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T. C. Boyle

I. La hipocresía del jipi

Hay en la última narrativa estadounidense una tendencia arriesgada que, pese a todo, recibe el beneplácito de la crítica especializada y los compradores de novedades literarias: la de un naturalismo sometido a un ritmo lento y una moderada intensidad novelesca que, sobre todo, pretende construir ambientes, escenificar situaciones mostrando conflictos puntuales, hilvanar secuencias que recreen realidades más o menos conocidas y cercanas en el tiempo. De ahí la obsesión yanqui por la big novel, por el tono neutro y sobrio de su estilo, por el elenco numeroso de personajes que se pasean en las obras de autores como DeLillo, su joven discípulo Franzen o Thomas Coraghessan Boyle (Peekskill, Nueva York, 1948).

En el lado opuesto a la fuerza argumental de un Paul Auster, el único escritor estadounidense que aún interpreta la novela como atracción continua, manteniendo su instinto de contador de historias —una mezcla de aliento decimonónico y literatura detectivesca moderna—, se hallan los escritores citados, tan admirables como sosos, tan dotados lingüísticamente como pesados, aunque tal confesión sea un atrevimiento de incorrección política, más aún si el libro de turno aludido procede de una traducción del inglés.

Ya lo denunció Germán Gullón meses atrás (por fin alguien se lanzó a hacerlo) en Los mercaderes en el templo de la literatura: no pasa nada si un autor escribe un libro irregular, nadie es perfecto. «Ser artista es fracasar como nadie se atreve a fracasar», dijo Beckett, así que nos permitimos desde aquí poner en duda lo que nos dictan que debemos idolatrar desde el mercado del país que manda en todo el mundo y en todos los productos.

Tal reflexión parte de la última novela de Boyle, narrador consagrado, respetado y alabado a priori pues, no en vano, se ha ganado su puesto gracias a obras como Encierro en Riven Rock, Música acuática y El fin del mundo. Hablábamos de naturalismo, y nunca mejor dicho, y perdóneseme el chiste fácil, pues es el nudismo campestre, unido a los rasgos de los jipis más auténticos (sexo, drogas y rock and roll), la base de este texto descriptivo sin trama, no obstante magnífico documento de una época —los años setenta californianos— y certera ridiculización de la utopía de las comunas.

En ello radica el principal interés de Drop City (Mondadori, 2004), una comunidad de aquellos que decidieron abandonar la vida consumista para vivir de la tierra, participando de una supuesta solidaridad que Boyle desenmascara, pues existe otra cara en todo eso: como no es posible criticar al prójimo y negarse a tener relaciones sexuales con todo el que quiera, la cópula se convierte en violación, el relax en holgazanería, la tolerancia en violencia, y es esa agresividad al fin lo que da fundamento emocional al relato.

Los epígrafes de Thoreau —el padre literario del ecologismo actual— y de Jim Morrison —seguramente el artista que mejor representa aquella etapa de amor libre y cadáveres jóvenes—, la banda sonora (Janis Joplin, Jimmy Hendrix, los Stone…) dan al libro una envoltura ambiental muy lograda, pero me pregunto, en definitiva, si sólo atraerá a los que añoran los instantes de ilusiones imposibles o los que ahora son los estandartes de la contracultura.

II. Mowgli en Francia

Cada obra de T. C. Boyle constituye una sorpresa, un desafío de tiempos y espacios narrativos diferentes. En Música acuática, recreó las peripecias del explorador escocés Mungo Park, que descubrió el curso del río Níger a finales del siglo XVIII; en El fin del mundo, combinó la época de los colonos, los años cuarenta y los sesenta en la cuenca del Hudson; en su reciente The Women, biografía la vida amorosa de Frank Lloyd Wright en los veinte y treinta. En The Inner Circle, su protagonista fue el sexólogo Alfred Kinsey, y en El balneario de Battle Creek, el inventor de los corn flakes, J. H. Kellog. ¿Estamos pues ante un escritor de novela histórica? Sí y no.

Sí por cuanto le interesan épocas variadas —el ecologismo en 1970 en Drop City; el inicio del siglo XX en Riven Rock, con el constructor de la segadora—, y no por cuanto tal cosa sólo es una excusa para algo mayor: «Me interesa utilizar alguna cosa extraña del pasado para reflexionar sobre el presente. No me interesa la novela histórica tradicional (cómo olía y qué comía Benjamin Franklin). Intentar reproducir fielmente lo que se hacía o decía en una época determinada simplemente no funciona», según sus propias palabras. Muy habitualmente recurre al humor, como en las novelas mencionadas; aunque no en el caso que nos ocupa, esta nouvelle perfecta que Boyle publicó en el año 2010 junto con trece cuentos más.

El pequeño salvaje (Impedimenta, 2012) narra la historia del que llamaron Victor de Aveyron, un niño al que abandonaron en un bosque de Francia, tras intentar degollarlo, y que fue hallado en 1798. Fue un acontecimiento colosal en Francia —reflejado muy bien por François Truffaut en su película de 1969; al comienzo de la novela el lector verá demasiados paralelismos con ella— que cuestionó la idea del «buen salvaje» y que Boyle presenta así: «¿Nacía el hombre como una tábula rasa, inculto y sin ideas, listo para que la sociedad escribiera en él sus normas, susceptible de ser educado, mejorable? ¿O, por el contrario, era la sociedad una influencia corruptora, como suponía Rousseau, antes bien que la base fundamental de todas las cosas, buenas y malas?».

Pero más allá de los detalles reales de aquel caso, hay que fijarse en la dedicación del joven médico Itard, que estudia y educa al muchacho sin descanso para contestar a esa pregunta hasta que no puede más. Ese y el resto de los personajes —como el ama de llaves—, magistralmente desarrollados por Boyle, nos regalan una historia tristísima, conmovedora, inolvidable.

El fruto de la vida diversa

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