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—¿Dónde has estado? —dijo Sigurdur Óli cuando Erlendur volvió a la oficina.

Le contestó con una pregunta:

—¿Ha llamado Eva Lind?

Sigurdur Óli dijo que le parecía que no. Sabía lo que le pasaba a la hija de Erlendur, pero ninguno de los dos lo mencionaba. Pocas veces hablaban de sus asuntos privados.

—¿Hay algo nuevo sobre Holberg? —preguntó Erlendur cuando entró en su despacho.

Sigurdur Óli le siguió y cerró la puerta. Los asesinatos no eran frecuentes en Reikiavik y las pocas veces que se cometía alguno el caso llamaba mucho la atención. La policía tenía por costumbre no desvelar detalles de su investigación criminal a la prensa, a no ser que fuera necesario. Ahora era distinto.

—Sabemos algo más de él —dijo Sigurdur Óli, y abrió una carpeta que llevaba consigo—. Nació en Saudarkrókur hace sesenta y nueve años. Desde hacía algún tiempo trabajaba de camionero en la empresa Transportes de Islandia. Aún seguía ahí, aunque de forma esporádica.

Sigurdur Óli se calló.

—¿No tendríamos que hablar con sus compañeros de trabajo? —agregó.

Acto seguido se arregló la corbata. Llevaba un traje nuevo, era alto y bien parecido. Había estudiado criminología en Estados Unidos. Era la antítesis de Erlendur: moderno y metódico.

—¿No habría que establecer un perfil de ese hombre? —continuó—. ¿Conocerle un poco?

—¿Perfil? —dijo Erlendur—. ¿Eso qué es? ¿Una imagen de su perfil? ¿Quieres una foto de su perfil?

—Recopilar información sobre él, ¡qué va a ser!

—¿Qué opina la gente en general? —preguntó Erlendur ma-noseando un botón de su jersey, que finalmente se soltó y le cayó en la mano.

Erlendur era de constitución fuerte, algo llenito y su mata de pelo de color castaño. Era uno de los investigadores de la policía con más experiencia en el cuerpo. Normalmente se salía con la suya. Tanto los jefes como los otros empleados hacía tiempo que habían dejado de intentar contrariarle. A lo largo de los años le habían ido dejando hacer. A Erlendur eso le parecía bien.

—Se está buscando al de la chaqueta militar. Es probable que sea un chiflado. Algún joven que pretendía sacarle dinero a Holberg y al que le entró pánico.

—¿Y qué pasa con la familia de Holberg? ¿No tenía?

—No hay familia. Aunque aún no tenemos toda la información. Seguimos buscando datos sobre parientes, amigos, compañeros de trabajo... ya sabes, antecedentes. El perfil.

—Según lo que vi en la vivienda, tengo la impresión de que era un solitario y que llevaba mucho tiempo aislado.

—Sí, tú sabes qué es eso, ¿verdad? —se le escapó a Sigurdur Óli.

Erlendur hizo como si no lo hubiera oído.

—¿Algo nuevo del médico forense o del departamento técnico?

—Tenemos un informe provisional. No explica nada que no sepamos. Holberg murió de un golpe en la cabeza. El golpe fue fuerte, pero la forma del cenicero y las aristas puntiagudas fueron definitivas. Le rompieron el cráneo y causaron la muerte de forma casi instantánea. También parece que se dio con la esquina de la mesita al caerse. Tenía una fea herida en la frente que coincide con la mesita. Las huellas dactilares del cenicero eran de Holberg; aunque luego encontraron otras dos huellas, una de las cuales también está en el lápiz.

—Que seguramente serán del asesino.

—Es probable que sean del asesino, sí.

—O sea, un típico asesinato islandés chapucero. Eso es lo que tenemos.

—Típico. Y en eso basamos nuestro trabajo.

Seguía lloviendo. Las depresiones venían del sur del Atlántico que en esta época del año y se desplazaban, una tras otra, desde el sur hacia el este del país acompañadas de vientos fuertes, lluvia y triste oscuridad. El departamento técnico seguía trabajando en la vivienda de Las Marismas. A Erlendur la cinta policial amarilla que rodeaba la casa le recordaba a la compañía eléctrica: un agujero en la calle, una tienda de campaña de lona sucia encima del hoyo, un destello de soldador dentro de la tienda, todo rodeado por una cinta amarilla. Del mismo modo, la policía había limitado el escenario del crimen con una pulcra banda amarilla con el nombre del departamento. Erlendur y Sigurdur Óli se encontraron con Elínborg y con otros agentes que habían registrado la casa con minuciosidad toda la noche y ahora terminaban su trabajo.

Los vecinos de las casas colindantes fueron interrogados, pero, desde el lunes por la mañana y hasta el momento en que se encontró el cadáver, ninguno había notado nada ni visto a nadie sospechoso cerca del lugar del crimen.

