronto me pareció que el camino de mi vocación apuntaba ya hacia otro lado. Tal vez era cierto que había dedicado demasiado tiempo a algo que tenía más que ver con lo improbable que con lo comprobable. Porque tanto mi gran amigo Henry y yo habíamos presenciado a un ente muerto moverse como si tuviera vida… y todo había sido producto de un fenómeno natural perfectamente explicable. Recuerdo que fue como si cayera una venda de mis ojos. Decidí que en la ciencia estaba mi verdadero camino.
Al volver a casa, aún veía lucecitas flotando frente a mis ojos y todavía tenía serios problemas para escuchar, pero eso no impidió que le preguntara a Elizabeth mientras cenábamos:
—Querida prima… ¿qué crees que sea más seductor, un charlatán sin escrúpulos entregado al estudio de patrañas sin fundamento… o… ejem… un hombre de ciencia?
—Pienso… —respondió sin dejar de atender su corte de carne, tardando un poco más mientras masticaba, dándose pequeños golpes en la nariz con la punta del cuchillo— …pienso querido micifuz… que me importa un pepino.
La opinión de Elizabeth, de cualquier manera, me tenía sin cuidado porque de pronto comprendí que ése era mi verdadero llamado de vida. No me cupo duda de que ahí es donde estaba mi futuro, la gloria a conquistar. Y que Elizabeth, con el tiempo, vería en mí a ese hombre que valía la pena admirar y, consecuentemente, amar.
Me enfrasqué a partir de ese día en el estudio de la sustancia que había dado momentánea vida a aquella ardilla muerta: la electricidad. Eso, junto con ciertos estudios de química, matemáticas, idiomas y filosofía natural, me llevó a ocupar las tardes en cuestiones mucho más provechosas. Mi gran amigo Henry Clerval se interesó al fin en mis materias de estudio y era muy común verlo en nuestra casa.
—Está bien… ¿qué es lo que quieres ahora, Frankenstein?
—Nada en especial, Henry.
—¿Entonces por qué enviaste por mí?
—Bueno, somos amigos, y creí que te gustaría estar con nosotros. Hoy voy a enseñar a los chicos un poco de matemáticas. Me parece bien que hayas traído tus revistas.
Cuando ambos teníamos ya dieciséis años, Henry comenzó a escribir a la “Real Sociedad Universal del Estudio de Fenómenos Extraordinarios” emplazada en Londres, con gran regularidad y muy poca suerte. Dado que yo ya estaba labrando mi camino en la vida, él también decidió hacer lo mismo. Se empeñó en ser admitido en la tal Sociedad como uno de sus más distinguidos miembros. No obstante, en todas sus cartas le respondían lo mismo, que para entrar había que descubrir algún fenómeno paranormal, documentarlo y presentarlo ante la Sociedad, cosa que Henry no sólo no había hecho sino que seguramente jamás haría. Desde la primera respuesta, comenzó a buscar por todos lados algo que careciera de explicación para poder documentarlo y acaso presentarlo ante tan solemnes y rigurosos científicos, pero seguía sin tener suerte.
—A menos que tengas algún gnomo cautivo o un unicornio en el armario, no sé realmente a qué vine, Frankenstein.
—No te arrepentirás, Henry.
Pero siempre terminaba arrepintiéndose. Yo daba clases a mis hermanos porque no había escuela que los admitiera y mi padre tampoco quería que crecieran sin saber leer o hacer cuentas. En más de una ocasión ellos asaltaron a Henry o le hicieron alguna broma pesada, pero éramos buenos amigos y él continuaba visitándome. Y no todas las veces le pagué por ello. Elizabeth, por cierto, nunca quiso tomar clases conmigo porque ya había empezado, según ella, a labrar su propio camino en la vida. O al menos no le iba nada mal apostando en la taberna a que podía ganarle a las vencidas al palurdo más pintado.
Así, llegó el tiempo de nuestros diecisiete años. Y fue en esa época que coincidieron varios asuntos que detonaron la real aventura de mi vida, aquella que me trajo hasta este momento, en el absoluto clímax de mi existencia.
