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Charles Bukowski: cierto encanto detestable

Fiel a la idea de que el genio penetra en lo profundo tomando un camino sencillo, siendo el mayor discípulo de la frase de Hemingway «Escribe la frase más sincera que puedas», Charles Bukowski escribió poemas como si, en algún lugar bar del este de Hollywood, pudiéramos compartir con él una mesa cara a cara. Porque, en realidad, sus lectores son oyentes del relato de su vida diseminado en novelas, cuentos, poemas y diarios, así que es difícil buscar a Bukowski en los manuales ortodoxos de la historia de la literatura —no escribamos estas líneas cual «pulpa de langosta putrefacta», que era como llamaba él a los críticos literarios, sino como lectores admirados de la literatura y la pasión por manifestarse libremente del escritor germano-californiano (se trasladó a los tres años a Estados Unidos)— pese a que, en los últimos tiempos, el nacimiento en Norteamérica de una oleada de estudios indiscriminados, tan atacada por Harold Bloom, recupere autores proscritos. Tampoco se hallará a Bukowski en las antologías al uso ni en la generación beat, a la que se le asoció sin ser partícipe del grupo que formaban Allen Ginsberg —al que ridiculiza en un poema; sentía envidia por su fama—, Jack Kerouac —tituló una de sus piezas «En busca de Jack»— o William Burroughs, al que reprochó injustificadamente que perteneciera a una acaudalada familiar empresarial. La camaradería de estos no casaba con su espíritu solitario.

Todo lo contrario: a Bukowski hay que descubrirlo en la pasión de los lectores sin prejuicios, desobedientes de todo lo que proceda de la crítica oficial. Por eso sigue siendo el rey de la cultura underground, de la rebeldía, del spleen y del erotismo literario moderno. Así lo entendió Gregorio Morales, que lo incluyó en su Antología de la literatura erótica (Espasa Calpe, 1998) destacando su capacidad de subversión: «Sólo quien renuncia a las comodidades y cantos de cisne de la sociedad contemporánea puede ser el héroe. En este mundo donde todo es imagen y publicidad, Bukowski opta por la verdad». Y la verdad es pura y tierna, insoportable y hermosa, prosaica y poética, luminosa y oscura. Siempre los extremos para «saber atravesar el fuego», pues sólo así se obtiene la sinceridad necesaria en una comunicación que, a veces, tiene resultados tan ricos como la traducción de Eduardo Iriarte Goñi de los poemas escritos entre 1970 y 1990 y que recibieron ese título que hacíamos asomar: Lo más importante es saber atravesar el fuego (La Poesía, señor hidalgo, 2002).

Como el protagonista ficticio de los poemas neoyorquinos de José María Fonollosa, Bukowski pone a hablar a un sujeto poético desde las calles de Los Ángeles, aunque el suyo tiene nombre y apellido: Henry Chinasky, el alter ego que ideó para su primer libro, Cartero (1971), inspirado en Arturo Bandini, la máscara literaria de su escritor predilecto, John Fante, otro marginal de L.A. que le ayudó a convencerse de que un libro podía nacer de las entrañas gracias a la lectura, en su juventud mísera y ya alcoholizada, de Pregúntale al polvo, Bandini. En plena Gran Depresión, Bukowski ya había decidido estar borracho siempre y escribir narrativa. La poesía vendría después, tras ingresar en el hospital con una úlcera de estómago a los treinta y cinco años. El tono coloquial propio de sus narraciones iba a concretarse en una puntuación alocada que evitaba las mayúsculas y encadenaba fuertes encabalgamientos en versos libres. Caos y orden. El caos del vivir y el orden del escribir.

