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Philip K. Dick y sus paranoias

En 1982, en la localidad californiana de Santa Ana, un paro cardíaco acababa con la vida del estadounidense de cincuenta y cuatro años Philip Kindred Dick, en concreto, el 2 de marzo, tres meses y medio antes del estreno de la película Blade Runner, basada en su novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Era el fin de un hombre cuya trayectoria personal había estado marcada por la muerte desde su nacimiento en Chicago: su madre daría a luz en 1928 a los mellizos Philip y Jane; esta moriría semanas después, aunque Dick diría absurdamente que había gozado de una infancia feliz a su lado —en una muestra en su confianza en los universos paralelos y la posibilidad de tener recuerdos en un subterfugio mental, que tanto se reflejaría en sus obras—, y en su lápida, además de incluir sus breves fechas, se grabaría el nombre del hermano, dejando un espacio vacío para rellenar los datos de su fallecimiento.

Semejante origen macabro y heterodoxo lo dice todo de Philip K. Dick, anticipa su genialidad creativa y de alguna manera justifica —qué paranoicos genes le darían en herencia sus padres a tenor de esa precoz anécdota mortuoria— las alucinaciones esotéricas que iba a sufrir. Dick se hizo adicto a las habituales drogas de la California jipi de los años sesenta y setenta, cuando estudiaba en la Universidad de Berkeley, donde se comprometería con grupos de izquierdas y en contra a la guerra de Vietnam, lo que le llevaría a ser investigado por el FBI, el cual incluso llegó a abrirle un expediente, y se intentó suicidar en varios momentos. Una vez en Canadá en 1972, adonde había huido por culpa de una crisis persecutoria de carácter político, y cuando estaba ingresado en un centro para dejar la heroína; por otra parte, convencido de que el gobierno de Estados Unidos espiaba y controlaba a los ciudadanos para desestabilizarlos, en una conferencia a la que había sido invitado en Vancouver, Dick se centraría en explicar que supuestamente el FBI había registrado su casa y le habían robado documentos personales. Otro intento suicida le esperaría de nuevo en California, en febrero de 1976, cuando su quinta esposa, Tessa (los cinco matrimonios acabarían en divorcio), le abandone llevándose consigo a su hijo Christopher.

Un tiempo atrás, a raíz de una intoxicación debida a la excesiva anestesia que le endosó su dentista al quitarle la muela del juicio, Dick sentiría que entraba en contacto con un ente superior, que bien pudiera ser Dios, que le iba a acompañar el resto de su vida y que describió como un rayo de luz rosa. Tal conexión, según él, le ayudaría a salvar la vida del pequeño Christopher, al advertirle que sufría de una hernia congénita, todo lo cual fue llevado al cómic por Robert Crumb en La experiencia religiosa de Philip K. Dick, que vio la luz en una revista underground y que comienza con esa extracción dental para, de inmediato, dar paso a la paranoia de Dick en cuanto ve el símbolo cristiano del pez alrededor del cuello de una joven farmacéutica. Es el tiempo de Confesiones de un artista de mierda, de 1975, que el propio autor consideró su mejor novela. En ella, Jack Isidore, el «artista de mierda» que no diferencia lo real de lo imaginario, se constituye en el análogo moderno, en la localidad californiana de Sevilla de los años cincuenta, del enciclopedista e historiador Isidoro de Sevilla, amén de eclesiástico hispanogodo que fue arzobispo de Sevilla durante más de treinta años y canonizado por la Iglesia católica.

Su biógrafo, el escritor y cineasta francés Emmanuel Carrère, en Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, un libro de 1993 que llegó a las librerías españolas en el 2007, siguió los pasos, a veces vagabundos, de un Dick que se planteó seriamente su condición de profeta tras vivir ciertas experiencias místicas que le llevaban a creer que tenía una doble vida: la suya propia y la de un cristiano llamado Tomás perseguido por los romanos en el siglo I. Ese fue su terreno: desafiar lo que es real con una fantasía tan trastornada como prolífica a efectos literarios: «Muchas personas aseguran recordar sus vidas anteriores. Yo, por mi parte, afirmo que puedo recordar una vida presente distinta. No conozco a nadie que haya hecho declaraciones como esta, pero sospecho que mi experiencia no es única», dijo en una ocasión. La realidad y un sueño psicodélico no se distinguen tanto, y ahí es donde entra la esquizofrenia, que tanto le interesó como tema artístico e investigativo —véase su novela Los clanes de la luna alfana (1964), que recrea una sociedad que desciende de internos en manicomios, y el estudio La esquizofrenia y el Libro de los Cambios (1965)— y, por supuesto, la ciencia ficción.

