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LA HISTORIA SAMNITA
(FRAGMENTOS)
1
[1 ] Cuando los generales romanos Cornelio y Corvino, y el plebeyo Decio, vencieron a los samnitas, dejaron una guarnición en Campania como defensa contra las incursiones de éstos. Los soldados de la guarnición romana, debido a su convivencia con el refinamiento y lujo de los de Campania, corrompieron sus costumbres y comenzaron a envidiar las riquezas de este pueblo, dado que eran pobres y temían por las deudas que tenían contraídas en Roma. Finalmente, planearon matar a sus huéspedes, apoderarse de su hacienda y tomar como esposas a sus mujeres. Y tal vez hubieran cometido una infamia tan horrenda, de no haber sido porque Mamerco 1 , otro general romano, que estaba en camino contra los samnitas, se enteró de la maquinación de los guardianes y, ocultando sus intenciones, desarmó a algunos de ellos y les dejó marchar como si fueran a disfrutar de un descanso por sus muchos años de milicia; a los más viles, les ordenó apresurarse hacia Roma para una cierta misión y envió, con ellos, a un tribuno militar al que le dio la orden de vigilarlos en secreto. Ambos grupos sospechaban que sus planes habían sido descubiertos y, cerca de la ciudad de Terracina, se separaron del tribuno militar, liberaron a los prisioneros que trabajaban en los campos y, armándolos como pudieron, marcharon contra Roma en número aproximado a veinte mil.
Cuando les faltaba todavía un día de camino, les [2 ] salió al encuentro Corvino, que permanecía tranquilo acampado en los montes Albanos, e inspeccionando el curso de los acontecimientos, consideró arriesgado luchar contra hombres desesperados. Sin embargo, los hombres de uno y otro bando se mezclaron entre ellos a escondidas, y los guardianes reconocieron, con gemidos y lágrimas, pues se trataba de familiares y amigos, que eran culpables, pero imputaban la culpa a las deudas de Roma. Corvino, al enterarse de esto, no se atrevió a cargar con la responsabilidad de tantas muertes por motivos civiles y aconsejó al senado que condonara a los hombres sus deudas. Exageró la dificultad de la guerra, pues ponía en duda que fuera capaz de vencer a tantos hombres que luchaban a la desesperada y sospechaba de sus encuentros y reuniones, no fuera a ser que ni siquiera su propio ejército le fuera fiel en todo, puesto que eran familiares de aquéllos y no menos oprimidos por las deudas. Dijo que, si era derrotado, el peligro sería mucho mayor, y que, en caso de vencer, la victoria sería muy desafortunada para la ciudad, al haber sido obtenida sobre tantos compatriotas. El senado hizo caso de estos argumentos y decretó la condonación de las deudas para todos los romanos y la inmunidad para aquellos que entonces eran enemigos. Estos últimos, deponiendo las armas, regresaron a la ciudad.
(Exc. de virt . 4, pág. 217)
2
El cónsul Manlio Torcuato fue un hombre de gran valor. Su padre, en cambio, fue un hombre mezquino que no se preocupó de él y le mantuvo en el campo, trabajando y criándose con los esclavos. Cuando el tribuno de la plebe Pomponio entabló un proceso contra él por sus muchos delitos, entre los que era su intención el mencionar el mal comportamiento con su hijo, el joven Manlio se dirigió, con una daga oculta, a la casa del tribuno y pidió entrevistarse a solas con él so pretexto de comunicarle algo de importancia en relación con el juicio. Una vez que fue recibido e iba a comenzar a hablar, cerró las puertas y, empuñando la espada, amenazó de muerte al tribuno, si no juraba que retiraría la acusación contra su padre. Aquél lo juró y la retiró explicando al pueblo lo sucedido. Manlio obtuvo fama por este hecho y fue alabado porque se mostró un hijo tal para tal padre.
(Exc : de virt. 5 , pág. 219)
3
Éste le incitó con mofa a un combate singular 2 . Pero aquél se contuvo durante un cierto tiempo, y después, al no poder soportar ya la provocación, espoleó contra él su caballo.