En esos extremos se balancea a diario el joven que se enfrenta a la vida más dura y autodestructiva en lo que acabará constituyendo la mejor fuente para sus escritos, que reflejan el alcohol diario, el persistente guiño suicida, la muerte buscada y al final evitada por suerte, voluntad en el último momento o reacción irónica hacia la propia calamidad. Ya en sus primeras escapadas por Estados Unidos, para huir del ambiente represivo de sus padres y su absoluta inadaptación a todo ámbito estudiantil o laboral, estuvo a punto de morir de inanición, habiendo perdido casi treinta kilos, cuando vivía en la más pura miseria. «Tenía un pan de molde cortado y tomaba una rebanada al día, seguida de un bocado de una barra de dulce Payday», cuenta su biógrafo Barry Miles (Charles Bukowski, Circe, 2006), reseñando un momento aciago que el autor protagonizó en una pensión de mala muerte de Atlanta en la que, de repente, vio un cable eléctrico que colgaba del techo: «Jugueteando con sus impulsos suicidas, alargó la mano para agarrarlo, acercándola cada vez más, si saber si tenía corriente o no». Pero el impulso de escribir anularía la pulsión suicida, cuando vio en los márgenes de un periódico un espacio para poner en ellos sus pensamientos.

Tal impulso autohomicida no lo abandonará nunca. En 1951, conviviendo con una mujer de la calle llamada Jane, juerguista y alcohólica, con la que discutía agresivamente y sufriría varios desalojos por beber demasiado y hacer ruido tras las denuncias de diversos vecinos, «parece ser que llevó a cabo un par de tentativas de quitarse la vida poco entusiastas durante ese periodo», en el cual «el talante de Bukowski fluctuaba entre el júbilo beodo y la depresión suicida». Cuatro años más tarde, con sólo treinta y cinco, su cuerpo se resiente del alcohol y un día despierta sangrando por la boca y el ano; una ambulancia lo lleva a una sala de beneficencia del hospital general de Los Ángeles y le hacen varias transfusiones de sangre con un pronóstico claro: otra hemorragia, provocada por el consumo de alcohol, le matará. Pero para Bukowski abstenerse del whisky, el vino o la cerveza va a resultar imposible: era el combustible, la excusa, para no terminar por suicidarse. En una entrevista de 1990, habló de que «la bebida no es una forma lenta de suicidio sino una fuerza disuasoria contra el mismo. Es la única diversión que se les permite. El último milagro barato y fácil de conseguir. Cuando llegaba del matadero o de la fábrica, aquella botella de vino era mi salvación».

En esa misma época de los años cincuenta intentaría suicidarse cerrando las ventanas y abriendo el gas. Se echó en la cama y se durmió, pero le dio tal dolor de cabeza que se despertó y al cabo se levantó riéndose de sí mismo y yendo a por unas cervezas y cigarrillos. La necesidad de beber era clave para escribir, si bien reconoció haber escrito algunos buenos poemas bajo de los efectos de tremendas resacas. De poco le servirían las recomendaciones de Henry Miller, que en una carta le dijo: «Espero que no te mates con la bebida. Sobre todo cuando estás escribiendo. Es una forma segura de acabar con la fuente de inspiración. Bebe sólo cuando estés contento si puedes. ¡Nunca para ahogar las penas y nunca solo!». Pero eso es lo que le gustaba: beber a solas, a todas horas. Lo cual no podía más que conducir a otra hemorragia como la anterior, que estalló un día de 1965 en que vomitó medio litro de sangre. «Se estaba matando lentamente con la bebida», dice Miles, en una época en que vivía con su mujer Frances y tenía una niña, Marina, de un año, que no le dejaba escribir a sus anchas aunque la adorara. «Estaba perdiendo el control de la bebida poco a poco: a finales de mayo bebía tanto que un día se cayó en el cuarto de baño y se vomitó encima».

Todo lo dicho acabará por convertirse en asunto poético. Porque leer su poesía significa adentrarse en lo cotidiano de la memoria de su vida, aquellos pequeños gestos que lo dicen todo: el padre ejemplifica la agresividad doméstica constante en la infancia, como vemos, en Lo más importante es saber atravesar el fuego, en «Los ratones»; en la adolescencia «el mundo no tenía ningún sentido / para mí» («Pershing Square, Los Ángeles, 1939»); la juventud, plagada de ignominiosos empleos, tiene su reflejo poético en «Mi gran momento», y de este modo hasta la temprana vejez que proporciona la lucidez del alcohol y un entorno lleno de prostitutas, asesinos de barrio, vagabundos, locos y drogadictos. «He nacido para vivir con los desahuciados», dice en el sensacional «El significado de todo» y, en efecto, su unión con los suburbios es total, caso de «Malos tiempos en Carlton Way».

