Читать книгу Las Marismas - Arnaldur Indridason - Страница 8

2

Оглавление

Erlendur llegó a su piso hacia las diez de la noche y metió un plato preparado en el microondas. Se quedó delante del aparato mirando cómo el plato daba vueltas en su interior y se le ocurrió pensar que había visto cosas aún más aburridas en la televisión. Fuera, el viento otoñal parecía gemir, cargado de lluvia y oscuridad.

Pensó en la gente que dejaba mensajes y luego desaparecía. ¿Qué escribiría él en un trozo de papel? ¿A quién podría dejar un mensaje? Se le ocurrió que a su hija, Eva Lind. Estaba metida en el mundo de las drogas y seguro que querría saber si había algo de dinero. Era cada vez más agresiva en este sentido. Su hijo, Sindri Snaer, había terminado recientemente el tercer tratamiento contra su adicción al alcohol. El mensaje para él sería sencillo: «Nunca más Hiroshima».

Erlendur esbozó una vaga sonrisa cuando el microondas emitió tres pitidos.

En realidad nunca había pensado en desaparecer y dejar una nota para alguien.

Él y Sigurdur Óli habían hablado con el vecino que encontró el cadáver. Su esposa estaba presente y hablaba de sacar a sus hijos de la casa y mandarlos con la abuela. El vecino, que se llamaba Ólafur, les contó que toda la familia, él, su esposa y los dos hijos, salían de casa todos los días a las ocho de la mañana para ir a sus respectivos trabajos y al colegio y que no volvían hasta las cuatro de la tarde por lo menos; él mismo se encargaba de recoger a los niños en el colegio. No habían notado nada fuera de lo normal cuando salieron por la mañana. La puerta del sótano estaba cerrada. Habían dormido bien toda la noche y no habían oído nada. Tenían poco trato con el vecino. Apenas lo conocían, aunque llevaban varios años viviendo en el piso de arriba.

El médico forense aún no había establecido la hora aproximada de la muerte, pero Erlendur calculaba que sería hacia el mediodía. La hora punta, como se solía decir. «¿Quién tiene tiempo a esa hora actualmente?», pensó Erlendur. Habían enviado un comunicado a la prensa diciendo que se había encontrado el cadáver de un hombre de unos setenta años en una vivienda del barrio de Las Marismas y que parecía haber sido asesinado. Si alguien había visto algún movimiento o personas extrañas en los alrededores de la casa en las últimas veinticuatro horas, se agradecería que lo comunicara a la policía de Reikiavik.

Erlendur tenía cincuenta años, estaba divorciado de su mujer desde hacía mucho tiempo y era padre de dos hijos. Siempre había ocultado el hecho de que detestaba los nombres de sus hijos. Su ex mujer, con quien no había hablado en veinte años, pensaba entonces que eran nombres «muy monos». El divorcio fue difícil y Erlendur perdió el contacto con sus hijos cuando eran muy jóvenes. Al hacerse mayores volvieron a buscar su compañía y él los recibió encantado, a pesar de la tristeza que le daba ver en qué estado se hallaban. Sobre todo sufría por Eva Lind. Sindri Snaer estaba algo mejor, aunque no mucho.

Sacó la comida del microondas y se sentó a la mesa de la cocina. El piso tenía dos habitaciones y en todos los rincones había montones de libros. En las paredes colgaban viejas fotografías de sus familiares de los fiordos del este, de donde Erlendur era oriundo. No tenía ninguna fotografía de él ni de sus hijos. Junto a una pared, delante de un sillón destartalado, había un antiguo televisor, marca Nordmende. Erlendur mantenía el piso aceptablemente limpio con un mínimo esfuerzo.

No sabía con exactitud lo que estaba comiendo. En el colorido paquete ponía algo acerca de delicias orientales, pero el alimento que había dentro de una especie de rollo de harina sabía a sopa de pan agria. Erlendur lo apartó a un lado. Estaba pensando si quedaría algo del pan y el paté que había comprado hacía algunos días cuando sonó el timbre. Eva Lind había decidido dejarse caer por allí. A Erlendur le irritaba su manera de hablar.

—¿Cómo estás, tío? —le preguntó de pasada, mientras iba directamente al salón a tirarse en el sofá.

—¡Ay! No utilices este lenguaje conmigo —dijo Erlendur cerrando la puerta.

—Pensé que querías que cuidara mi lenguaje —replicó Eva Lind, que estaba acostumbrada a oír los sermones de su padre sobre su forma de hablar.

—Entonces hazlo.

Era difícil descubrir qué papel representaba esta vez. Eva Lind era la mejor actriz que había conocido, lo que tal vez no era un gran elogio, ya que Erlendur nunca iba ni al teatro ni al cine y raras veces miraba la televisión a no ser que emitieran reportajes. Las obras teatrales de Eva Lind solían ser dramas familiares de uno a tres actos y trataban normalmente sobre cómo sacarle dinero a Erlendur. Sin embargo, no se prodigaba; la verdad era que tenía otras maneras de conseguir dinero y su padre prefería no conocer demasiados detalles. Venía a verle cuando no le quedaba «ni un puto céntimo», como solía decir.

