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Raymond Carver con los perdedores anónimos

Por la calidad e intensidad de sus relatos, muchos lo consideran el Chéjov americano del siglo XX, y él mismo profesaba un amor por el autor ruso extraordinario: de la muerte de Raymond Carver [1988] ya han pasado más de tres décadas, en Port Angeles (Washington), por un cáncer de pulmón. Carver superó su adicción al alcohol y trabajó en mil oficios hasta que encontró en la literatura un campo donde explotar sus observaciones de la población americana vulgar y corriente: la misma que inspiraría a Robert Altman a realizar la película Shorts Cuts (Vidas cruzadas) a partir de una serie de cuentos del escritor del estado de Oregón.

Su obra sigue despertando un interés creciente y, como en estos casos, de vez en cuando se renueva en forma de obra recuperada —algún cuento de juventud, su poesía y sus artículos—, como sucedió con el libro Sin heroísmos, por favor, que, aparecido en el año 2005, recopilaba relatos primerizos, poemas, reseñas literarias o un fragmento de una novela. Destacaba en todo ello el cuento inédito «Tiempos revueltos», del que se podían leer frases como «La niebla gris oscurece las cumbres a lo largo del valle», «Afuera está oscuro y el agua huele a lluvia» o «La farola parecía un demacrado y solitario obelisco desafiando la lluvia con su débil punto de luz amarilla», que no permiten intuir que su autor sea el mismo que, con posterioridad, llevará al extremo su estilo flaco de adjetivos, parco en descripciones y carente de toda insinuación alegórica o metafórica. Y sin embargo, algunos de sus toques singulares ya se asomaban por las páginas de esta historia construida por alguien que se estaba iniciando en el arte de escribir, que buscaba eso que llaman voz propia: las intromisiones naturalistas que detallan de forma precisa cosas ajenas a la trama o el abuso de los flashbacks, cosas inexistentes en todos sus libros, contrastaban con un ya sólido deseo de ambientar la tensión de la convivencia entre los personajes, la voluntad por perfilar pensamientos y acciones con, por decirlo mediante el socorrido vocablo, un gran minimalismo.

En «Tiempos revueltos», el Carver que apreciamos estaba entre líneas, detrás de una estructura demasiado visible y circular, en exceso retorcida: Farrell, protagonista por donde pasa todo el cuento —él es el cauce para los saltos temporales, la permanente visión del clima, la memoria de una vida marcada por el maltrato a los animales—, es un hombre casado, además incestuoso y para colmo asesino; la esposa Lorraine, la hermana Iris, el amigo Frank sólo son personajes servidos para que la psicopatología de Farrell los emplee como atrezo argumental. El planteamiento técnico resultaba ambicioso; el logrado tempo lento, pese a que nos empujaría a eliminar las descripciones que nos obstaculizaban seguir adelante, se correspondía con un escritor que sabe muy pronto lo que se trae entre manos. En suma, el ejercicio de lectura constituía una manera de valorar mejor la evolución de Carver, cómo tantas de sus prosas futuras nos someterán a una experiencia densa y dolorosa, pero al mismo tiempo irresistible.

En muchos casos, leer uno de sus cuentos es someterse a una experiencia densa y dolorosa, pero al mismo tiempo irresistible. Es como tener un nudo en la garganta. Para que ocurra ello no es necesario que la historia sea especialmente triste, ni que juegue con el sentimentalismo fácil. Carver, sintiéndose discípulo de Antón Chéjov —e incluso alma gemela por coincidir en algunos aspectos biográficos—, conjuga en su literatura todos los elementos relacionados con la austeridad y la concisión. Al igual que consiguió el autor ruso, Carver asumió mediante su afilado punto de vista la textura de los localismos, de las controversias domésticas, de las insignificantes frustraciones que derrumban todo tipo de existencias.

Nacido en 1938 en Clatskanie, un pequeñísimo pueblo cercano al río Columbia, sus cincuenta años de vida iban a estar marcados por constantes traslados de domicilio por la costa oeste americana, siempre a la busca de algún trabajo con el que ayudar a sus paupérrimos padres, y luego, aún muy joven, a su mujer e hijos. Data de entonces su iniciación a la bebida —su padre moriría alcoholizado—, la angustia creciente por ver desmoronarse su matrimonio con Maryann Burk, su primera esposa, que en su biografía Así fueron las cosas. Retrato de mi matrimonio con Raymond Carver (Circe, 2006) contó la historia de una pasión nacida en la adolescencia y que daría como fruto dos hijos a lo largo de una convivencia llena de pobreza y dificultades, pero también de ilusiones y mucho cariño. La autora, de forma íntima y afectuosa —aunque también edulcorada—, se sumergía en su memoria para contar los detalles más pequeños de su relación con aquel chico con el que sintió un flechazo cuando le sirvió en la cafetería donde trabajaba, en el verano de 1955. Él por entonces era un apuesto muchacho de diecisiete años y ella una chica de quince, en la ciudad de Yakima, en el estado de Washington.

Un rápido embarazo, una boda, la búsqueda de empleos que compaginar con los estudios, la vida en pareja sin apenas recursos… son algunos de los asuntos que Maryann abordaba, siempre manifestando una entrega inmensa por Carver, que ya desde muy pronto mostró su inclinación por llegar a ser escritor. En ese sentido, ella sería un apoyo fundamental para que empezara a acudir a un taller universitario de escritura, en medio de una serie continua de traslados para mejorar sus condiciones que llevarían a la familia a viajar por buena parte de la costa del Pacífico y el medio oeste.

