Читать книгу Wink, Poppy, Midnight - April Genevieve Tucholke - Страница 20

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El interior de la granja Bell era tan caótico y desordenado como uno podría esperar de una casa con tantos perros y niños corriendo como locos. La cocina era larga y rectangular. Había cestas con huevos morenos en la encimera de madera, boles llenos de manzanas y bolsas de patatas y cebollas. Había macetas colgadas del techo y una pila de ropa limpia y doblada al final de la mesa, y todo parecía pulcro y ordenado dentro de su estilo desorganizado.

Las paredes eran de un azul turquesa intenso y había una cocina de leña encendida en un rincón. Todo olía a pan de jengibre, y la madre de Wink me ofreció un trozo mientras esperaba. Era una mujer baja con grandes curvas, suspicaces ojos verdes y largo cabello rojo, sin canas. Llevaba el pelo en gruesas trenzas entrecruzadas en la cabeza con un estilo que parecía tanto antiguo como artístico y moderno. Llevaba una especie de camisola negra, una falda larga de muchos colores y botas negras con cordones enrevesados. Tenía el aspecto que uno imaginaría que debe de tener una adivina…, pero también tenía aspecto de madre. Una madre a la que le gusta vestirse de manera interesante y moderna en lugar de con los clásicos pantalones beige y chaquetas de punto de color pastel.

Mi madre también tenía un estilo moderno. Era escritora y quería que la gente lo supiera. Llevaba gafas de pasta grandes y redondas, tenía un frondoso cabello castaño y vestía con ropa larga y envolvente que usaba con botas de vaquero marrones. La gente la miraba cuando iba de compras y a ella le gustaba que fuera así. De modo que la madre de Wink me hizo sentir como en casa.

El bizcocho era oscuro, casi negro. Sabía a jengibre y melaza. Lo comí en la mesa de madera mientras unas pequeñas manos pegajosas se estiraban hacia el molde, cuyo contenido fue desapareciendo trozo a trozo mientras yo estaba allí. Los Huérfanos me hacían preguntas mientras tomaban rápidamente trozos de pan de jengibre, uno tras otro, sin esperar mis respuestas, como si las preguntas fueran lo único importante…

«¿Cómo te llamas?»

«¿Crees en los fantasmas?»

«¿Has visto al fantasma que vive en tu casa?»

«¿Cómo de rápido corres?»

«¿Has jugado alguna vez a “Sigue los gritos”?»

«¿Tienes perro?»

«¿Te gustan los veleros?»

Traté de contar cuántos niños había. Lo hice. Pero todos se movían de un lado a otro, todos eran pelirrojos de ojos verdes, a excepción de una niña morena de ojos marrones, que me sonrió dulcemente mientras tomaba el segundo trozo de pan de jengibre. Concluí que eran cinco, aproximadamente. Dieron vueltas alrededor de la madre de Wink cuando ella empezó a preparar sopa en la cocina de leña, hasta que finalmente salieron de casa cerrando la mosquitera con fuerza, seguidos por tres perros sonrientes: dos grandes golden retrievers y un pequeño terrier blanco.

Considerando cómo era mi vida en ese momento, con tanta tranquilidad, especialmente desde que Alabama y mi madre se habían marchado a Francia… Uno podría pensar que aquel caos me habría estresado. Pero no. Me gustó.

Oí pasos en la escalera y Wink regresó con un vestido verde que parecía un poco anticuado, pero qué sabía yo de la moda… Solía llevar pantalones y camisa negra, como Alabama. A él le gustaba vestirse como Johnny Cash o como un pistolero sin pistolas, y decidí que si era bueno para Alabama, era bueno para mí.

El cabello rojo de Wink seguía estando desgreñado y salvaje. Se movía alrededor de su carita en forma de corazón y la hacía parecer todavía más pequeña y aniñada. Me sonrió y le sonreí.

—¿Qué tal el pan de jengibre? —preguntó.

—Muy bueno.

—Ya has conocido a los Huérfanos.

—Sí.