En paralelo, Bukowski se entretiene poetizando su devoción por la música clásica —qué maravilla «Unas notas sobre Bach y Haydn»—, los perros, algunos poetas —«A Lorca lo mataron en la cuneta pero aquí / en América los poetas nunca han cabreado a nadie. / los poetas no arriesgan» («Agresión»), las apuestas en el hipódromo y los recitales al que era invitado con frecuencia. El resto es pura decadencia con las mujeres («Amor desaliñado»), escepticismo frente al arte, el cual «no ha mejorado la vida tal como / debiera» («Poema navideño para un tipo en chirona») y un hastío semejante al de Cioran cuando se definía como un individuo no pesimista, sino violento. Desde el sinsentido de la vida, ambos construirían un estilo vivificador; el mismo que habrían de consolarnos gracias a poemas como estos y de tantísimas otras ediciones que han ido colmando las librerías en español durante los últimos lustros, invitándonos a, en la brusquedad, encontrar la belleza, en la sinceridad sin tapujos, una forma de vida y escritura.

Bukowski, como autor superventas de poesía, algo insólito, en todo caso ya no sólo pertenece a la cultura underground, desde luego, a la mitología de los muchos que, más que escribir inspirándose en el escritor descarado por antonomasia del siglo XX, deseaban en vano ser igual de malditos o políticamente incorrectos. Porque nadie como él sirvió de ejemplo del genio inadaptado que adopta una imagen de permanente enfrentamiento; ni siquiera rebeldía, sino simples ganas de llamar las cosas por su nombre. A medida que pasa el tiempo, esa postura contraria a todo lo establecido se vuelve cada vez más excepcional por inhabitual; también más auténtica. Y algo parecido ocurre con su poesía.

En cierta manera, a mi juicio son precisamente sus versos los que van ganando terreno tal vez en detrimento de su narrativa, a menudo compuesta, como en La máquina de follar (1974), por meros relatos humorísticos, innegablemente entretenidos por su imaginación delirante, su erotismo zafio y su trasfondo decadente, pero repetitivos en su plano biográfico, superficiales en cuanto expone sin sutilezas una realidad descarnada o absurda. Ahí entra entonces lo que aporta el terreno poético, dando un paso más allá en la interpretación de esa realidad monótona, desgraciada y vulgar que Bukowski no se cansa de explotar en cada página. De este modo, su poesía es la prolongación sublimada de su prosa; es su síntesis, un género distinto concebido desde parámetros idénticos: mismos ritmo, lenguaje y ausencia de mayúscula al inicio de las frases.

Bukowski empezó a escribir poesía en ese punto de inflexión que sufrió su salud, en la mitad de la treintena —el mismo momento en que inició su obsesiva afición de apostar en los hipódromos—, y es el mejor antídoto para todo el que quiera huir de la poesía hermética que se nos suele imponer desde la crítica, la academia y los premios. Y además, hay material ingente entre el que elegir. Basta con leer otras dos recopilaciones como Arder en el agua. Ahogarse en el fuego (La Poesía, señor hidalgo, 2004) y Poemas de la última noche de la Tierra (DVD Ediciones, 2004); y los menciono en el mismo párrafo porque la comparación entre ambos poemarios era sumamente interesante. En el primer caso, teníamos unos «Poemas escogidos 1955-1973», es decir, se trataba de la etapa inicial de Bukowski como poeta; el segundo constituía el último libro que publicó en vida y del que tenemos constancia en su diario El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco (Anagrama, 1998) cuando alude a su título, «llegado en sueños: “Los poemas de la última noche de la Tierra”. Se ajustaba al contenido; poemas que hablaban de la finitud, la enfermedad y la muerte. Mezclados con otros, por supuesto. Incluso algo de humor». Bukowski tiene más de setenta años y, no obstante, reconoce escribir cada vez más y mejor en busca de una poesía «transcendente».

