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Elizabeth Bishop: recuerdos de una niña

A Mauricio Bach debemos la estupenda iniciativa de acercarnos la obra de Elizabeth Bishop (Worcester, 1911-Boston, 1979), una autora esencial para la cultura literaria estadounidense aunque inaccesible en español, si exceptuamos los cuatro poemas que tradujo de ella Octavio Paz y que incluyó en sus Versiones y diversiones (Círculo de Lectores, 2000). Como nuestro conocimiento de poéticas femeninas norteamericanas acaba en Emily Dickinson, resulta interesante revisar la opinión de Harold Bloom, quien considera a Bishop, junto con Marianne Moore (ambas fueron íntimas amigas) y May Swenson, el trío nacional lírico de mujeres más destacable del siglo XX.

Bishop vivió en distintas ciudades de la costa este de su país, viajó por Europa y permaneció largas temporadas en México y, sobre todo, Brasil. Entre sus selectas amistades se contaban Ezra Pound (sobre el que escribió un poema tras visitarlo en el sanatorio donde se encontraba el poeta), Randall Jarrel, Robert Lowell, Pablo Neruda y Octavio Paz, al que Bishop tradujo al inglés. Publicó libros de cuentos y de memorias, pero permanece gracias a sus cuatro poemarios: North & South (1946), A Cold Spring (1955), Questions of Travel (1965) y Geography III (1976).

Pero Una locura cotidiana (Lumen, 2001) —título quizá demasiado licencioso si tenemos en cuenta el original The Collected Prose— no reúne los versos de esta prestigiosa escritora y pintora de Massachusetts, sino otra parte muy breve de su trayectoria literaria: su narrativa corta en forma de ocho cuentos escritos entre 1937 y 1977 y que, en su día, habían aparecido en algunas de las más importantes revistas de la época, como nos informa el traductor en un conciso prólogo.

Huérfana desde muy niña, acostumbrada a cambiar de ciudad con cierta frecuencia y a convivir con parientes cercanos, todas las creaciones de Bishop tienen un acento marcadamente autobiográfico que nos trasladan a sus recuerdos infantiles, a la reconstrucción de la mirada analítica de una niña sin raíces ni estabilidad. El detalle, la descripción de gestos y ambientes, la memoria fotográfica son rasgos estilísticos que hacen de algunos de estos relatos sugerentes historias y de otros un pesado escollo. No obstante, quisiera destacar los tres primeros: «El bautismo», la conversión fanática de una muchacha a la religión baptista; «La mar y su orilla», un curioso seguimiento de la rutina de un individuo que limpia de papeles la playa para luego leerlos en su casa; y «En la prisión», la confesión de un hombre que anhela convertirse en presidiario.

El resto de cuentos se me antojan extraños y grises pese a que la crítica oficial nos diga que debemos admirarlos: «Los hijos del granjero», «El ama de llaves», «Gwendolyn», «Recuerdos del tío Neddy» y «En el pueblo» (recreación de la demencia que sufrió su madre) poseen esa especial vista desde la niñez, pero creo que, narrativamente, carecen de garra y son fácilmente propensos al olvido al lado, por ejemplo, de los relatos de Flannery O’Connor o Carson McCullers, por citar dos mujeres de generaciones próximas que, en cambio, infiltraron mayor talento poético y novelesco a sus propios cuentos.

El fruto de la vida diversa

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