(Suda , s. v. eréthisma )
4
Mientras los samnitas recorrían el territorio de [1 ] Fregelas, saqueándolo, los romanos se apoderaron de ochenta y una aldeas pertenecientes a los samnitas y a los daunios, mataron a veintiún mil hombres y los sacaron del territorio de Fregelas. Los samnitas enviaron de nuevo embajadores a Roma llevando los cadáveres de unos hombres que habían sido ejecutados como presuntos culpables de esta guerra y cierta cantidad de dinero que dijeron había sido cogido de su hacienda. A la vista de lo cual, el senado, pensando que ellos estaban ya completamente deshechos, juzgó que un pueblo que había sufrido tantos males cedería en lo referente a la supremacía de Italia. Los samnitas aceptaron las demás condiciones y todas las otras objeciones que plantearon lo hicieron en un tono de demanda, de invitación o como propuesta a debatir en sus ciudades. Sin embargo, respecto a la supremacía, no soportaron, una vez más, ni oír hablar de ello y dijeron que no habían ido allí para rendir a sus ciudades, sino para entablar lazos de amistad. Y después de rescatar a los prisioneros con el oro, se marcharon irritados, dispuestos a persistir en su pretensión de hacer un debate acerca de la supremacía.
Los romanos decretaron que no recibirían ya más [2 ] embajadas de los samnitas, sino que los combatirían sin tregua ni reconciliación, hasta que los sometieran totalmente por la fuerza. La divinidad, no obstante, se irritó por esta actitud altanera y, con posterioridad; los romanos fueron derrotados por los samnitas y obligados a pasar bajo el yugo. Los samnitas, a las órdenes de su general Poncio, coparon a los romanos en un lugar muy estrecho, donde estaban oprimidos por el hambre, y los generales romanos enviaron embajadores a Poncio invitándole a que se hiciera acreedor de la gratitud de Roma de una forma como raras veces ofrece la oportunidad. Sin embargo, éste respondió que no era necesario que le enviaran más embajadores, a menos que se entregaran ellos mismos con sus armas. Se produjo un lamento como si la ciudad hubiera sido tomada y los generales consumieron aún varios días dudando en cometer un acto indigno de la ciudad. Pero, como no aparecía ningún otro medio de salvación, el hambre los agobiaba y había cincuenta mil hombres jóvenes cuya muerte no soportaban ver, se entregaron a Poncio y le pidieron que, tanto si había elegido matarlos, como venderlos o tenerlos bajo vigilancia a la espera del rescate, no cometiera ningún ultraje contra las personas de unos infelices.
[3 ] Poncio se hizo aconsejar por su padre, a quien mandó venir desde Caudio en un carro a causa de su edad. El anciano le dijo: «Un solo remedio existe, hijo, para una gran enemistad, el máximo de indulgencia o de severidad. Los castigos severos espantan y la generosidad reconcilia. Ten presente que la primera y más grande de todas las victorias es conservar como un tesoro el éxito. Deja ir a todos indemnes y sin ultrajes, sin quitarles nada, para que la magnitud de tu generosidad quede intacta. Tengo entendido que son sumamente sensibles a los honores. Así pues, sólo si son vencidos por un acto de generosidad rivalizarán contigo en aventajarte en la devolución de un favor tal. Puedes hacer de tu generosidad una garantía segura de paz imperecedera. Pero si no logro convencerte con estas razones, mátalos a todos de la forma más cruel, sin que quede ni siquiera uno que lleve la noticia. Te aconsejo lo primero como elección y esto último, como una necesidad. Pues los romanos tomarán inevitablemente venganza sobre ti por cualquier ultraje que reciban de tus manos. En este caso, anticípate a asestarles el primer golpe y no podrías encontrar un perjuicio mayor que la muerte, a un mismo tiempo, de cincuenta mil hombres jóvenes».