—¿Puede leerte las cartas Mim?

En mi favor, debo decir que asentí.

La madre de Wink se volvió hacia nosotros y me hizo sentar en la silla más próxima de la larga mesa de madera. Extrajo un gastado mazo de cartas de tarot de algún bolsillo escondido cerca de la cadera y me las ofreció.

—Elige tres.

Lo hice y las dejé sobre la mesa. Wink y su madre se inclinaron por encima de mí.

Wink señaló la primera carta.

—El tres de espadas.

—El tres de espadas es la carta de pérdida y relaciones rotas —dijo la señora Bell.

Su voz no era soñadora ni espiritual, era práctica y objetiva, como si estuviera hablando del tiempo.

—Las cosas perdidas no volverán a encontrarse. El dos de espadas es la carta de las elecciones difíciles, pero el tres de espadas… Ya has aceptado las cosas como son y has tomado una decisión. Tus pies ya han elegido un camino. Ahora, si el camino es o no el correcto… —Se encogió de hombros.

Wink señaló las dos cartas siguientes.

Un hombre y una mujer desnudos mirando a un ángel.

Un rey con corona montado en un carro, con dos caballos al frente.

—El carro y los enamorados. —Wink sonrió.

—¿Y estas qué significan? —pregunté.

Pero Wink solo levantó los hombros y continuó sonriendo misteriosamente, como la Mona Lisa.

Varios años atrás, mi madre había escrito una novela de misterio titulada El asesino del tarot. Visitó a muchas especialistas en tarot de Seattle para investigar. Después nos contó a Alabama y a mí que algunas eran embaucadoras; otras, finas observadoras de la naturaleza humana; y otras habían sido inexplicable e inquietantemente precisas. Y por lo que ella había visto, las verdaderas lectoras no tenían puntos en común. Algunas eran ancianas, otras jóvenes, algunas tenían miradas brillantes y energía, otras eran calladas y distantes. Una de ellas había adivinado incluso el mayor secreto de mi madre…, un secreto que no le había contado a nadie. Cuando Alabama y yo le preguntamos de qué secreto se trataba, se alejó en silencio.

Realizado el trabajo, la señora Bell perdió el interés en mí y volvió a la cocina de leña. Wink se quedó junto a mi silla sin decir nada.

Me levanté y la cogí de la mano. Cruzamos la puerta con mosquitera, portazo, atravesamos el jardín, los perros ladraban alegremente, y nos adentramos en el bosque oscuro y profundo hacia el atardecer.

Un kilómetro y medio de agujas de pino crujiendo bajo los pies, oscuridad creciente, árboles altos y negros, senderos retorcidos, aire fresco nocturno. En las montañas, refrescaba por la noche. También en verano.

Wink y yo íbamos cogidos de la mano y ella no decía una sola palabra.

Poppy había dicho que debería conocerla mejor. Que deberíamos ser amigos. Pero yo no estaba solamente obedeciendo sus órdenes: no había ningún otro lugar donde desease más estar que caminando hombro con hombro, paso a paso, con Wink Bell.

Sus dedos se movieron entre los míos y me apretaron más fuerte.

—¿Wink? —Me miró—. ¿Cómo es? ¿Cómo es criarse en una granja con un montón de hermanos y una madre que echa las cartas del tarot?

Se encogió de hombros.

—Normal. —Hizo una pausa de un segundo—. ¿Tu madre no es escritora? ¿Cómo es tener una madre que vive de inventar historias?

Me encogí de hombros.

—Normal.

No le conté la historia completa, que mi madre se había marchado con Alabama. No quería ponerme triste. Y, de todas maneras, iba a imaginarlo cuando no viera a mi madre ni a mi hermano durante todo el verano.

El siniestro tejado abuhardillado de la casa Romano Fortuna apareció frente a nosotros; con sus cuatro chimeneas empujando hacia el cielo oscuro. Me detuve conteniendo el aliento.

Tal vez fue porque nos hallábamos en el medio del bosque, cerca de una casa abandonada, rodeados de árboles y nadie que te oyera si gritabas, pero, de repente, tuve un mal presentimiento.