Primero, mis padres decidieron que, dado el interés que tenía por la ciencia, debía estudiar en la Universidad de Ingolstadt.
—Víctor, necesitamos rentar tu habitación.
—¿QUÉEE?
—Lo siento, hijo —me anunció mi madre—. Tu padre detectó que podríamos hacer muy buen dinero si hospedamos a todos los jueces y abogados que, saliendo de la taberna, son incapaces de mantenerse en pie. Y pensamos que tu cuarto es el más idóneo para alojarlos. Puedes dormir con el perro. O podrías ir por el mundo en busca de tu destino. Es tu decisión.
—¡No me parece justo!
—También podrías seguir durmiendo ahí pero tal vez no te guste demasiado convivir con borrachos seniles, por mucho que sepan de leyes.
—¡Pues tal vez sí me guste! ¡Ustedes no pueden simplemente echarme de mi cuarto!
—Es tu decisión.
Cierto es que lo intenté, pero a la cuarta noche de no dormir (una en que los magistrados no dejaron de cantar y tirarse pedos hasta que amaneció) preferí replantear el asunto.
—También podría ir a la Universidad de Ingolstadt.
—No se nos había ocurrido —contestó esta vez mi padre mientras atendía la resaca de un colega y William (quien ya podía pronunciar la erre, entre otras monadas) hacía su propio negocio vaciando los bolsillos del hombre cuya jaqueca le impedía abrir los ojos y los oídos sin sentir que le martillaban la cabeza.
—Puedo estudiar química y filosofía natural. ¡Y tal vez haga cosas importantes!
—¿Podrías no gritar, inconsciente? Hay gente que no pasó muy buena noche, para tu información —gruñó el juez, refiriéndose al otro juez.
—¡Y probablemente no vuelva nunca jamás en mi vida a esta casa!
—Es tu decisión.
Coincidió ese tiempo con el hecho de que Elizabeth tuvo también su propia epifanía. Aunque es verdad que lo suyo nunca fue el estudio o las labores del hogar, no se puede negar que no tuviese la inquietud de lo que habría de hacer de su vida una vez que la decisión fuera inminente; probablemente porque en la taberna ya nadie quería apostar con ella dado que siempre terminaban perdiendo.
Desde luego, yo intenté influir en sus planes varias veces.
—Me parece que tendrías que casarte, tener hijos, formar una familia…
—¿Alguien habló? Me pareció oír una voz, pero eso es imposible, pues aquí sólo estamos el minino y yo.
—En serio, prima, considéralo. ¿Qué necesidad tienes tú, como mujer, de pensar en tu futuro si alguien puede proveerte de todo lo que te haga falta?
—Sigo escuchando voces. Tal vez me esté volviendo loca.
—Un reconocido hombre de ciencia podría, por ejemplo, ser un excelente partido…
—Estoy perdiendo por completo el seso. Tal vez si arrojo un cubo de agua al gato dejaré de imaginar que habla.
Obligada por las circunstancias, Elizabeth estaba vestida como para ir a la iglesia porque, cosa rara, iríamos a la iglesia. Ese domingo nos vimos obligados a acudir a misa porque mi madre perdió una apuesta con el ministro; al parecer ella había puesto sobre la mesa de juego las almas de todos los integrantes de su familia… y las perdió. Al final el regateo llevó a que, como pago, bastaría con que acudiéramos al menos a un servicio religioso. Uno. El reverendo se daría por bien pagado si mi madre conseguía llevarnos aunque fuese a una sola misa. Así que nos vestimos, todos, como si fuésemos a un funeral porque en cierto modo así era: el momentáneo entierro de nuestro buen ánimo.
El ministro terminó por disculparnos a medio servicio, pues mis hermanos comenzaron a hacer de las suyas con el dinero de las limosnas, el juez se durmió y la esposa del juez no dejaba de conversar con todo el mundo.