Erlendur y Sigurdur Óli se quedaron solos en la casa. El charco de sangre de la alfombra se había convertido en una mancha negra. Se habían llevado el cenicero como prueba, igual que el lápiz y el cuaderno. Todo lo demás estaba intacto. Sigurdur Óli se ocupó del recibidor y del pasillo que conducía a las habitaciones; Erlendur permaneció en el salón. Ambos se pusieron los guantes de látex. En las paredes colgaban reproducciones con aspecto de haber sido compradas a un vendedor a domicilio. En la librería había libros de intriga traducidos, volúmenes de bolsillo de un club de lectores, algunos usados, otros sin tocar. Ninguna edición interesante debidamente encuadernada. Erlendur se agachó hasta casi tocar el suelo para poder leer los títulos del último estante. Sólo conocía uno. Lolita, de Nabokov. Edición de bolsillo. Lo sacó del estante. Estaba en inglés y se notaba que había sido leído.

Volvió a colocar el libro en su sitio y se fue hacia el escritorio, que tenía forma de L y llenaba un rincón del salón. A su lado había una confortable silla de cuero, que tenía debajo un plástico protector para la alfombra. El escritorio parecía bastante más antiguo que la silla. La mesa tenía cuatro cajones en los lados de la parte más ancha y uno grande en medio. Total, nueve cajones. En la parte más estrecha del escritorio había una pantalla de ordenador de diecisiete pulgadas, bajo la que se había añadido una rejilla para el teclado. La torre estaba en el suelo.

Todos los cajones estaban cerrados con llave.

Sigurdur Óli repasó el armario del dormitorio. Estaba bastante ordenado, los calcetines en un cajón, ropa interior en otro, calzoncillos y camisetas. Había camisas y tres trajes colgados en perchas. A Sigurdur Óli le pareció que el traje más antiguo sería de los tiempos de las salas de baile. A rayas marrones. En el fondo del armario había algunos pares de zapatos. Sábanas en el estante de arriba. La cama estaba hecha. Una colcha blanca cubría el edredón y la almohada. Era individual.

Sobre la mesita de noche había un despertador y dos libros. Uno de ellos era de conversaciones con un conocido líder político y el otro, un libro de fotografías de la compañía sueca de camiones Scania Vabis. La mesita tenía un armario con medicamentos, alcohol, pastillas para dormir, analgésicos y un pequeño bote de vaselina algo pringoso.

—¿Has visto llaves en algún sitio? —dijo Erlendur asomándose a la puerta.

—No, no he visto ninguna llave. ¿Quieres decir llaves de la casa?

—No, llaves del escritorio.

—No, tampoco.

Erlendur salió al recibidor y de ahí pasó a la cocina. Abrió cajones y armarios, pero no encontró nada más que cubiertos, vasos, platos y espátulas de madera. Ninguna llave.

Buscó en los bolsillos de los abrigos del guardarropa. Encontró una carterita negra con un llavero y unas monedas dentro. En el llavero había dos llaves pequeñas junto con las de la puerta de la calle, las de la entrada a la vivienda y las de los dormitorios.

Probó las llaves pequeñas. Una de ellas abría los cajones.

Primero abrió el cajón grande del medio. Ahí encontró sobre todo facturas, del teléfono, de la luz y la calefacción, de las tarjetas de crédito y de la suscripción a un periódico. Los dos últimos cajones del lado izquierdo estaban vacíos. En el segundo de arriba había declaraciones de renta y notificaciones de cobros de nómina, y en el primero, un álbum de fotos. Erlendur lo hojeó. Todas en blanco y negro, fotografías viejas de personas de diferentes épocas, algunas veces vestidas con sus mejores ropas; según Erlendur, parecían estar sentadas en este mismo salón en Las Marismas. Algunas habían sido tomadas durante excursiones, se veían arbustos, la cascada de Gullfoss y el Geysir. Vio dos fotografías que podían ser del muerto cuando era joven, pero ninguna reciente.

Abrió los cajones del lado derecho. Los dos de arriba estaban vacíos. En el tercero encontró barajas de cartas, un tablero de ajedrez junto con su caja de piezas y un viejo tintero.

Descubrió la fotografía debajo del último cajón.

Erlendur estaba cerrándolo cuando oyó un ruido de papel. Volvió a abrir y cerrar el cajón. De nuevo oyó el ruido. El cajón tocaba algo al cerrarse. Erlendur suspiró, se arrodilló y miró dentro sin ver nada. Al sacar el cajón descubrió algo en el fondo.

Era una pequeña fotografía en blanco y negro, hecha en invierno, de una tumba en un cementerio. A primera vista no lo reconoció. Había una lápida cuyas letras más grandes eran bastante legibles. Se trataba del nombre de una mujer. Audur. Ningún apellido. Erlendur no pudo leer las fechas. Buscó las gafas en el bolsillo y se las puso. 1964-1968. Se veía algo escrito debajo del nombre, pero las letras eran muy pequeñas y no podía descifrarlas. Sopló cuidadosamente el polvo de la fotografía.

La niña había muerto a los cuatro años.

Erlendur alzó la vista al darse cuenta del ruido que hacía el viento afuera. Era mediodía, pero el cielo estaba negro y la lluvia otoñal se estrellaba contra la casa.

Las Marismas

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