Tales fueron sus palabras, y su hijo respondió: «No [4 ] me extraño, padre, de que hayas propuesto las dos cosas más dispares entre sí, pues ya anunciaste de antemano que ibas a referirte a medidas extremas en uno y otro sentido. Yo no voy a matar a tantos hombres por miedo a la venganza del dios y por respeto al oprobio de los hombres, y no quiero quitar tampoco a ambas naciones las esperanzas de un mutuo entendimiento por causa de un mal irreparable. Sin embargo, en lo que respecta a su liberación, no me parece bien, después de habernos causado los romanos tantas desgracias y mientras todavía poseen territorios y ciudades nuestras, dejar marchar libres de todo a tantos prisioneros. No lo haré. Pues el humanitarismo irracional es una estupidez. Y observa tú también el asunto desde la óptica samnita, dejándome a mí a un lado. Los samnitas cuyos hijos, padres y hermanos han muerto por causa de los romanos y que han sido despojados de sus posesiones y riquezas, desean una satisfacción. El vencedor es orgulloso por naturaleza y busca la ganancia. ¿Quién, pues, soportará que yo no mate a éstos, ni los venda, ni siquiera los castigue, sino que los deje partir indemnes como si fueran nuestros benefactores? A la vista de esta situación, descartemos los extremismos, uno, porque no está en mi mano, el otro, porque yo no consiento un acto tal de inhumanidad. Sin embargo, para humillar de algún modo el orgullo de los romanos y no ser objeto de censura ante los demás, les quitaré las armas, que siempre utilizaron contra nosotros, y sus riquezas —pues también las tienen por habérnoslas quitado— y los dejaré ir sanos y salvos bajo el yugo, señal ésta de oprobio de la que ellos se sirvieron contra otros pueblos. Estableceré la paz entre ambas naciones y eligiré a sus jinetes más ilustres como rehenes de estos tratados, hasta que el pueblo entero los ratifique. Actuando de este modo, pienso que haré cosas propias de un vencedor y de hombre humanitario, y que los romanos se alegrarán también con estas condiciones, ellos que, pese a que hacen gala de poseer un carácter noble, se las impusieron muchas veces a otros pueblos».
[5 ] Mientras Poncio decía estas cosas, el anciano rompió a llorar y, subiendo al carro, regresó a Caudio. Poncio convocó a los embajadores y les preguntó si había entre ellos algún fetial. Pero no había ninguno, pues habían emprendido la campaña para una guerra sin tregua ni cuartel. Por tanto, ordenó a los embajadores que dijeran a los cónsules, a los otros oficiales del ejército y a toda la multitud lo siguiente: «Siempre pactamos con los romanos la amistad que vosotros mismos quebrantasteis al aliaros con los sidicinos, que eran nuestros enemigos. Después, cuando se concertó de nuevo la paz, hicisteis la guerra a nuestros vecinos los neapolitanos y no se nos escapó a nadie que esto formaba parte de un ambicioso plan vuestro para dominar toda Italia. En los combates anteriores, tras obtener mucho provecho frente a la inexperiencia de nuestros generales, no mostrasteis nada de mesura hacia nosotros. Y ni siquiera os bastó con haber devastado nuestro país y haber ocupado plazas fuertes y ciudades de otro pueblo y enviar colonos a ellas, sino que, al enviaros embajadores por dos veces, haciéndoos muchas concesiones, nos impusisteis otras condiciones arrogantes, como la exigencia de someteros todo nuestro imperio. Nos tratasteis no como a un pueblo que está en negociación, sino como a quién ya ha sido hecho prisionero. Y, además de esto, decretasteis esta guerra sin tregua ni cuartel contra unos hombres amigos en otro tiempo y descendientes de los sabinos a los que hicisteis conciudadanos vuestros. Por consiguiente, no debiéramos concertar tratado alguno con vosotros por causa de vuestra ambición. No obstante, yo, por respeto a la cólera divina que vosotros despreciasteis y en recuerdo de nuestra relación familiar y amistad anteriores, os permito a cada uno que os marchéis sanos y salvos con una túnica, pasando bajo el yugo, en el caso de que queráis devolvernos nuestra tierra y todas las plazas fuertes, retirar a vuestros colonos de las ciudades y no hacer la guerra jamás contra los samnitas».