Todo estaba oscuro. El silencio era muy denso.

Y luego oí una risa.

Y otra.

Voces ahogadas.

Más risas.

Y entonces aparecieron las llamas. Anaranjadas y sedosas, ondeando contra el cielo.

Un chico se apartó de una pila de leños, sonriendo, de la forma en que lo hacen los chicos cuando consiguen encender un fuego.

Miré a mi alrededor.

Maldición.

Habíamos acabado en medio de una fiesta de Poppy.

Sus fiestas eran secretas, compuestas por Peligro Amarillos y unos pocos aduladores. Iban cambiando de lugar. A veces se celebraban en el cementerio Green William o en la descuidada calle principal de alguno de los pueblos cercanos abandonados durante la fiebre del oro, o junto al río Recodo Azul.

A veces me invitaban. En general, no.

Los Peligro Amarillos eran el círculo íntimo de Poppy: el amarillo era una referencia al opio, porque Poppy significa «amapola». Pero todos los llamaban simplemente los Amarillos. Dos chicos y dos chicas, y ninguno de ellos ni la mitad de malvado o guapo que ella. A Poppy le gustaba dar falsas esperanzas a los chicos, y una semana le dedicaba toda su atención a Thomas y la siguiente a Briggs. Solo para mantenerlos a sus pies. Las chicas eran Buttercup y Zoe. Se vestían como gemelas, aunque no lo eran. Siempre llevaban vestidos negros, carmín rojo, calcetines a rayas y un par de miradas maliciosas. Sin embargo, Buttercup era alta y llevaba su melena negra hasta la cintura, y Zoe era diminuta y tenía el cabello corto castaño y rizado; ambas eran guapas pero, definitivamente, no eran hermanas. No había hablado directamente con ellas en mi vida. No eran importantes. No, porque estaba Poppy.

Poppy.

Los Amarillos la rodeaban como los rayos al sol. Llevaba botas hasta la rodilla y una falda amarilla, corta y suelta, que apenas cubría lo que tenía que cubrir. Llevaba un pañuelo azul de seda alrededor de su esbelto cuello, y sus muslos eran tan largos y blancos que me mareaban.

Dios, cómo la odiaba.

Deseaba coger a Wink y volver corriendo por donde habíamos venido.

Aparté el deseo y seguí caminando.

Los Amarillos me miraron con esa expresión de lástima tan usual en ellos, pero yo le hice un leve saludo con la cabeza a Poppy y continué mi camino con Wink a mi lado, como si fuéramos bienvenidos. Como si nos hubiesen invitado.

La hoguera ya formaba llamas de dos metros, que casi arañaban el techo inclinado del porche de la casa Romano Fortuna. Al acercarme, el calor me golpeó la piel con rapidez. Me resultó agradable. Miré a Wink y tenía los ojos cerrados hacia el calor.

No me di la vuelta para mirar a Poppy y a los Amarillos.

Reconocí a cinco o seis alumnos del instituto que no eran Amarillos. Ropa perfecta y pelo perfecto y brillante. El único momento en que los aspirantes a Amarillos habían notado mi presencia era cuando Alabama estaba conmigo. Entonces las chicas me hablaban con una voz muy dulce para mostrarle a él lo agradables que podían ser con su hermano no popular.

Todos susurraban en vez de gritar y reírse, y no había música, los Amarillos no la tolerarían. A Poppy le gustaba que sus fiestas fueran silenciosas.

Una chica llamada Tonisha estaba repartiendo tarros de cristal con espumosa cerveza tostada sacada de un barril cercano. Seguramente sería una cerveza IPA artesanal, porque los Amarillos no bebían nada que fuera barato, pero dije que no cuando nos ofrecieron, y Wink también. Se levantó un viento inesperado y las hojas crujieron en los árboles, silbaron todas a la vez de esa manera que siempre me eriza la piel.

Los dedos de Wink me apretaron con fuerza de nuevo. Bajé la mirada hacia ella.