Lo importante vino después, ya en la calle.
Íbamos de vuelta a casa cuando un carruaje lleno de baúles perdió una rueda y cayó de costado sobre una menesterosa, atrapándola entre el fango y el enorme peso del vehículo. Los gritos de la pordiosera eran de genuino dolor, y sólo aminoraron un poco cuando al fin desengancharon a los caballos y el coche dejó de moverse sobre ella. Aunque varios hombres apuntalaron una estaca para intentar mover el coche, por varios minutos no consiguieron hacerlo.
Entonces mi prima Elizabeth, con vestido de domingo, es decir, manga larga, vestido ampón, gorro anudado y guantes (de hecho, un atuendo muy similar a aquél con el que llegó a vivir con nosotros), se allegó al coche y, haciendo a un lado a todos los hombres que pasaban las de Caín para liberar a la señora, ni siquiera se arremangó el vestido y… levantó el coche.
Pero no sólo eso. La indigente salió y se puso a salvo aunque Elizabeth, ante el asombro de todo el mundo, aprovechó para poner el carruaje de nueva cuenta en la posición justa para que le introdujera la rueda el atribulado cochero responsable. Durante todo ese tiempo mi prima no dejó de sostener el armatoste. Durante todo ese tiempo, sin necesitar de ayuda.
En cuanto terminó el espectáculo, los convocados aplaudieron como si hubiesen sido testigos del mayor de los prodigios. Y Elizabeth comprendió que una hazaña como ésa tenía posibilidades. Económicas, se entiende. Acaso porque vio a Ernest y a William hacerse de algunas carteras mientras la gente, impresionada, observaba. O acaso simplemente por el rostro de admiración que mantenían todos a su alrededor cuando al fin se limpió las manos llenas de lodo en el vestido.
En menos de tres días ya tenía el cartel diseñado. Se veía en éste a una dama en forma (ella misma) sosteniendo un mundo por encima de su cabeza, en una postura que recordaba al Atlas griego. “Elizabeth Lavenza, la mujer más fuerte del mundo. Próxima Función: ______ Entrada: 2.5 táleros. Niños gratis. Martes 2x1.”
Recuerdo que mi prima daba los últimos toques al cartel en la sala del comedor, orgullosa de su cada vez más claro futuro y yo estaba a punto de opinar al respecto cuando ocurrió el último acontecimiento de aquel año tan vertiginoso. El único suceso, pongámoslo así, que verdaderamente me permitió conservar la esperanza de algún día unir mi vida con la de mi prima Elizabeth.
—¡Maldita sea tu endemoniada imprudencia, Elizabeth!
Fue el grito que soltó mi madre desde el fondo de su habitación. Corrí a su lado porque era evidente que algo no marchaba. Y porque también era evidente que nadie más acudiría a su llamado. Elizabeth, a pesar de ser la única interpelada, prefería —y por mucho— seguir dando forma a su sueño, retocando el afiche.
—¿Qué es lo que ocurre, madre? —me aproximé a su cama, desde donde había tronado tan iracundo grito.
—¡Se lo dije! ¡Que se encerrara en su cuarto hasta que se aliviara por completo! ¡Pero es incapaz de pensar en nadie más que no sea en sí misma!
Como todos en esta casa, pensé al momento de arrodillarme y tomar su mano. Pero preferí no hablar. Justo recordé que mi prima había estado enferma de escarlatina unas semanas atrás y, aunque mi madre quiso ponerla en cuarentena, Elizabeth no lo permitió. Y anduvo por la casa y por la calle como si nada que temer. Ella, al final, se alivió como siempre se aliviaba de sus enfermedades: haciendo como si no existieran; mi madre, en cambio, ahora tenía unas fiebres espantosas.
—¡Lo más seguro es que moriré! ¡Y sin haber hecho nada de provecho con mi vida!
—Creo que exageras, madre.
