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Emily Dickinson: una mente fúnebre

Como en el famoso poema de García Lorca, la muerte entra y sale de la casa donde Emily Dickinson (Amherst, Nueva Inglaterra, 1830-1886) permaneció toda su vida, reposando una estricta soledad que trasladó a los 1.775 poemas que dejó escritos sin título alguno y de los que ahora ha hecho una selección Lorenzo Oliván: La soledad sonora (Pre-Textos, 2002). Contemporánea de Hawthorne y Poe, de Emerson, Thoreau y Longfellow, de Whitman, Melville y Twain, Emily Dickinson contempló el siglo XIX literario estadounidense desde un absoluto aislamiento. Aún bajo la leve influencia del trascendentalismo, el movimiento surgido en su región natal contrario al racionalismo dieciochesco, la poeta jamás se preocupó por publicar su obra, limitándose a pedir opinión a un hombre de letras llamado Higginson, que quedaría desconcertado ante la fuerza de sus versos. Nada del exterior lograría que apenas cruzara el umbral de su casa pues, como dijo en una carta, ya tenía suficiente con la compañía de las colinas, de la puesta de sol y de su perro.

A través de un eje temático marcadamente mortuorio —la proyección de escenas fúnebres llenas de ataúdes, tumbas, entierros, muertos en el recuerdo o conviviendo con la autora— y de tópicos literarios como la fugacidad temporal o el dolor de la memoria, Dickinson demostró, según Harold Bloom, más originalidad cognitiva que ningún otro poeta occidental desde Dante y Shakespeare, aunque, como afirmó Borges, desdeñara la dulzura del verso.

Tal capacidad de reinvención de la mirada poética tradicional esconde una singular génesis: en primer lugar, un aislamiento físico y afectivo que le impuso una atención primaria por la existencia —«un drama de pérdida erótica» llama Bloom al triple desamor que sufrió la escritora—, y en segundo lugar, una pequeña lista de lecturas que le proporcionó lo básico para dar cauce a su angustia intelectual, que no religiosa pese a su entorno puritano: la Biblia, Shakespeare y Keats (palpable en el texto 449 al glosar los conceptos que Oliván había elegido para Belleza y verdad, su antología del poeta inglés de 1998 también en Pre-Textos).

Pese al contenido mortuorio y a la sobria desesperación de su poesía, la grandeza de Dickinson no comunica patetismo ni se ve simplificada mediante una visión lúgubre del mismo territorio que comparten vida y muerte. Va mucho más allá, hasta la reescritura de todo lo poético. «Un funeral sentí dentro, en mi mente», comienza diciendo el poema (número 280) que mejor explica esa relación con lo que fallece. Dickinson es la viviente ávida de morir (759) o la que tiene celos por una muerte ajena (1272); la que incluye el desdoblamiento subjetivo: «Expulsarme a mí misma de mí misma» (642) hasta eliminarse: «Soy nadie. ¿Y tú quién eres?» (288); la que padece el paso del tiempo: «Razono: el mundo es breve» (301) que no ayuda a la cura del sufrimiento (686) y la que, en definitiva, asume que «morir es la sentencia de esta vida» (762).

Ante esto, sólo hay tímidas esperanzas en el vivir, como en el poema 919, que pone ejemplos de cómo ciertos actos nos dicen que no existimos en vano, o en algunos otros sobre la primavera, que tan bien interpretó más tarde su compatriota T. S. Eliot. De la Dickinson más compleja, la que en pocas palabras condensa un número escandaloso de ideas, no hay una gran muestra en esta antología; como su obra maestra, el 627, donde dice: «El Matiz que no puedo alcanzar… es el mejor». Pero lo que no hemos conseguido comprender es el título del volumen, que remite de forma directa a otro elegante sufridor, san Juan de la Cruz, y de modo demasiado oculto a la personalidad de la mayor poetisa que han tenido los Estados Unidos.

El fruto de la vida diversa

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