Al ser comunicadas estas condiciones al campamento, [6 ] se produjo en todo él un profundo clamor de dolor, pues consideraban la afrenta de pasar bajo el yugo peor que la muerte. Después, al enterarse de los jinetes que quedarían como rehenes, de nuevo se lamentaron profundamente. Sin embargo, aceptaron por necesidad estas condiciones y llevaron a cabo la ceremonia del juramento Poncio, los dos cónsules romanos Postumio y Veturio, dos cuestores, cuatro legados de las legiones y doce tribunos militares que representaban la totalidad de los oficiales que habían sobrevivido. Después de la toma del juramento, Poncio abrió una parte de la barricada y, tras clavar dos lanzas en el suelo con otra transversal encima, hizo salir a los romanos de uno en uno bajo ellas. Les dio algunos animales de carga para llevar a los enfermos y provisiones suficientes hasta que llegaran a Roma. Esta forma de liberación que llaman «los de bajo el yugo» me parece a mí que implica un ultraje similar al de si hubieran sido capturados en el combate.
Cuando se supo la desgracia en la ciudad, se produjeron [7 ] gemidos y lamentos de dolor como ante un duelo y las mujeres se golpeaban en señal de luto por los que se habían salvado de manera ignominiosa como si estuvieran muertos. Los senadores se despojaron de sus túnicas de color púrpura, se prohibieron las fiestas, casamientos y otras ceremonias de esta índole por un año entero, hasta que se reparase la desgracia. Algunos de los liberados se refugiaron en los campos por vergüenza, otros entraron de noche en la ciudad, y los cónsules lo hicieron de día, porque la ley les obligaba y llevaban las enseñas de su rango, pero no ejercieron más su autoridad.
(Exc. de las embajadas de los pueblos 2, pág. 517)
5
Una multitud de ochocientos jóvenes elegidos seguía a Dentato por admiración a su valor, dispuestos a todo. Esto suponía una dificultad para el senado en sus reuniones.
(Suda , s. v. zêlos )
6
[1 ] Un gran número de senones, una tribu celta, combatíó contra los romanos como aliados de los etruscos. Los romanos enviaron embajadores a las ciudades de los senones y se quejaron de que, estando bajo tratado, combatieran como mercenarios contra los romanos. Britómaris despedazó a estos embajadores y esparció los restos de sus cuerpos a pesar de sus emblemas de heraldo y sus vestidos sagrados, reprochándoles, a su vez, que los romanos habían matado a su padre mientras combatía en Etruria. El cónsul Cornelio, al enterarse de esta acción abominable cuando estaba de camino, dejó su campaña contra Etruria y marchó contra las ciudades de los senones con toda rapidez a través del territorio sabino y de los picenos, las destruyó y prendió fuego a todas; esclavizó a las mujeres y a los niños, y mató a todos los jóvenes adultos, excepto a un hijo de Britómaris, al cual, después de infligirle terribles ultrajes, se lo llevó para su triunfo.
Cuando los senones que estaban en Etruria se enteraron [2 ] de esta desgracia, condujeron a los etruscos contra Roma y, después de sufrir muchos reveses al no tener tierras propias en las que refugiarse, irritados por las desgracias ocurridas, atacaron a Domicio y perecieron muchos. El resto se dio muerte a sí mismo en su desesperación. Éste fue el castigo que sufrieron los senones como consecuencia de su crimen contra los embajadores.
