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Ray Bradbury: escribir para no morir

En 1949, Ray Bradbury toma un autobús y tarda cuatro días en atravesar los Estados Unidos; su objetivo: buscar editoriales en Nueva York para publicar los relatos a los que ha ido dando forma, desde que la revista Amazing Stories, pionera en lo que se dio en llamar science-fiction, le cautivara desde niño. Toda una vida más tarde, en la introducción de El maravilloso traje de color vainilla (Minotauro, 2003), que incluyó tres obras teatrales, dio una definición de su género predilecto: «La ciencia ficción es lo que le ocurrió a la magia cuando pasó por las manos de los alquimistas y se convirtió en historia futura». Pero a Bradbury no le sería fácil consagrarse a ella: sin dinero para ir a la universidad, en 1938, tendría que vender periódicos en la calle durante tres años en Los Ángeles, ciudad a la que su familia se había trasladado cuatro años antes desde su natal Waukegan, ciudad ubicada en el condado de Lake, en el estado de Illinois.

Alquilando una Underwood o una Remington en la sala de mecanografía de la biblioteca de la Universidad de California, a razón de diez centavos la media hora, lleva al papel su desbordante imaginación y concibe «El bombero», primer borrador de Fahrenheit 451, que escribirá en nueve días a todo gas y se publicará en 1953. El argumento de la novela —popularizado gracias a la adaptación al cine de François Truffaut, en 1966, con Julie Christie y Oskar Werner como protagonistas— era tan fantástico como crudamente premonitorio: la lectura está prohibida en un futuro indefinido, y los bomberos, en vez de apagar fuegos como antaño, se encargan de quemar las casas donde se esconden libros (el título alude a la temperatura a la que arde el papel). El poder político quiere igualar así a todos los ciudadanos para que obedezcan sin pensar por sí mismos, teledirigiéndolos mediante programas que surgen en las pantallas instaladas por doquier. El bombero Montag cede a la tentación de abrir un libro, lo que será el comienzo de su huida al campo, donde conocerá a otros exiliados, los Hombres-libro, capaces de memorizar un volumen entero para garantizar la pervivencia de la cultura y la libertad.

Una historia que tratase la censura en tiempos de McCarthy, quien ordenó la retirada de ciertos libros de las bibliotecas por «corruptos», no iba a ser fácil que viera la luz. Bradbury detalla la génesis de la novela y estas dificultades en el postfacio de la edición especial que Minotauro lanzó por los cincuenta años del libro en el 2003. En verdad, Fahrenheit 451 fue acumulando rechazos hasta que apareció un editor que preparaba una revista que daría que hablar, Playboy, y allí, entre chicas desnudas y las llamas de los libros prohibidos, emergería de forma definitiva la carrera literaria de este gran hombre cuya actitud frente a la literatura, desde que empezara a publicar cuentos en revistas y viera la luz su primer libro, Carnaval oscuro (1947), adquiere un carácter cada vez más valioso en el mundo cultural contemporáneo, presionado por el mercado y las etiquetas. Pues su integridad radica en algo obvio pero fundamental: la fidelidad a sí mismo por encima de cualquier otra cosa, y con una disciplina y regularidad increíbles desde que, a los doce años, recibiera una máquina de escribir con la que se propuso cada día redactar al menos mil palabras el resto de su vida, teniendo claro muy pronto que el único fracaso en el arte consiste en detenerse, en abandonar.

Pero, antes de esa obra, Bradbury ha ido escribiendo una serie de textos dispersos sobre una conquista fantasmagórica de Marte ambientada en 1999 y que acabarán por cobrar forma gracias a ese viaje a la Gran Manzana, al sugerirle su agente y un editor que, curiosamente, se apellidaba igual que él, que formara un libro de carácter unitario. De allí Bradbury volvería con dos contratos: el de una reunión de cuentos, El hombre ilustrado, más el de Crónicas marcianas. Jorge Luis Borges, no demasiado dado a atender obras contemporáneas en su edad madura, se quedaría prendado ante esta joya de la ciencia ficción: «¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad?», escribió.