El contraste con Poppy era profundo.

Cabello lacio, rubio y brillante.

Cabello crespo, rojo y rizado.

Alta y delgada.

Baja y pequeña.

Conocía el cuerpo de una de ellas, cada pliegue, cada centímetro, cada dedo, cada curva.

La otra tenía la mano entre la mía y nos tocábamos por primera vez.

Ambas eran un misterio.

—¿Wink?

Alzó la mirada hacia mí.

—Creo que me gustará tener a los Bell de nuevos vecinos —le dije.

Asintió, con el rostro muy serio.

—Seremos buenos para ti —afirmó.

Sonreí ante su comentario.

—Tus hermanos hacen muchas preguntas.

Asintió nuevamente.

—Hacen eso con las personas que les gustan.

Hablábamos en afirmaciones breves y rápidas, y no tenía nada que ver con lo anterior, delante de mi casa, cuando Wink no dejaba de hablar dulcemente de La Cosa de las Profundidades o permanecía tranquila y silenciosa, mientras la brisa le agitaba el pelo. Supuse que odiaba estar allí, en la fiesta de Poppy. En mi caso, no cabía ninguna duda. Realmente, ¿qué tenía de divertido estar allí en la oscuridad, susurrando y bebiendo cerveza?

Tal vez había cometido un error al no haber dado la vuelta para regresar corriendo por el camino. Pero, maldición, no quería que Wink pensara que era un cobarde. Había sido un cobarde durante mucho tiempo.

—¡Esta casa es mala! —exclamó Wink de pronto, alzando la mirada muy arriba, hacia el techo inclinado—. La casa Romano Fortuna no es una casa con suerte. Nunca lo ha sido.

Quedaba a un kilómetro y medio del pueblo y a un kilómetro y medio de la granja Bell, justo en el medio. Había permanecido vacía durante años, y las casas se vienen abajo muy rápidamente cuando nadie se ocupa de ellas. Los arbustos eran enormes y la hierba de delante estaba cubierta de piñas. El camino de grava que conducía a la casa desde el pueblo no era más que una extensión de agujas de pino marrones y brotes que luchaban por crecer en la penumbra.

Alcé también la mirada y observé la casa. Grande, gris y en ruinas. Los ventanales miradores del frente estaban rotos y se podía ver la sombra del deteriorado piano de cola que yo sabía que había en el interior. Todos habíamos explorado la casa Fortuna de niños. Nos desafiábamos entre nosotros a entrar y poner los dedos en las agrietadas teclas de marfil, subir por la tambaleante y crujiente escalera y echarnos sobre la manta polvorienta y mordida por las ratas que aún cubría la cama del dormitorio principal.

Me sorprendió que Poppy quisiera hacer una fiesta allí. La valiente Poppy, que no le tenía miedo a nada… excepto a la Romano Fortuna. Ni siquiera los Amarillos sabían cuánto odiaba ese lugar. Solo yo. Había estado con ella el verano anterior, a su lado, mientras subía los escalones del porche y luego se negaba a cruzar la puerta, como un perro que capta un mal olor. Se echó a reír y dijo que las casas embrujadas eran una estupidez. Pero sus pies de uñas perfectamente pintadas, dentro de sandalias caras y delicadas, no traspasaron el ruinoso umbral.

La desaparición de Romano Fortuna fue uno de los mayores misterios del pueblo. Era joven y soltero, médico del hospital donde ahora trabajaban los padres de Poppy. Y cuando compró una magnífica mansión en las afueras del pueblo, en medio del bosque, y la llenó de magníficos objetos, la gente pensó que se casaría con una hermosa joven y vivirían felices por siempre jamás. Pero no fue así. Vivió en la casa durante dos años y nunca hizo una fiesta ni invitó a nadie a cenar. Y luego, una mañana, no fue a trabajar. Pasaron los días. Cuando finalmente la policía derribó la puerta, encontraron el interior congelado en el tiempo, como si Romano acabara de salir a tomar un poco el aire. Había una cafetera en la mesa, helada, y un plato con un sándwich mohoso a medio comer. La leche se había echado a perder en la nevera. La radio todavía estaba encendida, emitiendo viejos y tristes blues del Delta…, o por lo menos esos fueron los rumores.