Es cierto: sus textos, fieles por completo a su estilo de siempre, se alejan del temperamento rabioso, apresurado o a menudo anecdótico —también palpitante, energético, contundente gracias a sus inacabables recursos coloquiales— que presenta en muchos momentos Arder en el agua…, aunque encontremos en él poemas espléndidos como el maravilloso «no vengas por aquí pero si vienes….», sobre el deseo ambiguo de soledad y amor. «Ahora me van los matices y las sombras», decía en su diario; algo que se nota incluso en cómo titula los poemas, con una mayor moderación en su etapa final en contraste con el despreocupado desbordamiento léxico de sus comienzos, propio casi de la escritura automática. Simplemente, Bukowski tenía un don.

Un don para, en Arder…, de una simple observación —la actitud de su casera, un perro que no defeca, ir a recoger el correo— se convirtiera en materia poética, en un vistazo común y corriente a la existencia llena de estupidez, gracia, demencia, escatología, pasión. En suma, una habilidad intrínseca, autodidacta para, en Poemas de la última noche…, traer al presente viejas experiencias de sus días en los bares, la convivencia con mujeres tan alocadas como él, la lucidez que proporciona el alcohol y la música clásica, el eterno consuelo que significa la escritura. Y es que, como dijo en Shakespeare nunca lo hizo (Anagrama, Barcelona, 1999), la crónica de un viaje en 1978 a Francia y Alemania: «Yo no era un hombre que pensara, yo me movía por lo que sentía y mis sentimientos se dirigían a los lisiados, a los torturados, a los condenados y a los perdidos, no por compasión sino por camaradería, porque yo era uno de ellos, perdido, confuso, indecente, miserable, miedoso y cobarde».

Antes decía que su prosa pasa a un segundo plano con respecto a su poesía; la prosa de aparente ficción, porque la que responde a textos de vivencia propia sin filtros aparece a veces como la mejor parte de su obra. Fue el caso de Fragmentos de un cuaderno manchado de vino. Relatos y ensayos inéditos (1944-1990) (Anagrama, 2009), en los cuales el dios personal del poeta, la Sencillez, tenía un fulgor especial, sobre todo en los textos que dedicaba a Hemingway, Pound, Artaud, Fante, si bien es cierto que la selección de cuentos eróticos o humorísticos, en particular la serie «Escritos de un viejo indecente», o en los artículos autobiográficos, tan directos y vibrantes, era realmente afortunada.

La edición del libro venía a cargo de David Stephen Calonne, que definía el estilo de Bukowski como una combinación de «dureza existencial» y «brío cómico». Buena observación, surgida de entender el alcance de la confesión autobiográfica del autor, que ni siquiera en un volumen recopilatorio como este sonaba repetitiva, sino siempre nueva, asombrosa y coherente con lo expuesto aquí y allá. Decía hacia el final: «Andaba tirado en los estercoleros. Estaba un poco tarado pero era una locura extraña porque la nutría. Dejaba que mi mente describiera círculos, se mordiera su propio culo. Aguijoneaba mis instintos, alimentaba mis prejuicios. La soledad era mi as, la necesitaba para hinchar la realidad. Valoraba de veras el ocio, era mi chute. Estar a solas conmigo mismo era el asilo». Una vida paupérrima, pues, y a su manera tremendamente plena, pese a tener más tiempo empeñada la máquina de escribir que en casa, pese a empezar a publicar en revistas underground y pornográficas. Es el arte de la calle, la voz íntima que habla de los desposeídos, ignorados, antisociales: de sí mismo, a veces mediante textos que son manifiestos estéticos, como «En defensa de cierta clase de poesía, cierta clase de vida, cierta clase de criatura de sangre que algún día morirá» o «Un delirante ensayo sobre la poética y la condenada vida escrito mientras bebía media docena de latas de cerveza (altas)». Poeta grosero, tierno, honesto: ser excepcional, el único autor de culto a ras de los cristales de las botellas con los que se cortaba lo pies cuando andaba descalzo por su casa tras emborracharse.