Ya con un nombre hecho, Bradbury se interna en otros proyectos igualmente asombrosos, como Sombras verdes, ballena blanca, un trozo de su vida, una memoria literaturizada de su estancia en el Dublín de 1953, donde trabajó en el guion de la película Moby Dick (1956), con Gregory Peck y Orson Wells. La novela —concebida también primero como un libro de cuentos— era el testimonio inquietante de un hombre ante una sociedad que le sorprendía continuamente: al comienzo, en pleno invierno, el protagonista se siente extraño y solo en una tierra lluviosa, en una ciudad gris, pero en ese momento comienza a descubrir, gracias a un grupo de pintorescos personajes que frecuentan una taberna, el carácter irlandés: una personalidad cínica, ingeniosa, obsesionada por el alcohol, y sobre todo, basada en la amistad y en el compañerismo. Por eso, a veces es fácil percibir un aliento de nostalgia en ese recuerdo del autor, de aquella bohemia llena de historias increíbles, de situaciones cómicas que se mezclan con descripciones de un entorno siempre verde o de un pensamiento romántico. Bradbury, además de reflejar fielmente la geografía urbana dublinesa y de subrayar con gran precisión los valores del alma irlandesa, introducía otro testimonio interesantísimo: su relación con el director de la película, John Huston, cuyas imprevisibles acciones trastornaron los siete meses de trabajo que necesitó el escritor para adaptar la obra de Herman Melville al cine. La historia de amor-odio entre ambos recordaba mucho a una película, Cazador blanco, corazón negro, de Clint Eastwood, que, a su vez, era el reflejo de un caso paralelo: el rodaje de La reina de África pocos años antes en tierras de Kenia y del conflicto entre Huston y su guionista. Las narraciones eran idénticas, pero estaban filtradas mediante dos lenguajes distintos, en dos lugares distintos.

Tanto en sus libros de fuerte calado fantástico como en otros de tinte más realista como el dedicado a Irlanda, Bradbury siempre se vio como un escritor apasionado y no intelectual, sabiendo contagiar entusiasmo por una labor en la que, a su parecer, la relajación y el inconsciente son esenciales, como afirmó en Zen en el arte de escribir (Minotauro, 1995): «Si no escribiese todos los días, uno acumularía veneno y empezaría a morir, o desquiciarse, o las dos cosas. Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya». Escribiendo, en su caso, otro tipo de realidades: las propias de la ciencia ficción. Y además con una fe en sí mismo firme y conmovedora, que le llevaría a una escritura preñada de metáforas y poesía y ahondamiento en el alma y psique humanas. Por algo afirmó, en la nota final a Algo más en el equipaje (Minotauro, 2002): «Tarde en la vida, descubro que he estado siempre bajo un chaparrón de metáforas». De tal modo que, como advirtió, «el noventa y nueve por ciento de mis cuentos eran pura imagen, influidos por el cine, las tiras cómicas dominicales, la poesía, los ensayos y las detonaciones de Oz, Tarzán, Julio Verne, el faraón Tutankamón y sus correspondientes ilustraciones».

Manifiestos por entregas podrían ser los aludidos ensayos de Zen en el arte de escribir, publicados entre los años 1961-1990. Tanto de vida como de arte, porque para el autor son dos cosas inseparables, que se confunden. Vivir es un privilegio y no un derecho, y por tanto, la celebración ha de ser perpetua. Mediante esta dicotomía, desde el prefacio (lo escribía un hombre de setenta y cinco años) hasta la sección final del libro, donde incluía varios poemas que versaban sobre la creatividad, nos llegaba un artista que enfocaba su obra con garra y entusiasmo, para trabajar divirtiéndose, que se burlaba de la comercialidad y de los escritores agónicos, que reivindicaba la «Historia de las ideas» (la ciencia ficción), y, sobre todo, el hecho de que todas esas ideas están dentro de nosotros, en una memoria escondida y llena de poesía. Todo este caudal inagotable de proposiciones iba dirigido de un modo directo al lector, retándole a explotar su fantasía y a sentirse siempre como un niño, sugiriéndole técnicas de escritura. En una de ellas, afirmaba escribir a partir de una lista de palabras que su inconsciente le dictaba y que luego él unía hasta elaborar un relato en muy pocas horas. En la rapidez, según su criterio, estaba la verdad, y ese Inconsciente (él lo llama Musa) hay que saciarlo de impresiones y experiencias, conjugando realidad y recuerdo. «Hacer es ser. / Haber hecho no basta. / Abarrotarse de hacer: ese es el juego», dice en uno de sus poemas, auténticas declaraciones de intenciones de una filosofía tan sencilla como rica, basada en la reflexión diaria, en la actividad continua. Hacer de la memoria una historia nueva. Abarcarlo todo, abrir los ojos y llenarse de vida para crear otra distinta: la interior, la literaria.