(Exc. de las embajadas de los romanos 2 , pág. 68)
7
Cornelio realizó un viaje de inspección a lo largo de [1 ] la costa de la Magna Grecia con diez barcos de guerra. En Tarento, un demagogo llamado Filócaris, hombre de vida infamante, por lo que tenía el apodo de Tais, recordó a los tarentinos unos tratados antiguos en virtud de los cuales los romanos se comprometieron a no navegar más allá del cabo Lacinio. Y encendiendo sus ánimos, les convenció de que se hicieran a la mar contra Cornelio. Los tarentinos hundieron cuatro de sus barcos y apresaron uno solo con su tripulación. Acusaron también a los turios de que, a pesar de ser griegos, habían preferido refugiarse al lado de los romanos en vez de con ellos y de que eran los culpables de que los romanos hubieran traspasado los límites. Expulsaron a sus hombres más notables, arrasaron la ciudad y dejaron marchar a la guarnición romana bajo acuerdo.
Los romanos, al enterarse de estos sucesos, enviaron [2 ] embajadores a Tarento para exigir que devolviesen a los que habían hecho prisioneros no en la guerra sino mientras estaban de inspección; que restituyeran a su ciudad a los ciudadanos turios expulsados; que devolvieran lo que habían saqueado o una indemnización porlo que se había perdido, y que les entregaran a los responsables de estos actos criminales, si querían seguir siendo amigos del pueblo romano. Los tarentinos hicieron pasar con muchas reticencias a los embajadores a su consejo y, cuando estuvieron dentro, se burlaban de ellos cada vez que cometían algún fallo al expresarse en lengua griega, también se mofaron de sus túnicas y de las bandas de color púrpura. Pero un cierto Filónides, hombre burlón y amigo de las bromas, acercándose a Postumio, el jefe de la embajada, le volvió la espalda, se agachó, y tirándose de la toga, ultrajó al embajador. Todos los asistentes se rieron del hecho. Postumio tendiendo hacia adelante la túnica manchada, dijo: «Lavaréis esto con mucha sangre, vosotros que os alegráis con tales bromas». Como los tarentinos no dieron ninguna respuesta, los embajadores se marcharon. Y Postumio, sin lavar el ultraje de que había sido objeto su túnica, se lo mostró a los romanos.
[3 ] El pueblo se irritó profundamente y dio orden a Emilio 3 , que estaba luchando contra los samnitas, de que dejara por el momento la campaña samnita e invadiera el territorio tarentino y les ofreciera las mismas propuestas de paz que la legación anterior, y si no estaban de acuerdo, les hiciera la guerra con todas sus fuerzas. Él les hizo las mismas ofertas y ya esta vez no se rieron, pues veían al ejército, pero estaban divididos casi por igual en sus opiniones. Finalmente, alguien, al verlos sin saber qué hacer y enzarzados en disputas, les dijo: «Entregar a ciudadanos es propio de gente ya esclavizada y hacer la guerra nosotros solos es arriesgado. Si queremos salvaguardar a toda costa nuestra libertad y luchar en igualdad de condiciones, llamemos a Pirro, rey de Epiro, y hagámosle nuestro general en esta guerra». Y así se hizo.
(Exc. de las embajadas de los romanos 3, pág. 68)
8
Después del naufragio, Pirro, rey de Epiro, desembarcó en Tarento. Los tarentinos, entonces, estaban muy molestos con los oficiales del rey, que se habían instalado por la fuerza en sus casas y habían abusado abiertamente de sus mujeres e hijos. Después, Pirro puso fin a sus comidas de hermandad y a otras reuniones y pasatiempos, por no considerarlas convenientes para un estado de guerra, les ordenó ejercicios militares y estableció como castigo la pena de muerte para quienes desobedecieran las órdenes. En este punto los tarentinos, fatigados por ejercicios y tareas a las que estaban absolutamente desacostumbrados, huyeron de la ciudad, como si les fuera extraña, hacia los campos. El rey cerró las puertas y estableció guardianes. Y los tarentinos comprendieron con claridad su propia estupidez.