A aquellos Fragmentos de un cuaderno manchado de vino le siguió una segunda parte, Ausencia de héroe, correspondiente a otra etapa superpuesta, 1946-1992, con lo que teníamos dos volúmenes similares tan rotundos como extraordinarios: dureza, entretenimiento, seria reflexión enmascarada en un tono relajado y raudales de sinceridad y cómica grosería llenaban todos esos textos. Así, más o menos a mitad de esas cifras citadas, en 1969, Bukowski vive otro punto de inflexión, pero esta vez editorial: John Martin, responsable de Black Sparrow Press, decide ayudarle económicamente para que se dedique íntegramente a la literatura; es entonces cuando acaba su primera novela, Cartero (su único trabajo estable hasta entonces había sido en una oficina de correos) y empieza a hacerse popular gracias a su serie indecente, siempre con un toque pornográfico decadente y divertido. En cualquier caso, no hay diferencia en su actitud entre el Bukowski de la primera época, en la que solía recibir rechazos de las revistas y editoriales y malvivía en cuchitriles de mala muerte, y el segundo, ya como estrella de recitales en universidades o locales alternativos, de lo cual también el lector podía dar cuenta en el libro gracias a unas crónicas desternillantes, con un ritmo narrativo incomparable y diálogos que, de tan naturales que suenan, parecen haber sido sacados de la vida real por el conducto más directo posible.

Sobre ese segundo Bukowski, que llenaba a rebosar auditorios o librerías y tenía cada dos por tres atractivas chicas a la puerta de su casa dispuestas a tener sexo con él simplemente atraídas por su malditismo, cabe decir que no se vio liberado del instinto de darse muerte pese a su fama y éxito, muy en particular en Alemania, donde sus libros se vendían de forma masiva: «El impulso suicida le había acompañado desde la infancia y su biografía está plagada de tentativas menores de hacerse daño como, por ejemplo, bailar sobre cristales rotos, romper las ventanas y asomarse luego por ellas, amén de beber abusivamente en contra de las órdenes de los médicos, algo que él mismo definió como “suicidio lento”», escribe Miles. Otra de sus prácticas peligrosas era, después de emborracharse, ponerse a dormir en medio de la autopista para ver si lo atropellaban. Pero no hubo suerte en este sentido —a veces, dejaba que esa idea mortuoria se esfumara conduciendo en coche por barrios desconocidos hasta que entraba en alguna cafetería y escuchaba las trivialidades de la gente corriente y volvía a casa—, y tras la muerte de Jane, que le afectó profundamente, insistió en beber sin cesar, indiferente a otra hemorragia que por necesidad resultaría mortal: «Beber es una forma de suicidio en la que se te permite volver a la vida y empezar todo de nuevo al día siguiente. Es como suicidarte, y volver a nacer luego», afirmaba en otra entrevista, de 1974. Por eso Miles lo llama maestro de la resurrección.