—¡Es una maldita desgracia! ¡No conocí el amor! ¡No pude criar un hijo del que me sintiera orgullosa! ¡No pude estudiar o levantar mi propia empresa! ¿Y todo por qué? ¡Porque ustedes no me lo permitieron! ¡Me demandaban tanto que nunca tuve tiempo para mí!
Me di perfecta cuenta de que, en ese momento, lo que quería era estar a solas. Así que solté su mano y me puse de pie. En cuanto me di vuelta, pegué tal salto que creí que moriría de un infarto.
—¡Maldición, Justine! ¿Por qué no te anuncias al entrar a un cuarto?
—Lo siento, Frankie.
—Y no me digas Frankie.
Quisiera decir que me retiré a mi habitación apesadumbrado, pero estaba convencido de que mi madre exageraba y era imposible que muriera. No estaba en realidad pensando en aquello de “hierba mala nunca muere” sino, acaso, en las infinitas deudas de juego que dejaría si pasara a mejor vida. Ni mi padre ni sus deudores se lo permitirían. Así que simplemente lo dejé pasar. Como todos en casa.
Pero un par de semanas después, a mitad de la noche, la nana llamó a mi habitación.
—Víctor, es urgente. Tienes que venir.
Pensé que Elizabeth demandaba mi presencia en sus aposentos (quizá porque había anhelado esa posibilidad desde que mi prima llegó a casa). Me incorporé al instante.
—¿Qué pasa, nana? ¿Es Elizabeth, acaso? ¡Vamos! ¡Pronto!
—¿De qué demonios hablas? ¡Tu madre! ¡Creo que desfallece!
Sentí un ligero impulso de volver a la cama, decepcionado por la noticia, a pesar de estarla compartiendo, en ese momento, con un leguleyo de setenta años que dormía la mona. La nana me golpeó en la cabeza.
—¡Despabílate, muchacho! ¡Tu madre, dije! ¡Quiere verte!
Me dejé conducir hacia el cuarto de mi progenitora, que se había convertido, literalmente, en su lecho de muerte. No sé por qué, pero tuve una especie de visión terrorífica del futuro, como si lo que estaba yo presenciando viniese de siglos posteriores, una especie de escena teatral muy, pero muy distante. Mi madre, en camisón, echaba vapores por la boca con la mirada cristalina puesta en el cielo raso. Justine Moritz había sido bañada en vómito verde, pero no se movía de su sitio. Y la voz de mi madre era significativamente más gruesa, casi la de un barítono con carraspera.
Después de soltar muchísimas maldiciones, hablar en lenguas muertas y volver a vomitar un poco, se echó a llorar.
—¡Víctor! ¡Siempre fuiste mi predilecto! ¿Lo sabes, no?
Me sentí un poco mal por no haber querido acudir al instante.
—La verdad… no, madre. Siempre creí que era William.
—¿De qué hablas? ¡Siempre fuiste tú!
—Pues me toma por sorpresa, madre, a decir verdad.
Justine se paró frente a mi madre con un aspersor eclesiástico de agua bendita, mismo que comenzó a sacudir frente a ella mientras susurraba “Vade retro”. Mi madre rugió contra ella:
—¡Por las barbas de Lucifer, Justine! ¿No puede una simplemente morirse en paz?
—¡Vade!
Mi madre le contestó, esta vez en latín. O tal vez en arameo. Finalmente, volvió conmigo y, tomándome de la mano, me atrajo hacia ella.
—Víctor… debes saber un par de cosas antes de que abandone este mundo.
—No hables así, madre. ¿Por qué habrías de morir? Eres muy joven y…
—¡A otro perro con ese hueso! ¡Seguro que todos están esperando con ansias el minuto en que estire la pata!
—Bueno… en realidad todos están dormidos. Excepto nosotros tres.
—Tengo un par de cosas que confiarte. Una vez que lo haga, podré morir en paz. Escucha con atención.
En ese momento, Justine sacudió el hisopo con fuerza después de haberlo mojado en aquel calderillo de plata que sostenía y me golpeó en la cara.
—¿Podrías alejarte un poco, Justine?
