Читать книгу Las Marismas - Arnaldur Indridason - Страница 14
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ОглавлениеPor la mañana llovía, y camino de Keflavík los coches intentaban esquivar el agua acumulada en los baches. La lluvia era tan intensa que los conductores apenas veían a través de los cristales de los vehículos, que, además, eran sacudidos por el furioso viento del este. Los limpiaparabrisas trabajaban a toda velocidad para intentar barrer el aguacero de los cristales y Erlendur se agarraba con tanta fuerza al volante que los nudillos se le volvieron blancos. Le parecía ver las luces rojas de un coche un poco más adelante e intentaba seguirlo lo mejor que podía.
Erlendur iba solo. Después de hablar con la hermana de Kolbrún por teléfono, había pensado que sería lo mejor. La hermana figuraba en el certificado como el familiar más próximo. No se había mostrado muy dispuesta a ayudar y se había negado rotundamente a ver a Erlendur. Los periódicos habían publicado una fotografía del muerto y su nombre. Erlendur le preguntó si lo había visto e iba a añadir si se acordaba de él cuando ella le colgó en mitad de la frase. Entonces decidió ir a Keflavík y comprobar cómo reaccionaba ella al verle ante su puerta. Prefería no tener que hacer que la policía la obligara a presentarse en comisaría.
Erlendur había dormido mal la noche anterior. Estaba preocupado por Eva Lind y temía que se hubiese metido en algún lío. Cuando llamaba a su teléfono móvil, siempre le contestaba una voz mecánica, diciendo que estaba apagado o fuera de cobertura. Erlendur se acordaba pocas veces de sus sueños, pero al despertar aquella mañana tuvo una sensación desagradable y los retazos de una pesadilla cruzaron por su mente antes de desaparecer por completo.
Tenían muy poca información acerca de Kolbrún. Había nacido en 1934 y denunció a Holberg por violación el 23 de noviembre de 1963. Antes de salir para Keflavík, Sigurdur Óli había leído el contenido de la denuncia, en la que figuraban datos sacados de un informe policial que describía los hechos. Sigurdur Óli lo había encontrado en los archivos de la policía siguiendo las indicaciones de Marion Briem.
Kolbrún tenía treinta años cuando tuvo a su hija Audur. La violación había ocurrido nueve meses antes. Según la declaración de Kolbrún, los hechos sucedieron de la siguiente manera: había conocido a Holberg en la sala de fiestas Krossinn, que entonces estaba entre los pueblos de Keflavík y Njardvík. Era un sábado por la noche. No lo conocía ni lo había visto antes. Ella estaba con dos amigas, y Holberg y dos amigos suyos estuvieron bailando con ellas. Cuando la sala de fiestas cerró, decidieron ir todos a casa de una de las amigas de Kolbrún y tomar allí unas copas. Poco después, Kolbrún decidió irse a su casa. Holberg se ofreció para acompañarla, así iría más segura. Ella aceptó. Ninguno de los dos había bebido más de la cuenta. Kolbrún dijo que había bebido dos vasitos de vodka y algún refresco en la sala de fiestas. Holberg no había bebido nada esa noche. Le había dicho a Kolbrún que estaba tomando medicamentos por una infección en el oído. Junto con la denuncia había un certificado médico que lo confirmaba.
Holberg le preguntó si tenía teléfono, quería llamar a un taxi para ir a Reikiavik. Ella vaciló un momento, pero luego le indicó dónde estaba el teléfono. Él entró en el salón; mientras, ella se quedó en el recibidor quitándose el abrigo y luego se fue a la cocina para beber un vaso de agua. No oyó cuándo él dejó de hablar por teléfono, ni siquiera podía estar segura de que verdaderamente hubiera hablado. Sólo notó, de repente, que estaba detrás de ella cuando bebía agua en la cocina.
Se asustó, se le cayó el vaso al fregadero y el agua salpicó la mesa. Soltó un grito cuando sus manos le apretaron los pechos. Se zafó como pudo y corrió hasta el fondo de la cocina.
—¿Qué haces? —le preguntó ella.
—Vamos a divertirnos un ratito —le contestó él, y se quedó de pie delante de ella.
Alto, buen cuerpo, manos fuertes y dedos largos.
—Quiero que te vayas —dijo ella con determinación—. ¡Ahora! Vete, por favor.
—No, vamos a divertirnos un poco —repitió él.
Se acercó un paso y ella extendió las manos para detenerlo.
—¡No te acerques! —le gritó—. ¡Llamaré a la policía!
De pronto se sintió muy sola e indefensa con ese hombre que había dejado entrar en su casa y que ahora la tenía acorralada con las manos detrás de la espalda e intentaba besarla. Luchó contra él, pero no le sirvió de nada. Intentó convencerle hablando con él, pero su impotencia iba en aumento.