En cualquier caso, más allá de que la bebida afecte a su comportamiento y ánimo, la entrega a la literatura, para el autor de Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones, es siempre la misma; Bukoswki parte de sus vivencias más cotidianas y miserables y, estimulado por ellas, mantiene una intensidad literaria constante tanto en sus inicios como en sus años últimos: «Los dioses se portaron bien conmigo. Me tuvieron jodido. Me obligaron a vivir la vida. Me resultaba muy difícil salir de un matadero o una fábrica y volver a casa y escribir un poema que no me saliera plenamente del corazón. Y mucha gente escribe poemas que no le salen directamente del corazón», escribe en «Maltrata a sus mujeres». Calonne dice que estas frases constituyen la mejor poética de Bukowski, y lleva razón. Verdaderamente, los dioses fueron benévolos con él en aquel hospital donde se desangraba en una sala de enfermos terminales y veía cómo se iban llevando varios cadáveres cada día. El destino le había reservado una fuerza de resistencia inusitada y un talento excepcional. John Bryan, director de una revista en que publicó poemas y un amigo que incluso se ocupaba de cuidarle, prestarle dinero y hasta de atender a la niña Marina, dijo de él: «Sabíamos que el cabrón era un pendejo, pero también sabíamos que era un pendejo GRANDIOSO. Bukoswki nació con suerte. Poseía energía y estilo ilimitados. Podía producir insólitas cantidades de poesía y prosa de primera de una sentada. Tenía cierto encanto detestable. ¿Cómo puedes odiar semejante talento?». Al final, Bryan, como muchos otros, se sentiría traicionado por Bukowski al ver que se había aprovechado de su buena fe o escrito cosas falsas o humillantes sobre él, y tras su muerte, diría que fue «un gran escritor y un ser humano abominable».

Esa vida de alcoholismo extremo, de deslealtad frente a los que confiaban en él y le ayudaron, de mujeres de ínfima extracción social que le dieron tanto placer como quebraderos de cabeza y de vecinos dementes colmaron su sed de libertad, de degustar lo freak, de disponer de materia real que novelar o poetizar. De continuo, estaba buscando situaciones sórdidas —como cuando salía a buscar pelea en los bares simplemente por el mero placer de hacerlo; Miles llama a eso «violencia etílica»— con las que luego trabajar literariamente; fue el caso, por ejemplo, de cierta época en que, algo falto de inspiración y sumido en la melancolía, cuando no en la necesidad de compañía, se relacionó mucho con jóvenes yonquis que se acostaban con él a cambio de comida o algo de dinero y que le introducirían además en las anfetas, los barbitúricos, la cocaína y otras drogas.

Y de oportunidades para leer cosas inéditas sobre todo ello nunca faltan, a tenor de una novedad del año 2019, Las campanas no doblan por nadie (Anagrama), título tomado del último relato que se recogió aquí. Se trataba de cuentos extraídos, sobre todo de la serie que Bukowski fue publicando en L. A. Free Press, con el referido título de «Escritos de un viejo indecente» en los años setenta, y se pudieron leer otros que aparecieron, por ejemplo, en las revistas Hustler y Oui en los ochenta e incluso uno que jamás vio la luz, de 1948, «Una cara amable, comprensiva».

El responsable de la edición, otra vez Calonne, decía que era posible percibir la evolución del autor —algo que me atrevería a cuestionar, pues Bukowski cultivó con coherencia su voz narrativa— y encontraba un nexo común: «En Bukowski, el narrador acostumbra a observar lo que ocurre sin poder hacer nada, sin comentarlo. Es al mismo tiempo cuasiparticipante y observador». Tal cosa, en efecto, era una de las audacias de los argumentos del escritor, que presentaba escenas de sexo y violencia, fundamentalmente, en un entorno de alcohol, demencia y perdición total, con la figura femenina como objeto sexual o ser entregado obsesivamente al hombre, a veces el propio Bukowski parapetado en su seudónimo Chinaski. Sin embargo, advertía Calonne, «estos relatos también dejan constancia de la amplia variedad de registros de Bukowski; puede ser ingenioso, despreocupado, íntimo y zalamero y prueba suerte con diferentes géneros: ciencia ficción, una parodia de western, relatos sobre jockeys y jugadores de fútbol americano»; e incluso abordaba en algunas páginas delirantes «la agitación política y social del segundo lustro de la década de 1960».