—Lo siento, Frankie.
Preferí no reñirla. Mi madre seguía sosteniendo mi mano.
—La primera es ésta. Hay una aldea en el valle del Matterhorn que se llama…
—Zermatt, sí, la conozco.
—No. Ésa no. “Cola Espinosa de Cabra.” Es una aldea de pastores muy próxima a Zermatt. No figura en ningún mapa.
—Oh. Bien.
—Pues a tres leguas hacia el noroeste de Cola de Cabra hay una pequeña casita. Ahí vive tu primo Otto, quien ahora debe tener unos veinticuatro años. Su madre, mi hermana, me lo encargó. Yo le prometí que iría a verlo cada primavera.
—De… acuerdo.
—¿Sabes cuántas veces lo fui a ver desde que me lo encargó su madre al fallecer, hace quince años?
—Eh… no sé… ¿Unas diez? ¿Nueve? ¿Ninguna?
—¡Cómo te atreves a pensar eso de tu madre!
—Oh… lo siento, es que…
—¡Bah! Tienes razón. ¡Nunca fui a verlo!
Apretó mi mano con fuerza.
—¡Tienes que ir a ver si está bien! Yo iría… pero no creo llegar a la siguiente primavera. De hecho, no creo llegar al lunes próximo. Es más… no sé si valga la pena que me consideren para el desayuno.
—Pero… —objeté—. ¿Por qué no simplemente trajiste a mi primo a vivir con nosotros como hicieron con Elizabeth?
—No se podía.
—¿Por qué?
—Bueno… lo comprenderás ahora que lo conozcas. Si es que aún vive. ¡Prométeme que irás a cerciorarte de que no se lo han comido los lobos! ¡Necesito que me lo prometas para poder morir en paz!
—Eh… está bien, lo prometo.
Tomó mi mano y la besó, lo cual fue un poco desagradable pues todavía tenía en los labios un poco de esa baba verde que había expulsado minutos antes.
—Ahora, ¡lo segundo! —repuso enseguida.
Fue justo ese el momento en que comprendí que tenía una oportunidad de oro. Y no podía dejarla escapar como si nada.
—Espera, madre. ¡Necesito antes que tú me hagas un favor!
—¿Un favor? ¿No ves que la que muere aquí soy yo?
—Es un favor muy pequeño, madre.
—¡Pero aún tengo algo que decir respecto a mi testamento! ¡Respecto al dinero que…!
—¡Es sólo un favorcito! Ya que estás muriendo, creo que puedes hacer algo por mí. ¿No decías hace un momento que soy tu predilecto? No querrás poner en riesgo la promesa que acabo de hacerte.
—¿Me estás chantajeando? ¡Es increíble!
—No lo veas así, sólo digo que… bueno, sí.
Aproveché para limpiar la baba de mi mano con un pañuelo que me extendió Justine.
—Está bien —capituló ella, concesiva—. No me extraña de ninguno de los miembros de esta familia. Justo por eso… bueno, en fin, dime qué quieres.
—¡GRACIAS! —dije en un arrebato de alegría.
Lo siguiente fue tan veloz que casi no lo recuerdo con claridad, pues mi mente volaba y mi corazón saltaba de alborozo. Me aproximé a ella y le susurré en el oído mis planes. Luego corrí fuera de la habitación, desperté a Elizabeth y volví al lado de mi madre con mi prima apenas tratando de cobrar consciencia, despeinada, legañosa y hasta en bata de dormir.
—¿SE PUEDE SABER QUÉ %⁄*(%&!@ ESTÁ PASANDO? —soltó Elizabeth en cuanto entramos a la habitación de mi madre y la hice arrodillarse frente a la cama.
—¡Te lo acabo de decir, Elizabeth! ¡Mi madre está muriendo y ha pedido vernos de emergencia!
Hasta ese momento advertí que Ernest también se encontraba ahí dentro. De hecho sostenía una pequeña biblia y una estola alrededor de su cuello. Por lo visto, también había participado en el pequeño juego de Justine.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí, Ernest? —gruñí.