Su primer relato data de 1952, una época de gran precariedad económica en la que se relaciona con la contracultura imperante y simpatiza con la ideología beat; Dick ya ha abandonado la universidad y malvive con su primera mujer, pero aun así consigue consagrarse a la literatura. Su recompensa llega con El hombre en el castillo, que obtiene el Premio Hugo de ciencia ficción a la mejor novela en 1963; la historia presentaba un universo alternativo en el que los Estados Unidos estaban sometidos por unos países que habían formado un eje victorioso tras la Segunda Guerra Mundial. (Dick recibiría otros dos galardones, en los años setenta, el John W. Campbell Memorial por Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, y el Premio Británico de Ciencia Ficción por Una mirada a la oscuridad.)

Fue el punto de salida de un escritor que, pese a sus delirios místicos, o tal vez gracias a ellos, pues eran tan prolongados que podían durarle semanas, llegó a publicar 36 novelas y 121 cuentos, y que se convirtió en autor de culto pero que no llegó a tiempo para disfrutar del éxito que le depararía la adaptación de sus obras. Ursula K. Le Guin, la celebrada autora de libros de ciencia ficción, dijo que «el hecho de que Dick nos habla sobre la realidad y la locura, el tiempo y la muerte, el pecado y la salvación… se le ha escapado a la mayoría de los críticos. Nadie se da cuenta de que tenemos nuestro propio Borges, y que lo hemos tenido durante treinta años». La crítica no obstante se ha ido rindiendo a sus tramas de imaginación desbordante y vaticinios tecnológicos fantásticos —«en efecto, cada año que pasa es más dickiano que el anterior», advierte el cineasta Nacho Vigalondo—, en paralelo al conocimiento masivo de sus historias gracias al cine: las películas de Ridley Scott Blade Runner (1982), Desafío total (1990, basado en su relato «Podemos recordarlo por usted al por mayor», de 1966) de Paul Verhoeven y Minority Report (2002) de Steven Spielberg, basado en el cuento «El informe de la minoría»; aunque el listado de adaptaciones casi es inabarcable, continuo, y lo seguirá siendo habida cuenta de los proyectos que están en marcha después de que vieran la luz Paycheck (basado en el cuento «La paga»), Next (basado en «El hombre dorado», A Scanner Darkly (a partir de Una mirada a la oscuridad)…

Muchos de todos esos argumentos siempre partirán de un mismo precepto: la identidad de cada cual está en entredicho. De ahí que muchos de sus personajes no sean humanos sino androides, robots o alienígenas, y que ni siquiera sean conscientes de ello, transmitiéndose al lector, al espectador, el hecho de no saber si lo que recordamos es real o ha sido implantado en nuestra mente. Asimismo, ni siquiera la salvación se hallará fuera, lejos del planeta Tierra, presentado desde lo distópico, desangelado y apocalíptico, pues en novelas como Los tres Estigmas de Palmer Eldritch (1965) se nos muestra cómo los seres humanos, pese a haber colonizado el espacio, arrastran una vida infame que supone tamaño esfuerzo que únicamente es posible soportarla, mental y físicamente, por medio de una droga que comercializa una empresa y que facilita acceder a una realidad idílica de la Tierra.

Estas referencias relativas al concepto de identidad son también continuas en sus diarios, titulados Exégesis —que alcanzan los ocho mil folios—, los cuales, como el resto de su obra, fueron escritos en multitud de ocasiones bajo la influencia de las anfetaminas y el LSD. Vigalondo, prologando una edición de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Minotauro, 2017), habla de tales androides, «seres electrónicos dotados de aspecto y consciencia humana que se resisten a seguir viviendo en régimen de esclavitud». ¿Qué distingue al humano del androide? ¿Cómo diferenciarlos y qué deberes y derechos tiene, sobre todo, el segundo? En la película de Scott, esto último se presentaba de inmediato, y en Blade Runner 2049, el director Denis Villeneuve le da continuidad de manera portentosa, extendiendo la duda de manera extrema y transmitiendo ese dilema al espectador hasta yo diría que desconcertarlo. Así es como Dick pone en cuestión lo natural y lo artificial, lo lleva haciendo desde hace más de treinta años, reposando junto a su hermana, con una prolífica obra que ha alcanzado tal grado de simbiosis con nuestro presente y futuro decadente y deshumanizado, que ya forma parte del acervo cultural moderno, de la literatura y el arte visual vistos desde todos los planos: de lo más popular a lo más erudito, desde la lucidez demente, desde la más creativa paranoia.

El fruto de la vida diversa

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