Algunas veces era su niña pequeña, le abrazaba y runruneaba como un gatito. Otras, era una mujer desesperada que se paseaba por el piso gritando y acusándole de haberlos abandonado a ella y a su hermano cuando eran pequeños. En esas ocasiones podía ser obscena, maliciosa y cruel. A veces también estaba casi bien, si es que se podía decir de alguien que «estaba bien»; entonces Erlendur creía que podía conversar con ella como con cualquier persona sensata.

Vestía tejanos gastados y una cazadora de piel negra. Llevaba el pelo negro muy corto y dos pequeños piercings en una ceja, de una de sus orejas colgaba una cruz de plata. Antes lucía una dentadura blanca y bonita, ahora la tenía algo deteriorada; le faltaban dos dientes en la encía superior. Se le notaba cuando sonreía con generosidad. Tenía la cara delgada, aspecto cansino y oscuras ojeras. Erlendur apreciaba cierto parecido con su madre, la abuela de Eva Lind. Maldecía la mala suerte de su hija y se culpaba a sí mismo por lo que le había ocurrido.

—Hablé con mamá hoy, o mejor dicho, ella habló conmigo. Quería saber si podía hablar contigo. ¡Es estupendo ser hija de padres divorciados!

— ¿Tu madre quiere algo de mí? —preguntó Erlendur asombrado.

Ella todavía le odiaba, después de veinte años. Sólo la había visto de pasada una vez en todo este tiempo y la ira de su mirada era evidente. En otra ocasión habló con ella por teléfono sobre Sindri Snaer y Erlendur prefería no acordarse de esa conversación.

—Es un bicho y una esnob.

—No hables así de tu madre.

—Unos amigos del barrio de Gardabaer, que están forrados de dinero, iban a celebrar la boda de su hija este fin de semana, pero la novia se dio el piro y desapareció. ¡Qué ridículo! Eso ocurrió el sábado y no han vuelto a saber nada de ella. Mamá estaba en la boda y está indignada a tope. Me dijo que te preguntara si puedes hablar con esa gente. No quieren enviar ningún aviso a la prensa, manada de pijos que son, pero como saben que tú trabajas en el departamento de investigación de la policía, piensan que a lo mejor puedes solucionar la cosa así, por lo bajines, a escondidas. Y soy yo la que tengo que encargarme de que hables con la gentuza esa. Mamá no, ¿entiendes? ¡Mamá nunca!

—¿Tú conoces a esa gente?

—No lo bastante para que me invitaran a la boda que la preciosa muñequita que hacía de novia acabó reventando.

—¿Y a la chica, la conoces?

—Muy poco.

—¿Adónde habrá ido?

—No lo sé.

Erlendur se encogió de hombros.

—Estaba pensando en ti hace un rato.

—Qué guay —dijo Eva Lind—. Precisamente me preguntaba si...

—No tengo dinero —espetó Erlendur sentándose frente a ella en el sillón de la televisión—. ¿Tienes hambre?

Eva Lind hizo una mueca.

—¿Por qué no se puede hablar contigo sin que empieces a hablar de dinero? —le preguntó.

Erlendur se sintió como si le hubiera quitado las palabras de la boca.

—¿Y por qué yo nunca puedo hablar contigo de nada?

—Que te jodan.

—¿Por qué hablas así? ¿Qué quieres decir? ¡Que te jodan! ¿Qué maneras son ésas?

—¡Jesús! —suspiró Eva Lind.

—¿Quién eres hoy? ¿Con quién estoy hablando? ¿Eres tú misma, escondida detrás de toda esa mierda de las drogas?

—No empieces con esa estúpida canción otra vez. «¿Quién eres? —le parodiaba—. ¿Dónde estás?» Estoy aquí, sentada delante de ti. Yo soy yo.

—Eva.

—¡Diez mil! —dijo Eva—. Eso no es nada. ¿Acaso no puedes reunir diez mil? Si te sobra el dinero.

Erlendur se quedó mirando a su hija. Había algo en su actitud que le llamaba la atención desde el momento en que llegó. Su respiración era irregular, estaba nerviosa y tenía la frente perlada de sudor. Parecía enferma.

—¿Te pasa algo? —le preguntó.

—Estoy estupendamente. Me hace falta calderilla. Porfa, no seas difícil.

—¿Estás enferma?

—Por favor.

Erlendur seguía mirándola.

—¿Estás intentando desengancharte? —le dijo.

—Porfa, diez mil. No es nada. Para ti no es nada. Luego no volveré a pedirte dinero nunca más.

—Así que es eso. ¿Cuánto tiempo hace desde que... —Erlendur no sabía cómo expresarse—... utilizaste alguna sustancia?

—No importa. Lo he dejado. ¡He dejado de dejar de dejar de dejarlo! —Eva Lind se levantó—. Dame diez mil. Por favor. Cinco. Dame cinco mil. ¿No las llevas en el bolsillo? ¿Cinco? Si sólo es una mierda pinchada en un palo.

—¿Por qué intentas dejarlo ahora?

Eva Lind miró a su padre.