—… …. …
—No importa. Serás nuestro testigo.
Y así, mi madre tomó las manos de ambos, Elizabeth y yo, arrodillados frente a ella. Debo admitir que se esmeró bastante en su papel de moribunda.
—Queridos hijos míos… cof… cof… estoy a nada de partir… pero antes quiero pedirles… cof… cof… demandarles… por caridad cristiana… que me prometan que una vez que me haya ido… unirán sus vidas en santo matrimonio…
Elizabeth soltó la mano de mi madre como si la quemara.
—¡Uo uo uo uo uo! ¡No tan de prisa! ¿De qué habla, señora? —he de decir que ella nunca dio trato de tía a mi mamá ni de tío a mi papá. Mi madre me castigó con una sutil mirada que claramente significaba: “¿En serio no esperabas que reaccionara así? ¿Y ahora qué se supone que yo haga?”. Pero me mantuve en mis trece. Así que mi madre retomó su papel.
—En serio… hija… cof… cof… tienes que darme este último regalo… cof… cof… es por el bien de ambos… tú eres una buena muchacha… y Víctor, el mejor de los hombres… cof… cof…
Traté de hacer entender a mi madre que no debía exagerar o podría caerse el teatrito, pero no lo conseguí. Aunque, a fin de cuentas, puede que haya funcionado mejor así.
—… es lo único que quiero pedirles… cof… cof… mi última voluntad es que unan sus vidas… háganlo por darme una postrera felicidad… cof… cof… una…
Elizabeth se mostró claramente impresionada. Y a decir verdad, a mí también me estremeció la enorme actuación de mi madre, pues comenzó a ponerse de un color que era más la combinación de varios colores, principalmente el gris, el verde y el púrpura. Y su dificultad para respirar era notoria.
Elizabeth se acercó a ella y apretó con fuerza su mano.
—¡Hey, señora! ¡No haga esto! ¡Tiene que vivir! ¡Llamaremos a un médico! ¡A un sacerdote! ¡Algo!
—…. prométanlo… cof… pro…
—¡Está bien! ¡Lo prometo! ¡Lo prometo pero suelte el aire! —gritó Elizabeth, preocupada.
—¡Y YO! —me apresuré a exclamar, tratando de no mostrarme demasiado jubiloso.
Mi madre resopló y pareció componerse como por arte de magia. El color rosa pálido volvió a sus mejillas e hizo un esfuerzo por incorporarse.
—Por cierto… ¿sabían que mi gran sueño en la vida siempre fue conocer las playas del Mediterráneo?
—¿QUÉ?
—Como sea —soltó—. Ahora la segunda cosa que necesito que escuches, Víctor. Es algo referente a mi testamento y el lugar en el que…
Hizo una pausa que se nos hizo eterna. Miró hacia la pared, totalmente inmóvil, como si en ella pudiera encontrar algo que había olvidado muy a su pesar. Pareció estar haciendo un arduo trabajo mental por traer a su memoria algún añejo y necesario recuerdo.
—¿El lugar en el que…? —dije yo, instándola a continuar.
Ella seguía concentradísima en el tapiz de flores de lis de su cuarto.
Lo notamos Elizabeth y yo al mismo tiempo. La temperatura corporal de mi madre, o al menos de sus manos, se fue a pique. Se puso como de hielo. Creo que todos advertimos al instante qué es lo que en realidad había pasado, aunque fue Ernest el que se animó a corroborarlo. Se acercó a ella y, con el dedo índice, la empujó del hombro. Mi madre se dejó ir hacia atrás totalmente paralizada.
Había muerto a mitad de una frase.
Justine Moritz le cerró los párpados y apagó las velas. Elizabeth, como si aún se encontrara a mitad de un sueño, salió del cuarto lentamente, sin decir palabra. En cambio Ernest, que casi nunca hablaba, se atrevió ahora a opinar.
—Reclamo el derecho de quedarme con el cuarto que acaba de quedar vacante.