(Exc. de virt. 6 , pág. 219)
9
En Regio había una guarnición romana para la seguridad [1 ] y custodia de la ciudad contra los enemigos. Estos soldados y su jefe, Decio, envidiando los bienes de sus habitantes, aguardaron a una ocasión en que estaban de fiesta en un día sagrado y los mataron y violaron a sus mujeres. Adujeron como excusa de su crimen que los habitantes de Regio iban a entregarle la guarnición a Pirro. Decio se convirtió en gobernante absoluto, en vez de prefecto de guardia, y estableció lazos de amistad con los mamertinos que habitaban al otro lado del estrecho de Sicilia y que, no mucho tiempo antes, habían cometido un ultraje similar con sus propios huéspedes.
Como sufría una afección de los ojos y desconfíaba [2 ] de los médicos de Regio, hizo venir, desde Mesina, para que le curase, a un hombre de Regio que había emigrado a Mesina hacía tiempo, que no se conocía que era de Regio. Éste le convenció para que usase ciertos fármacos calientes, si quería un pronto restablecimiento. Le ordenó que se frotara los ojos con algunos ungüentos abrasadores y corrosivos y que aguantara el dolor hasta que él regresara. Luego retornó en secreto a Mesina. Decio, después de soportar el dolor por mucho tiempo, se lavó el ungüento y descubrió que había perdido la vista.
[3 ] Fabricio fue enviado por los romanos para restablecer el orden, devolvió la ciudad a los habitantes que aún quedaban de Regio y envió a Roma a los guardianes responsables del motín. A éstos los azotaron en mitad del foro, los decapitaron y arrojaron sus cuerpos sin enterrar. Y Decio que, por estar ciego, fue puesto en prisión con negligencia, se suicidó.
(Exc. de virt . 7, pág. 219)
10
[1 ] Pirro, el rey de Epiro, tras derrotar a los romanos, deseaba que su ejército se recuperara de la dura batalla. Como esperaba que aquéllos se avendrían, en especial entonces, a entablar negociaciones para la paz, envió a Roma a Cineas el tesalio, que gozaba de fama por sus dotes de orador hasta el punto de haber sido comparado con Demóstenes. Cineas, al ser introducido en el senado, hizo muchos elogios en un tono grandilocuente acerca de su rey y recalcó, en especial, su moderación tras el combate, porque no había atacado de inmediato la ciudad ni el campamento vencido. Les ofreció la paz, la amistad y la alianza con Pirro, si incluían en estos tratados a los tarentinos, dejaban libres y autónomos a los demás griegos que habitaban en Italia y devolvían todo lo que habían apresado en la guerra a los lucanios, samitas, daunios y brucios. Afirmó que, si se realizaban estos tratados, Pirro les devolvería a los prisioneros sin rescate.
Ellos dudaron mucho tiempo, sobrecogidos por la [2 ] fama de Pirro y por la desgracia que les había ocurrido, hasta que Apio Claudio el Ciego, que se hallaba ya privado de la vista, ordenó a sus hijos que lo llevaran al senado y allí dijo: «Estoy enojado, porque he perdido la visión, pero ahora, también, porque conservo la capacidad de oír. Pues nunca pensé ver ni oír tales deliberaciones de vosotros que, por un solo fracaso, os olvidasteis, en bloque, de vosotros mismos y proyectáis hacer amigos, en vez de enemigos, a quien os hizo esto y a los que lo llamaron, y pensáis entregar la herencia de vuestros antepasados a los lucanios y a los brucios. ¿Qué es esto sino convertir a los romanos en siervos de los macedonios? Y algunos se atreven a llamar a este hecho paz, en vez de esclavitud». Apio, tras decir otras muchas cosas similares a éstas y enardecer los ánimos con ellas, expuso que, si Pirro deseaba la amistad y la alianza de los romanos, se retirara de Italia y entonces enviara una embajada, pero que si permanecía allí, no esperara ser amigo ni aliado, ni juez ni árbitro de los romanos.
