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E. L. Doctorow

I. Un mundo con significado

Una de las obras más alabadas de Edgar Lawrence Doctorow, Homer y Langley, está inspirada en la vida de dos hermanos muy famosos en su época, los Collyer, encontrados muertos por la policía en 1947, en su mansión de la Quinta Avenida; lo curioso es que, tras derribar la puerta, los agentes se encontraron con tantas toneladas de objetos acumulados —libros, miles de papeles y periódicos, pianos, incluso un coche— que tardarían muchos días en encontrar los cadáveres. Se trataba de una historia legendaria que el autor, fallecido ayer [21 de julio del 2015] a los ochenta y cuatro años a causa de un cáncer de pulmón, en Manhattan, recordaba de la adolescencia, cuando la fortaleza de los hermanos, uno de ellos ciego y el otro entregado a cuidarle sin salir de casa, era conocida por los vecinos y curiosos. Pues bien, esa obra puede representar atinadamente la quintaesencia de la mirada narrativa que imprimió a sus historias Doctorow: tomar la realidad histórica y modificarla hasta que lo novelístico surja beneficiado, en este caso alargando los años de existencia de los Collyer y ubicándolos en otro lugar de la ciudad, frente al Central Park, haciendo de los personajes el trasfondo de una época de Estados Unidos marcada por el jazz, la inmigración o los gánsteres.

Abundando en lo dicho: «Una novela puede nacer en tu cabeza en forma de imagen evocadora, fragmento de conversación, pasaje musical, cierto incidente en la vida de alguien sobre el que has leído, una ira imperiosa, pero, sea como sea, en forma de algo que propone un mundo con significado. Y por tanto el acto de escribir tiene carácter de exploración. Escribes para averiguar qué escribes», dejó dicho Doctorow en el prefacio de Todo el tiempo del mundo. Si abriéramos las puertas de la narrativa de este autor criado en el Bronx e hijo de emigrantes judíos rusos, las toneladas de ideas y páginas noveladas guardarían ese anhelo por insuflar de significado el mundo propio de la fabulación que entronca con la historia y la sociedad palpables. Reacio a las etiquetas, para Doctorow esa era precisamente la misión del escritor: acoger todo lo circundante sin fronteras ni límites. Pudo así enfrentarse a escritos de variada temática e intenciones artísticas: desde Cómo todo acabó y volvió a empezar, sobre un pueblo del lejano Oeste a donde llega un sociópata con el fin de robar, asesinar y violar por doquier, a Ragtime (1975), que recrea el tiempo previo a la Gran Guerra, tan importante frente a los cambios de orden político, sociológico o literario que el siglo iba a vivir, un fresco de los Estados Unidos donde aparecen Emma Goldman, J. P. Morgan, Emiliano Zapata, Sigmund Freud o Henry Ford.

Doctorow se graduaría en 1952, trabajaría en la Universidad de Columbia y sería llamado a filas como parte del Ejército estadounidense en Alemania. A su vuelta, el destino le depararía diversos empleos en el mundo editorial y un éxito como novelista gradual y ascendente. En los años sesenta y comienzos de los setenta, escribe obras como El hombre malo de Bodie, la mencionada Cómo todo acabó… y El cerebro de Daniel, que se acabarían traduciendo al español hace poco tiempo. Pero es Ragtime la que, con la obtención del premio National Book Critics Circle —le acompañará una adaptación al cine por parte de Milos Forman, en 1981—, le catapulta a un puesto de honor de las letras norteamericanas del que no se bajará. Esa distinción desde el mundo de la crítica volvería a recibirla por Billy Bathgate (1989), llevada a la gran pantalla por Robert Benton (con Nicole Kidman, Dustin Hoffman y Bruce Willis) y que recrea los sindicatos del crimen de las décadas de 1920 y 1930, y también por La gran marcha (2005), sobre cómo en 1864 el general que había destrozado Atlanta en plena Guerra de Secesión, el unionista Sherman, emprende su marcha hacia el mar junto con sesenta mil soldados y miles de esclavos liberados.

El seguidor de este «maestro de la ficción histórica», como se le ha llamado, a veces experimental, a veces humorístico, siempre incisivo en sus tramas y disquisiciones ensayísticas —ahí están sus recopilaciones Poetas y presidentes (1996) y Creadores: ensayos seleccionados, 1993-2000 (2007)—, tendría al alcance su último libro el año pasado, El cerebro de Andrew. Una novela en la que el protagonista se dirige, para contarnos sus desvelos amorosos o sus momentos más dramáticos, a un interlocutor indefinido que acaba siendo cualquiera de nosotros; no en vano, con su prosa envolvente nos obligará a cuestionar un nutrido abanico de prejuicios, consiguiendo con ello, como dijo otro grande de las letras estadounidenses, Don DeLillo, desarrollar un tema que lleva su copyright y que se sitúa en ese fluir de la realidad mayor a la realidad de la gente de a pie, que al fin y al cabo levanta todo un país: «El alcance del concepto de lo posible en Estados Unidos, en que cabe que vidas ordinarias adopten la cadencia que marca historia».