Tal cosa se hace evidente en Crónicas marcianas, en la que los astronautas que pisan el Planeta Rojo, venidos de una Tierra al borde de la extinción, encuentran una sociedad que reproduce la vida humana veinte años atrás, en una suerte de viaje a una pesadilla; en un momento dado, por ejemplo, un viajero del espacio se reencuentra con su familia virtual en Marte y se va a dormir, de forma escalofriantemente natural, a su viejo cuarto de niño. Los colonos, desde enero de 1999 hasta octubre de 2026, no parecerán salir de los salones de su casa y, sobre todo, de sus temores más hondos. Visto lo cual, no extraña que el editor coruñés Francisco Porrúa lo eligiera para iniciar el camino de la editorial Minotauro, en Buenos Aires (se nacionalizaría argentino), para la dicha de los lectores en español (lo tradujo él mismo, con pseudónimo), a partir de una edición que ya contaba con el memorable prólogo de Borges a la traducción de 1955.

En suma, el miedo psicológico que inspiran las historias de Bradbury parte de lo que somos y nos rodea. El marciano no es una criatura monstruosa, sino el reverso del humano: lo fantasmal, lo invisible, lo peligroso. Ese mundo nuevo tendrá que ser invadido, conquistado y controlado por hombres que han de reinventar un mundo ya existente, destruyendo para construir, copiándose a sí mismos para extender sus hábitos sin un proceso de mejoría. En «La elección de los nombres», los colonos renombran los lugares con los nombres habituales que les rodeaban en Estados Unidos: las colinas, los pueblos e incluso los cementerios, hasta que lo burocrático se yergue en el patrón fundamental: todo se cataloga, y es entonces cuando nuevas oleadas de habitantes ocupan el planeta: «Llegaron en grupos, de vacaciones, para comprar recuerdos de Marte, sacar fotografías o conocer el ambiente; llegaron para estudiar y aplicar leyes sociológicas; llegaron con estrellas e insignias y normas reglamentarias, trayendo consigo parte del papeleo que había invadido la Tierra como una mala hierba, y que ahora crecía en Marte casi con la misma abundancia». Así, el que escapa del mundo conocido funda el mismo mundo conocido. La historia, los errores se repiten. En Marte o en un vecindario con tintes de sociedad totalitaria y asfixiante. Ese Bradbury que combina mirada a otros mundos posibles e introspección emocional es insuperable, y ese tratamiento lo acercaba tanto como lo alejaba de toda una tradición literaria sobre el Planeta Rojo desde que H. G. Wells publicara La guerra de los mundos (1898), novela en la que se recreaba una invasión marciana. Pero sin duda Bradbury también conocería al Edgar Rice Burroughs, el autor de Tarzán, de Una princesa de Marte, con un planeta lleno de canales y monstruos, y su héroe John Carter, a lo que se añadiría la historia que en 1934 aparecería por entregas en Nueva York con el título de La Conquista de Marte de Edison, de Garret P. Serviss, en donde el científico lanza un ataque a los marcianos. Ya más adelante, llegarían otros autores como K. S. Robinson, con su Marte rojo, enmarcado en el siglo XXI, Philip K. Dick, con Tiempo de Marte, con un niño esquizofrénico como protagonista que, a la vez, representa toda una esperanza para la humanidad, y Arthur C. Clarke, con Las arenas de Marte, en que unos colonos se empeñan en transformar la naturaleza del planeta, además de otro muy significativo, Stanisław Lem, que debutó con el relato «El hombre de Marte» (1946).

Había hecho bien Bradbury en mirar más allá de nuestra atmósfera. Su propio planeta tal vez no lo trató demasiado bien, si pensamos que el lugar donde vivió y trabajó durante cincuenta y cuatro años, la casa en que acondicionó una oficina en el sótano, desde finales de la década de los cincuenta hasta el año de su muerte, 2012, fue demolida. El responsable de ello fue su nuevo propietario, el prestigioso arquitecto Tom Mayne, que la compró por 1.765.000 dólares, en el número 10265 del acomodado barrio de Cheviot Hills, en Los Ángeles, y todo pese a que la casa estaba a punto de ser catalogada dentro de las edificaciones que, por su interés histórico, el ayuntamiento de la ciudad estaba en vías de proteger. Al parecer, legalidad en mano, la destrucción fue correcta, pero Mayne, presionado por tantas quejas de vecinos y admiradores del autor de ciencia ficción más querido de Estados Unidos (la casa, con sus paredes amarillas, era fácilmente reconocible), se planeó dedicarle alguna especie de placa a modo de recordatorio.

El fruto de la vida diversa

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