El senado dio como respuesta a Cineas lo que precisamente [3 ] había dicho Apio. Hicieron una leva de dos legiones para Levino 4 con la proclama siguiente: que se inscribiera en el ejército todo el que quisiera dar su nombre para reemplazar a los que habían muerto. Y Cineas, que todavía estaba presente, al ver que ellos se empujaban en su afán de enrolarse, se dice que al regresar junto a Pirro le dijo: «Estamos luchando contra una hidra». Hay otros, en cambio, que opinan que no fue Cineas, sino el propio Pirro, quien dijo esta frase, cuando vio un ejército romano mayor que el anterior, pues el otro cónsul, Coruncanio, llegó desde Etruria con sus fuerzas para unirse a Levino. Se dice también que Cineas, al preguntarle Pirro otras cosas sobre Roma, le respondió que era una ciudad, en su totalidad, de generales, y, como Pirro se admirara, se rectificó a sí mismo y dijo: «De reyes mejor que de generales». Pirro, al ver que ninguna propuesta de paz salía del senado, se apresuró contra Roma devastándolo todo. A la altura de la ciudad de Anagnia, con el ejército pesado por la carga del botín y la gran cantidad de prisioneros, aplazó el combate y se volvió a Campania, enviando por delante a los elefantes, y distribuyó el ejército entre los cuarteles de invierno de las distintas ciudades.
[4 ] Embajadores romanos le propusieron rescatar a los prisioneros o canjearlos por los tarentinos y los otros aliados suyos que tenían en su poder. Sin embargo, él respondió que si, como ya había dicho antes Cineas, se avenían a hacer la paz, liberaría a los prisioneros sin rescate alguno, pero que si estaban dispuestos a proseguir la lucha, no dejaría ir a tantos hombres valientes para que lucharan contra él. No obstante, dispensó a la legación una hospitalidad regia y, enterado de que Fabricio, el jefe de la misma, tenía mucha influencia en la ciudad y era un hombre sumamente pobre, se le aproximó y le dijo que si le conseguía el tratado, le llevaría al Epiro como lugarteniente suyo y partícipe de todas sus posesiones. Le invitó a que tomara ya desde aquel momento una cierta cantidad de dinero, con el pretexto de que se la iba a dar para los que iban a arreglar la paz. Fabricio, por su parte, rompió a reír y no hizo ningún comentario sobre los asuntos públicos pero replicó: «Mi independencia no podéis tomarla ninguno de tus amigos ni tú mismo, rey, y estimo en mucho más a mi pobreza que a la riqueza y miedo a un tiempo de los tiranos». Otros, sin embargo, afirman que no fue ésta su respuesta sino: «Ten cuidado, no sea que los epirotas, adoptando mi naturaleza, me prefieran a mí».
Cualquiera que fuese la respuesta, Pirro quedó admirado [5 ] de la altivez de su espíritu y buscó otro camino para conseguir la paz. Permitió a los prisioneros que marcharan a las fiestas saturnales 5 sin vigilancia, a condición de que, si la ciudad aceptaba las propuestas de Pirro, se quedaran libres ya de su prisión, pero que, si no las aceptaba, regresaran a su lado al finalizar las fiestas. El senado les ordenó, aunque ellos les suplicaron e instaron fervientemente a aceptar las propuestas de paz, que se entregaran voluntariamente a Pirro al finalizar el festival en el día fijado y decretó la pena de muerte para los que pospusieran el día. Todos observaron la orden y Pirro pensó, de nuevo, que la guerra era inevitable.
(Exc. de las embajadas de los pueblos 3, pág. 520)
11
A Pirro le tenía perplejo ya la marcha de los asuntos [1 ] romanos y también le causó cierta zozobra un levantamiento entre los molosos. Entonces Agatocles, tirano de Sicilia, acababa de morir y Pirro, que estaba casado con su hija Lanasa, empezó a mirar la isla, en vez de a Italia, como posesión particular. Sin embargo, dudaba todavía en dejar sin ningún acuerdo de paz a los que le habían llamado en su ayuda. Por tanto, aferrándose complacido al pretexto que le había proporcionado la devolución del traidor, testificó su gratitud a los cónsules y envió a Roma a Cineas para que corroborara dicha gratitud por la salvación de su vida, llevara como recompensa a los prisioneros y se procurara la paz del modo que pudiera. Cineas llevó muchos regalos para hombres y mujeres, pues se había enterado de que la ciudad gustaba mucho del dinero y de los regalos, y de que las mujeres tenían mucha influencia desde siempre entre los romanos.