II. La lucha por la vida americana

Hay obras, como las que Kafka decía buscar, que te desarman y te dejan con incomodidad: Dorothy Parker o Raymond Carver, por citar un par de escritores de Estados Unidos, dado que ahora nos centraremos en un autor contemporáneo de ese país, tienen relatos que te golpean de frente. A menudo, nada relevante, apenas alguna conversación o unos movimientos solitarios de un personaje, basta, como también en el maravilloso caso de Hemingway, para provocar en el lector una sensación completa de impacto, emoción y hasta congoja. Pues bien, en el prólogo a estos cuentos completos que a E. L. Doctorow no le ha dado tiempo de ver publicados, al fallecer el pasado mes de julio, Eduardo Lago, que tanto ha hablado de y con —en Nueva York durante las dos últimas décadas— los narradores más importantes de aquellos lares, sostiene precisamente que «leer un cuento de Doctorow es una experiencia estética un tanto desasosegante. No falta nada en estos relatos, y sin embargo dejan en el lector una desazón muy profunda, como si exigieran que ocurriera algo más, cosa que de hecho sucede, sólo que, extrañamente, fuera de la página».

Sin incurrir en quitar razones a este personal punto de vista, pero a la vez convencidos de que hay que evitar la constante y ya cansina idolatría que se le dispensa desde acá a casi todo autor estadounidense, publique lo que publique, cabría apuntar que Doctorow en ocasiones se acerca a transmitir tal desasosiego de forma notable, pero que en otros casos se queda lejos y vuelve tediosas o extrañas ciertas páginas. Cuentos como «Willi», de corte onírico, con trasfondo familiar y violento, el raro «La depuradora», el soliloquio llamado «Todo el tiempo del mundo» o el relato largo que cierra el libro, con referencia a una obra desde el título del Doctor Johnson, Vidas de los poetas, cuentos todos ellos en los que tal vez al lector le costará entrar, hasta familiarizarse con su tono enigmático, contrastan con otros en verdad sobresalientes y que dejan entrever el talento de Doctorow como observador de la vida americana. No en balde, Don DeLillo dijo sobre este «maestro de la ficción histórica», como se le ha llamado haciendo hincapié en cómo ha usado diversos acontecimientos importantes de los Estados Unidos para nutrir sus novelas, que había hecho de las vidas ordinarias las protagonistas que, a fin de cuentas, levantan todo un país marcando su historia mayor.

He aquí lo mejor de estos Cuentos completos (Malpaso, 2015), traducidos por Carlos Milla Soler, Isabel Ferrer Marrades, Gabriela Bustelo y Jesús Pardo de Santayana: el hecho de cómo Doctorow elige ciertos perfiles de ciudadanos maltrechos por el infortunio, o nacidos o crecidos en condiciones muy particulares, y convierte sus pequeñas historias en toda una radiografía del vivir norteamericano, en las grandes ciudades o en la carretera, entre huérfanos, mujeres maltratadas o dementes, o inmigrantes bajo peligro: todo un abanico de perdedores que tienen un peso específico tanto en áreas urbanas como en la América profunda. El propio autor dejó dicho cómo enfocó su arte cuentístico con estas palabras: «El cuento es más pequeño en escala, de modo que puedes ver el final más fácilmente. El viaje no es tan largo aunque sigue siendo un viaje, una forma de descubrir lo que quieres contar camino a su final. Ni el cuento ni la novela tienen reglas. Y si las tienen, están ahí para ser rotas». Él las rompe con textos en los que cuesta percibir sus intenciones y tienen a veces algo experimental, como los mencionados, y eso resulta siempre meritorio en última instancia, y en otros ejercicios interesantes, como «Wakefield», donde da una vuelta de tuerca al sensacional cuento de Hawthorne en el que un hombre abandona sin decir una palabra a su mujer, para vigilarla enfrente durante años y regresar a casa como si nada.

Por otra parte, hay que destacar relatos como «El cazador», sobre una maestra frustrada y algo desequilibrada, «El atraco», con fondo eclesiástico, «Una casa en la llanura», que recrea la huida de una madre y su hijo al antiguo Chicago, o «Niño muerto», sobre un chiquillo encontrado sin vida en las inmediaciones de la Casa Blanca. Pero sobre todo el lector disfrutará de cuentos por completo redondos: llenos de fuerza e intensidad, entretenidos y palpitantes, con personajes de cuerpo y psicología magníficamente trazados. Hablamos de «El escritor de la familia», en el que un adolescente es impelido a redactar cartas para contentar a su abuela, que pasa su ancianidad en un asilo; hablamos de «Jolene», sobre una chica de sexualidad y matrimonio precoces cuya suerte a la hora de encontrar nuevas parejas se le volverá dramáticamente en contra; hablamos de «Bebé Wilson», en el que una mujer loca y tierna rapta a un recién nacido ante el miedo y la lealtad que manifiesta su novio; hablamos de «Integración», cuento en el que se celebra un matrimonio de conveniencia para conseguir los papeles con los que dos emigrantes pretenden quedarse en Estados Unidos y que cuenta con un telón de fondo mafioso y al fin esperanzadamente amoroso.

Todo lo cual devuelve la razón a Lago cuando se dedica a explicar la narrativa de Doctorow emparentándola con la de Jack London, por quien «el autor de los cuentos que ahora presentamos sintió siempre una adoración sin límites»; en ambos, ciertamente, hay «una concepción muy similar de la escritura», al presentar personajes que se hacen a sí mismos, que ven la vida, porque no les queda más remedio, como una lucha en la que no cabe mirar hacia atrás, convirtiéndose en meros supervivientes, desconfiados y al mismo tiempo temerarios y predestinados a la desdicha.

El fruto de la vida diversa

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