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Don DeLillo: una pelota de béisbol

He aquí el nuevo descenso de Don DeLillo (Nueva York, 1936) a la vida más oculta y oscura de la sociedad estadounidense con este texto cuyo título ya lo dice todo. El autor insiste en Submundo (Circe, 2000; traducido por Gian Castelli) en recrear las miserias de su tierra tal como ha ido haciendo a lo largo de sus diez novelas e innumerables cuentos, esta vez en torno a las armas nucleares, asunto que ya había apuntado de forma explícita, mediante un indefinible accidente químico que asolaba toda una ciudad, en Ruido de fondo (1994). La intención de forjar una «gran novela nacional», a la que es tan aficionada la enseñanza americana desde hace un siglo, la ha llevado a su máxima expresión con esta historia de abrumador tamaño. Desde luego, no es el último autor que se suma a la moda de reflejar todo un país en un tiempo amplio, pero de todos ellos —Tom Wolfe, Philip Roth, John Updike o el último caso, Thomas Pynchon con su Mason & Dixon (también como Submundo edición original de 1997)— es quizá DeLillo el que mejor ha inspeccionado la esencia de lo yanqui y la parte nefasta de su influencia.

El autor consigue ese propósito de modo brillante y, como siempre, minucioso y complejo. Su estilo ya indica su ideología enfrentada a una realidad que le disgusta, un total alejamiento de patrones literarios fáciles, su habitual rechazo ante cualquier cosa que huela a marketing (manifestado en un apartamiento del mercado comparado al de Salinger) o a entregar una literatura capaz de ser disfrutada por todo el mundo. DeLillo sabe que sus textos, extensos, de tempo lentísimo, descriptivos hasta la extenuación, de abundantes personajes, en definitiva una borrachera total de voces, diálogos, escenarios y saltos temporales, no pueden llegar a todos los lectores. Sabedora también de ello, la crítica literaria rinde tributo a cada uno de sus trabajos por ese mismo afán imperturbable alejado de lo convencional, denunciador de todos los males habidos y por haber dentro de los Estados Unidos. Y el presente caso no es, seguro, una excepción.

Ya el comienzo de Submundo destaca por la profusión de detalles naturalistas, la multiplicidad de miradas de un narrador cuya omnisciencia se hace total. Se describe de modo completo un estadio de béisbol y su reflejo en Nueva York, donde todos los ciudadanos están unidos un lejano día de 1951, en vivo y en directo (como Frank Sinatra, uno de los personajes reales del libro) o «vinculados por la voz pulsante de la radio»; es el caso del protagonista, Nick Shay, un especialista en desperdicios de todo tipo cuya obsesión es tan intensa que le conduce a contemplar «los productos como basura, incluso cuando reposaban relucientes en los estantes de la tienda, aún no comprados».

Este mítico partido entre los Dodgers de Brooklyn y los Giants del Bronx, que se resolvió dramáticamente con un home run en la novena manga y que forma parte de la memoria colectiva estadounidense, conlleva una narración paralela: la Unión Soviética está realizando su primera prueba atómica, lo que dará paso al inicio de la Guerra Fría. La alusión a la pelota de la última jugada del partido, que deviene una pieza de coleccionista, será el elemento que una las cuatro décadas revisadas por DeLillo a través de una aparatosa estructura, que va desarrollándose desde los años noventa hasta volver a los cincuenta. Su final sólo podrá ofrecer un violento desenlace que cierra este paseo por un mundo deteriorado y repulsivo, en el que un juego ocupa el mismo espacio en el periódico que una explosión nuclear, pues no en vano «cuando fabrican una bomba atómica […] hacen el núcleo radiactivo exactamente del mismo tamaño que una pelota de béisbol».

El fruto de la vida diversa

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