[2 ] Pero ellos se prevenían unos a otros contra la aceptación de los regalos y dicen que nadie, ni hombre ni mujer, cogió nada. Le respondieron igual que antes: que cuando Pirro se marchase de Italia enviara embajadores sin regalos y que no dudarían en hacer nada de lo que fuera justo. Sin embargo, dieron un magnífico hospedaje a los embajadores y devolvieron a Pirro los prisioneros tarentinos y de sus otros aliados. Pirro, a la vista de esto, partió hacia Sicilia con los elefantes (...) y ocho mil jinetes prometiendo a sus aliados que volvería a Italia desde Sicilia. Y regresó al cabo de tres años, cuando lo expulsaron de allí los cartagineses.
(Exc. de las embajadas de los pueblos 4, pág. 523)
12
[1 ] Pirro, después de la batalla y el tratado con los romanos, navegó hacia Sicilia, prometiendo a sus aliados que regresaría desde Sicilia a Italia. Y regresó al cabo de tres años, cuando lo expulsaron de allí los cartagineses y era ya una pesada carga para los sicilianos por causa del hospedaje, del suministro de víveres, de las guarniciones y los tributos que les había impuesto. Enriquecido por estos tributos, regresó a Regio con ciento diez navíos de guerra y un número mucho mayor de barcos mercantes y de transporte. Pero los cartagineses, en un combate naval, le hundieron setenta barcos y, a excepción de doce, dejaron a los demás inservibles para navegar. Pirro huyó con éstos y se tomó venganza sobre los locrios epizefirios que habían matado a su guarnición y al jefe de ésta por los ultrajes cometidos contra ellos. Pirro los masacró y saqueó con saña cruel, sin respetar siquiera las ofrendas del templo de Prosérpina, y comentó con sorna que la piedad extemporánea era superstición y que era una buena decisión amontonar riquezas sin trabajo.
Una tormenta le sorprendió cuando se había hecho [2 ] a la mar con los despojos del saqueo, y hundió a algunos de sus barcos con sus tripulaciones y a los otros los arrojó contra la costa. Sin embargo, las olas llevaron de vuelta intactos, todos los objetos sagrados a los puertos de los locrios, de forma que Pirro, dándose cuenta tarde de su impiedad, los restituyó al templo de Prosérpina y trató de propiciarse a la diosa con muchos sacrificios. Pero como las víctimas no eran propicias, se enfureció todavía más y dio muerte a los que le habían aconsejado el saqueo del templo o a quienes habían asentido a su propuesta o habían tomado parte en el hecho. Tal fue el desastre de Pirro.
(Exc. de virt . 8, pág. 220)
1 Gayo Marcio Rutilo, cónsul en el 342 a. C., que Apiano, o su fuente, confunde con L. Emilio Mamerco, maestro de caballería de M. Valerio Corvo, dictador el mismo año (d. LIVIO , VII 39, 17). Estos dos capítulos refieren la sedición militar del ejército romano durante la primera guerra samnita.
2 Combate entre Gémino Mecio, un jinete tusculano, y T. Manlio, hijo de T. Manlio Torcuato, cónsul en el 340 a. C.
3 L. Emilio Bárbula, cónsul en el 281 a. C.
4 P. Valerio Levino, cónsul en el 280 a. C.
5 Fiestas en honor de Saturno. Tenían lugar el 17 de diciembre. Eran fiestas más o menos licenciosas, con una mayor permisividad y relajamiento de las costumbres. Se daba una cierta libertad a los esclavos durante estos días e, incluso, había una subversión de las clases sociales. Los esclavos se sentaban a la mesa y se hacían servir por sus dueños.