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Sigurdur Óli dejó el coche en un aparcamiento de la empresa Transportes de Islandia, donde creía que no iba a molestar a nadie. Allí había camiones aparcados en fila, algunos estaban cargándolos, otros se marchaban y otros llegaban e iban marcha atrás hacia el almacén de la empresa. Un fuerte olor a gasolina y gasóleo inundaba el aire poco a poco mientras los motores emitían un ruido ensordecedor. Empleados y clientes discurrían apresurados por el aparcamiento y los almacenes.

El servicio meteorológico había predicho más lluvia para los próximos días. Sigurdur Óli se protegió de la lluvia con su abrigo, poniéndoselo por encima de la cabeza mientras cruzaba corriendo el aparcamiento hacia el almacén. Le indicaron que debía hablar con un capataz, que estaba sentado dentro de un cubículo de cristal repasando papeles; parecía muy ocupado.

El capataz era un hombre gordo que llevaba un anorak azul, abrochado con un solo botón encima de la barriga, y tenía una colilla de cigarro entre los dedos. Había oído lo de la muerte de Holberg y confesó haber tratado bastante con él. Lo describió como un hombre formal, un buen conductor que había trabajado durante años y conocía todos los rincones de la red de carreteras del país. Dijo que era reservado, que nunca hablaba de su vida privada, que no tenía amigos íntimos en esa empresa. No sabía a qué se había dedicado antes de entrar en la empresa, por su manera de hablar creía que siempre había sido camionero. Soltero y sin hijos, según parecía. Nunca hablaba de su familia.

—Ya lo creo —dijo el capataz como para terminar la conversación; sacó un pequeño encendedor de su bolsillo y encendió la colilla del cigarro—. Maldito final, puf, puf.

—¿Con quiénes se relacionaba aquí? —preguntó Sigurdur Óli intentando no respirar el maloliente humo del cigarro.

—Puedes hablar con Hilmar y con Gauji, supongo que ellos fueron los que más lo conocían. Hilmar está aquí fuera. Es del este del país, de Reydarfjordur, y Holberg le dejó dormir en su casa algunas veces, cuando tenía que pernoctar en Reikiavik. Los conductores tienen que cumplir ciertas normas de descanso, y entonces necesitan un sitio para dormir aquí en la ciudad.

—¿Sabes por casualidad si durmió en casa de Holberg el último fin de semana?

—No, estaba trabajando en el este. Pero tal vez el anterior sí.

—¿Se te ocurre alguien que pudiera querer hacerle daño a Holberg? ¿Algunas disputas aquí en el trabajo, o...?

—No, puf, nada de eso, puf, puf. —El hombre tenía dificultades para mantener el cigarro encendido—. Habla con, puf, Hilmar, amigo. Quizás él te pueda ayudar.

Sigurdur Óli encontró a Hilmar según las indicaciones del capataz. Estaba de pie en la puerta del almacén, observando cómo descargaban un camión. Era un hombre de unos dos metros de altura, complexión fuerte, pelirrojo, con barba y dos brazos fuertes y peludos que salían de su camiseta de manga corta. Parecía tener unos cincuenta años. Unos tirantes azules y viejos aguantaban sus tejanos gastados. Una pequeña elevadora de horquilla estaba descargando el camión. Otro camión se acercaba marcha atrás a la puerta de al lado, con el ruido correspondiente. Al mismo tiempo dos camioneros tocaban el claxon y gritaban por la ventanilla.

Sigurdur Óli se acercó a Hilmar y le tocó el hombro, pero el camionero no se dio cuenta. Le tocó más fuerte y finalmente Hilmar se volvió hacia él. Vio que Sigurdur Óli le hablaba, pero no le oía y le miraba con ojos vacíos. Sigurdur Óli subió la voz y le pareció ver alguna chispa de entendimiento en los ojos de Hilmar, aunque resultó ser una equivocación. Hilmar se limitó a sacudir la cabeza y a señalarse los oídos.

Sigurdur Óli no se daba por vencido: se puso de puntillas y gritó a todo pulmón. En ese momento, el aparcamiento se quedó en silencio de golpe y sus palabras retumbaron entre las paredes del enorme almacén:

—¿Dormiste con Holberg?

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