No estábamos, de todas formas, ante uno de los Bukowski que conocíamos, el que habló de los desposeídos, ignorados, antisociales: de sí mismo, en definitiva. Había, cómo no, en Las campanas no doblan por nadie algunas historias disparatadas, con asesinos o secuestradores de aviones convertidos a la vez en violadores de azafatas. Así que era un libro ante el que el autor dio rienda suelta a su imaginación pornográfica, con destellos de humor desternillante, con la sensación de estar pendiente de convertir en negro sobre blanco las mil y una anécdotas que vivió en persona en las calles de Los Ángeles, como autor reconocido al que la gente quería conocer. Gentes fascinadas por los escritos de un hombre que combinó la dureza y el entretenimiento y y empezó a hacerse popular gracias a su serie «indecente», siempre con un toque erótico decadente pero no apto para feministas.

Por último, otro asunto, más allá de esta serie de excesos sexuales, alcohólicos, violentos y drogodependientes, sería un ámbito de su vida, el epistolar, mucho más desconocido, en que se distinguió como un hombre reflexivo, consciente de su arte, sin abandonar su escritura torrencial ni su desenfado expresivo, como se pudo leer en Noche de escupir cerveza y maldiciones, que era a la vez una ocasión para conocer la extraordinariamente curiosa vida de la musa de escritores Sheri Martinelli (1920-1994), belleza que encandiló a todo tipo de artistas, modelo de Vogue, amante —el trato sería más propiamente el de «nieta» adoptada— de Ezra Pound cuando este residía en el Hospital Psiquiátrico de St. Elizabeths encerrado por fascista, pintora, alma liberal atraída por las drogas, la promiscuidad y lo espiritual, interlocutora por escrito (que es lo que ahora nos importa) de Bukowski.

La edición de esta correspondencia que comprendía los años 1960-1967, de Steven Moore y traducida por Eduardo Iriarte, nos introducía según este último en «el fresco de una época y unos ambientes desde dos puntos de vista que nunca llegaron a confluir; un proyecto literario conjunto, una historia de hallazgos y desencuentros escrita a cuatro manos». Moore, por su parte, nos contaba la historia de esta relación sólo epistolar, pues nunca se verían en persona, entre una mujer desorientada y otro ser perdido que usaban un mismo lenguaje para no coincidir en nada, salvo en el aprecio por Pound. Todo comenzó con una carta en la que Martinelli rechazaba unos poemas de Bukowski para una revista, acusándole de que carecían de «brío». El escritor, en vez de hacer caso omiso, se molestó por tales palabras y contestaría con su verborrea particular. «Es sorprendente que tuvieran algo que decirse, ya que eran opuestos prácticamente en todo. Aunque más o menos de la misma edad […], mientras que Sheri era impulsiva e idealista y no vacilaba en adherirse a sistemas metafísicos y teorías de la conspiración, él era sensible, pesimista y realista», apunta Moore.

Esa primera carta es suficiente ejemplo para conocer el tono del libro: «Como es natural chopin estaría sentado al piano… ese era su COMETIDO: encuentra tu cometido / o conviértete en aquello que quieres que exista & ya está», dice Martinelli. Bukowski, está claro, ha encontrado la horma a su zapato, y destaco la labor de Iriarte, muy meritoria al traducir prosas con puntuación desordenada, onomatopeyas, abreviaturas, escritas a menudo bajo los efectos del alcohol u otras sustancias. He aquí la respuesta de Bukowski:

«El arte sólo preserva una parte y está sobrestimado. Veo mis dedos sobre las teclas, tengo de cara a mí una planta medio muerta con una hoja como la oreja de un conejo caída hacia la izquierda, las mujeres del mundo deambulan por mi cerebro, una rata me roe el estómago y escarba, pasa una furgoneta de los helados bing bong bing bong bing bong bong, y el Arte, el Arte no es nada, son mis dedos sobre las teclas AHORA esculpiendo y gritando Chopin y la música y la rebelión, al infierno con los clásicos, al infierno con la forma, al infierno con Pound, sal, sal y sangra, sangra ilimitadamente contra la turba, la mediaRoma, el mediopoema, el mediofuego, el mediobeso. Sal, sal, sal.»

Se entenderá la necesidad de tan larga cita. ¿No es esto acaso un fabuloso poema en prosa?

El fruto de la vida diversa

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