—Nada de preguntas tontas. No voy a dejar nada. ¿Dejar qué? ¿Qué quieres que deje? Deja tú de decir tonterías.

—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan nerviosa? ¿Estás enferma?

—Sí, muy enferma. ¿Me puedes dar esas diez mil? Será un préstamo. Te las devolveré, ¿eh? Tacaño.

—Tacaño es una buena palabra —dijo Erlendur—. ¿Estás enferma, Eva?

—¿Por qué sigues preguntando eso? —exclamó Eva, aún más excitada.

—¿Tienes fiebre?

—Dame el dinero ya. ¡Dos mil! ¡No entiendes nada, viejo estúpido!

Erlendur se había levantado y ella se le acercó como si fuese a atacarle. Él no comprendía esa repentina agresividad y la observó detenidamente de arriba abajo.

—¿Se puede saber qué miras? —le gritó ella—. ¿Acaso tienes ganas, eh? ¿El viejo está caliente?

Erlendur le dio una bofetada, aunque no muy fuerte.

—¿Has disfrutado? —preguntó Eva Lind.

Erlendur le dio otra bofetada, esta vez algo más fuerte.

—¿Se te pone dura? —continuó ella, y Erlendur la apartó con un empujón.

Nunca la había oído hablar así. En un momento se había convertido en una fiera salvaje. Tan incontrolada que no la reconocía. Se quedó inmóvil sin saber qué hacer y poco a poco su enfado fue convirtiéndose en lástima.

—¿Por qué intentas dejarlo ahora? —repitió una vez más.

—¡No estoy intentando dejarlo ahora! —dijo ella gritando—. ¿Qué te pasa hombre, no entiendes lo que te digo? ¿Quién habla de dejar nada?

—¿Qué pasa, Eva?

—Cierra ya la boca y dame las cinco mil. ¿Puedes darme eso?

Parecía haberse calmado algo. Tal vez se daba cuenta de que se había pasado de la raya. No podía hablarle así a su padre.

—¿Por qué ahora? —le volvió a insistir Erlendur.

—¿Me darás las cinco mil si te lo digo?

—¿Qué ha sucedido?

—Cinco mil.

Erlendur no le quitó la vista de encima.

—¿Estás embarazada?

Eva Lind le miró y sonrió resignada.

—Bingo.

—Pero ¿cómo? —dijo Erlendur con un suspiro.

—¿Qué quieres decir con «cómo»? ¿Quieres que te lo describa?

—¡Para ya! ¿Es que no utilizas algún anticonceptivo, preservativos, píldoras?

—No sé qué pasó. Simplemente pasó.

—¿Y ahora quieres dejar la droga?

—No, ya no. No puedo. Ahora te lo he dicho todo. Me debes diez mil.

—¿Para que puedas drogar a tu hijo?

—No es ningún hijo, tonto. No es nada. Sólo un grano de arena. No puedo dejarlo ahora. Lo dejaré mañana. Te lo prometo. Sólo que no ahora. ¿Dos mil? ¿Qué son dos mil para ti? Nada.

Erlendur volvió a acercarse a ella.

—Pero lo has intentado. Quieres dejarlo. Yo te ayudaré.

—¡No puedo! —gritó Eva.

Tenía la cara llena de sudor y trataba de disimular el temblor que le sacudía el cuerpo.

—Por eso has venido a verme —dijo Erlendur—. Podrías haber ido a buscar dinero a otra parte, lo has hecho en otras ocasiones. Pero has venido a mí porque quieres que...

—No digas chorradas. Vine porque mamá me pidió que lo hiciera y porque tú tienes dinero. Sólo por eso. Si tú no me das el dinero lo buscaré en otra parte. No es ningún problema. Hay muchos tíos que están dispuestos a pagarme.

Erlendur no dejó que le pusiera nervioso.

—¿Has estado embarazada alguna vez?

—No —dijo Eva Lind, y apartó la vista.

—¿Quién es el padre?

A Eva Lind le faltaron las palabras y miró fijamente a su padre.

—¡Eh! —le chilló finalmente—, ¿es que tengo aspecto de haber salido de la jodida suite nupcial del Hotel Saga?

Antes de que a Erlendur le diera tiempo a reaccionar, Eva Lind salió corriendo del piso y bajó las escaleras hasta la calle, donde desapareció entre la fría lluvia otoñal.

Erlendur cerró la puerta con suavidad pensando si se había comportado adecuadamente con ella. Al parecer, eran incapaces de tener una conversación sin acabar enfadados y hablar a gritos el uno con el otro. Eso le entristecía.

Había perdido el apetito, así que volvió a sentarse en el sillón del salón, donde se quedó preocupado pensando en lo que sería de su hija. Al fin cogió un libro que había estado leyendo y que tenía abierto sobre la mesa, a su lado. Se titulaba Muertes en la meseta de Mosfell y era una narración que trataba de infortunios y vidas malogradas durante travesías de alta montaña. Uno de sus temas favoritos.

Siguió leyendo desde donde lo había dejado y enseguida estuvo absorto y sumergido en medio de una gran tormenta de nieve, en la que varios hombres jóvenes perdieron la vida congelados.

Las Marismas

Подняться наверх