Erlendur se sobresaltó cuando un camión tocó el claxon, lo adelantó en medio de un terrible estruendo y lo inundó de agua. Dio un golpe de volante y derrapó. La parte trasera del coche se fue hacia un lado y por un momento Erlendur pensó que iba a perder el control y a salir de la carretera dando vueltas de campana. Disminuyó la velocidad bruscamente y logró mantenerse sobre el asfalto, no sin maldecir al camionero, que ya había desaparecido bajo la lluvia.
Veinte minutos más tarde llegó a una pequeña vivienda de madera en la parte vieja de Keflavík. La casa era blanca, estaba rodeada por una valla y tenía un jardín bien cuidado. La hermana de Kalbrún se llamaba Elín y era algunos años mayor que ella. Estaba jubilada. Cuando Erlendur llamó al timbre, Elín estaba en el recibidor de la casa, a punto de salir. Le miró sorprendida. Era bajita y delgada, de mirada dura, pómulos altos y arrugas alrededor de la boca.
—Creí haberte dicho por teléfono que no quería tener nada que ver contigo ni con la policía —dijo con enfado cuando Erlendur se hubo presentado.
—Ya lo sé —contestó Erlendur—, pero...
—Te voy a pedir que me dejes en paz —dijo Elín—. No tendrías que haberte molestado en venir hasta aquí.
Salió fuera y cerró la puerta. Bajó los tres escalones que había delante de la entrada, abrió la cancela del jardín y se fue calle abajo. Dejó abierta la puerta del jardín para hacer saber a Erlendur que lo quería fuera de allí. Ni siquiera le miró. Erlendur se quedó de pie en las escaleras y la vio alejarse.
—Sabes que Holberg ha muerto —le gritó Erlendur.
Ella no contestó.
—Lo asesinaron en su domicilio. Eso ya lo sabes.
Erlendur había salido a la calle e iba andando despacio detrás de Elín. Ella llevaba un paraguas negro para protegerse de la lluvia. Erlendur sólo llevaba un sombrero. Elín aligeró el paso y él intentó alcanzarla acelerando el suyo. No sabía qué decirle para llamar su atención y conseguir que le escuchara. Tampoco sabía por qué la mujer reaccionaba de aquella manera.
—Quería preguntarte sobre Audur —dijo.
La mujer se paró en seco y fue hacia él con cara de enojo.
—Tú, poli inútil y de poca monta —siseó entre dientes—. No la nombres siquiera. ¿Cómo te atreves? Después de todo lo que le hicisteis. ¡Desaparece! ¡Desaparece en este mismo momento! ¡Poli inútil!
Miraba a Erlendur con odio en los ojos, pero él no bajó la vista.
—¿Después de todo lo que le hicimos? —preguntó—. ¿A quién?
—¡Fuera! —gritó la mujer, se dio la vuelta y dejó a Erlendur plantado donde estaba.
No tenía ganas de seguir detrás de ella, así que se quedó mirando cómo se alejaba bajo la lluvia, algo encorvada con su abrigo verde y unas botas de goma que le llegaban por encima del tobillo. Pensativo, volvió hasta su coche, que estaba aparcado delante de la casa de Elín. Subió al vehículo, encendió un cigarrillo, bajó la ventanilla y puso el motor en marcha. Dio marcha atrás y salió lentamente del aparcamiento, puso la primera y pasó por delante de la casa.
Inhaló el humo y volvió a notar ese ligero dolor en el pecho. No era nada nuevo. Erlendur estaba preocupado por esa pequeña molestia desde hacía casi un año. Un dolor tenue que le molestaba al despertarse por las mañanas, pero que solía desaparecer rápido después de levantarse. El colchón de su cama no era bueno. A veces, cuando estaba mucho rato acostado, le dolía todo el cuerpo.
Inhaló un poco más de humo.
Ojalá fuera el colchón.
El móvil sonó dentro de su bolsillo en el momento en que apagaba el cigarrillo. Era el jefe del departamento técnico, que le comunicó que habían logrado descifrar la frase de la lápida y habían encontrado su origen en la palabra de Dios.
—Es un fragmento del salmo 64 de David —dijo el jefe.
—Bien —repuso Erlendur.
—Guarda mi vida del temor al enemigo.
—¿Qué?
—En la lápida pone: «Guarda mi vida del temor al enemigo». Es de los salmos de David.
—Guarda mi vida del temor al enemigo.
—¿Sirve eso de ayuda?
—No tengo ni idea.
—Había dos huellas dactilares en la foto.
—Sí, Sigurdur Óli ya me lo había dicho.
—Una es del fallecido, pero la otra no la tenemos en nuestros registros. Es poco clara. Seguramente es una huella muy antigua.
—¿Sabéis con qué tipo de cámara fue tomada la fotografía? —preguntó Erlendur.
—Es imposible de decir. Pero creo que no era una cámara demasiado buena.