«Me entusiasmaba oír decir a Ray: “¡He terminado la primera versión de un relato que puedo enseñarte ya, Maryann”», escribía la autora, que vivió para y por su marido de forma sacrificada y valiente, hasta que las cosas se truncaron, Carver se hizo definitivamente alcohólico y se divorció de ella. Ya ha publicado su primer libro, escrito y corregido a lo largo de quince años: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? (1976), cuyo impacto en el mundo de las letras es inmediato. Sin embargo, también para él el éxito repentino le supone un violento golpe de advertencia: es un borracho que escribe relatos y malvive en una perfecta infelicidad. Pero un día cualquiera, después de padecer cuatro hospitalizaciones debidas a su abuso con el alcohol y recurrir a la ayuda de Alcohólicos Anónimos, todo cambia, sucede un milagroso renacimiento que ni él mismo se explica: el 2 de junio de 1977 deja de beber, y encauza su vida sin Maryann y convenciéndose de que, efectivamente, es escritor.

Tal como había hecho Chéjov a finales del siglo XIX, Carver revitaliza el género que lo hará célebre con su don natural para captar la narratividad encerrada en cualquier anécdota cotidiana, más el recuerdo y la permanencia de su entorno miserable, todo lo cual confluirá en su moderna manera de concebir el cuento, recuperando el denostado realismo que había pasado de moda en los Estados Unidos. Cada una de sus entregas siguientes se volverá más melancólica y penetrante, más sutil y madura. Además de publicar varios poemarios, dará a conocer tres conjuntos más de relatos en los años ochenta: De qué hablamos cuando hablamos de amor, Catedral y Tres rosas amarillas. A lo que se sumará el libro póstumo Si me necesitas, llámame, cuatro sensacionales historias que estaba revisando el escritor cuando le sorprendió la muerte y que su segunda esposa, la poetisa Tess Gallager, recuperó con indiscutible acierto a la vez que aportaba un bello epílogo para la ocasión.

Esta mujer será su salvación, su gran compañía y amor, la que le abre a una segunda oportunidad en la vida, según decía el propio autor. Estará unido a ella desde 1977 —la conoce cuando lleva un mes sin beber y cuatro años sin escribir— hasta su muerte. Junto a ella Carver se afianza como el cronista por antonomasia de los perdedores anónimos con los que nos cruzamos a diario en cualquier lugar del mundo. Aunque no siempre los más exigentes lectores tengan la sensibilidad propicia para degustar tal estética: en El futuro de la imaginación —donde comenta obras de grandes escritores, desde Shakespeare a Saramago—, Harold Bloom va más allá al confesar su discreta admiración por Carver; compara un cuento suyo con otro similar de D. H. Lawrence, afirmando al fin y a la postre que quizá se le haya sobrevalorado habida cuenta de que «murió antes de poder desarrollar las más amplias posibilidades de su arte».

Tess y tantísimos lectores no podrían estar más en desacuerdo: cincuenta años de vida dieron para mucho en pocos libros; algunos de los mejores cuentos escritos que, quizás, hubieran obtenido el beneplácito de su viejo amigo Antón Chéjov, cuyo retrato, como ha contado su viuda, ponía enfrente de su escritorio a la hora de ponerse a escribir (siempre en lápiz), tras encerrarse en su estudio con la puerta cerrada. Y además su rutina era implacable: no se levantaba de la silla hasta haber acabado la primera versión de lo que tenía en mente; luego vendría las sucesivas revisiones, reescrituras que podían alcanzar la treintena. Cabe decir además, y el dato es conmovedor, que el último cuento del postrer libro que publicara el cuentista estadounidense, titulado «Tres rosas amarillas» (1988), sería la mejor recreación de los últimos tiempos de su idolatrado maestro y alma gemela.

Chéjov había llegado en junio de 1904 a un balneario de Badenweiler, en la Selva Negra, adonde acudían «enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chéjov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado. Y un personaje muy famoso», escribe Carver. Con sólo cuarenta y cuatro años, y pocos meses después de concluir, con un esfuerzo desmesurado, su pieza El jardín de los cerezos, siente que está acabado como escritor. Sólo le quedaba un mes de vida, pero a todos decía que se encontraba cada día mejor. ¿Por qué afirmaría tal cosa siendo él médico, sabiendo en efecto que su fin estaba cerca?, se preguntaba Carver. En la medianoche del 2 de julio, Chéjov deliraba, y su médico, consciente de no poder hacer nada y aprovechando que su paciente recobraba por unos instantes la lucidez, pidió con urgencia a la recepción del hotel que trajeran el mejor champaña y tres copas.

«No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte?», sigue diciendo Carver. Y es que, como afirma la periodista checa Janet Malcolm en Leyendo a Chéjov (Alba, 2004) «la sombra de la mortalidad planea sobre sus textos; sus personajes se recuerdan unos a otros sin descanso: “Todos tenemos que morir” y “la vida no se concede dos veces”». Tal perspectiva de continua existencia finita ¿iba a estar influida por la gran cantidad de enfermedades que padeció, desde la tisis a las hemorroides, pasando por la fatal tuberculosis surgida ya en su etapa universitaria, cuando comenzó a publicar escenas humorísticas para aportar algo de dinero a la familia? Para Carver, como escribía en uno de esos textos recuperados en Sin heroísmos, por favor, Antón Pávlovich Chéjov fue el mejor escritor de cuentos de todos los tiempos, alguien capaz de desnudar nuestras emociones de un modo que sólo el arte puede alcanzar. ¿Y no consiguió Carver eso mismo con su escritura densa, cortante, que nos desentraña hasta emocionarnos o incomodarnos ante el realismo de muchos de sus diálogos? Y siempre con el similar punto de vista que llevó a término Chéjov, para quien «el artista no debe convertirse en juez de sus personajes y de lo que dicen; su única tarea es ser un testigo imparcial».

El fruto de la vida diversa

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