—Si te contara lo que le ocurrió a Romano, no me creerías —dijo Wink de pronto, como si pudiera leerme la mente.

Se encogió de hombros, y estos desaparecieron debajo de su pelo rojo y revuelto.

Mordí el anzuelo.

—Sí, Wink, te creería.

Negó con la cabeza, sonriente.

—Déjame adivinar. Los fantasmas hicieron que Romano Fortuna huyera gritando en medio de la noche. Ahora se encuentra en un manicomio y está loco de atar.

Volvió a negar con la cabeza.

—La casa está embrujada, pero esa no es la razón de que Romano se fuera. A veces, la gente simplemente se va, Midnight. Se dan cuenta de que están en el camino equivocado o en la historia equivocada, y se marchan en medio de la noche y no regresan.

Ese era el momento. Ahí tenía mi oportunidad de decir que yo sabía mucho de personas que se marchaban, que mi madre cogió a mi hermano y se fue, no en medio de la noche, pero se fue igualmente.

El momento estaba pasando de largo y yo lo dejaba escapar…

Wink me lanzó una mirada penetrante, como si supiera qué estaba pensando.

—Una vez, Mim le leyó las cartas a una mujer muy muy mayor que había vivido en París. Le contó a mi madre que aún tenía un apartamento en la margen derecha del Sena, con sus muebles, su ropa y todo. No había regresado desde la segunda guerra mundial. Dijo que un día decidió que ya no quería saber nada más de París ni de la guerra y no volvió nunca.

—¿Eso es cierto, Wink?

—Por supuesto. Todas las historias extrañas lo son.

Y, de repente, los dos dejamos de hablar. Nos quedamos uno al lado del otro sin decir una palabra.

Estaba regresando esa sensación que había tenido antes, esa sensación de paz y tranquilidad…

Risas.

Levanté la vista.

Los Amarillos estaban observándonos. También Poppy. Ella dijo algo y ellos se rieron otra vez. Y luego ella lo repitió. Más fuerte.

—Apuesto a que Salvaje lleva ropa interior de niña. Estoy segura de que todavía lleva braguitas blancas de algodón con lunares o mariposas. ¿Qué decís, Amarillos? ¿Deberíamos averiguarlo?

—¡Cállate, Poppy! —exclamé, intentado sonar tranquilo y seguro, como Alabama.

Pero debí de hacerlo mal porque Poppy me devolvió una larga y lenta sonrisa de suficiencia.

Miré a Wink y su rostro estaba sereno.

—Sujetadlos —dijo Poppy.

Y los Amarillos ya estaban encima de nosotros. Los chicos me sujetaron de los brazos y me inmovilizaron. Buttercup y Zoe fueron a por Wink y ella no se movió, ni siquiera se inmutó. Se quedó donde estaba, con aspecto tranquilo. Casi como si hubiera estado esperando desde el principio que eso sucediera y estuviera contenta de que terminara de una vez.

Los que no eran Amarillos se reunieron a nuestro alrededor y nos observaron, esperando para ver qué haría Poppy a continuación. Tonisha, Guillermo, Finn, Della y Sung. Cabello caro y brillante. Ropa cara y brillante. Rostros caros y brillantes.

—No lo hagas, Poppy —dije—. Por favor. —Esta vez, ni siquiera intenté sonar como mi hermano.

Pero extendió los brazos y aferró el borde del vestido verde de Wink y lo levantó de un tirón.

Wink y sus piernas blancas y delgadas, calcetines rojos hasta las huesudas rodillas.

Ropa interior blanca, con pequeños unicornios.

Como Poppy había predicho.

Poppy extendió el brazo.

—¡¿Veis?! —exclamó.

Y rió.

Y rió.

Wink, Poppy, Midnight

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