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Las palabras estaban escritas a lápiz en una hoja de papel colocada sobre el cadáver.

Tres palabras, incomprensibles para Erlendur.

El cadáver era de un hombre que debía de rondar los setenta años. Estaba echado sobre su lado derecho en el suelo, junto a un sofá, en un pequeño salón, y vestía camisa azul y pantalones de pana de color marrón claro. Calzaba zapatillas. El cabello gris, que había empezado a escasear, estaba manchado con la sangre de una aparatosa herida en el cráneo. En el suelo, cerca del cadáver, había un cenicero grande de cristal, cuadrado y con aristas afiladas. También estaba manchado de sangre. La mesa de centro estaba volcada.

Era un apartamento en el sótano de una casa de hormigón de dos pisos, en el barrio de Las Marismas. La casa estaba rodeada de un pequeño jardín protegido en tres de sus lados por un muro. Los árboles habían perdido las hojas, que ahora cubrían totalmente el suelo del jardín. Sus encorvadas ramas se estiraban hacia el cielo ennegrecido.

Un camino de grava conducía hasta la entrada del garaje. Seguían llegando agentes de la policía de Reikiavik. Se movían sin prisas, como fantasmas en una casa vieja. Esperaban al médico forense para que firmara el certificado de defunción. El hallazgo del cadáver les había sido comunicado quince minutos antes; Erlendur fue uno de los primeros que se presentaron en el lugar. Estaba esperando la llegada de Sigurdur Óli en cualquier momento.

El crepúsculo de octubre cubría la ciudad y la lluvia batía contra el viento otoñal. Alguien había encendido una lámpara que, desde una mesa del salón, alumbraba la estancia con una luz tenebrosa. Aparte de eso, no se había tocado nada. Los técnicos estaban colocando grandes focos sustentados en trípodes. Con ellos se iluminaría el apartamento.

Erlendur fijó su atención en una librería, después en un desgastado tresillo, una mesa de comedor, un viejo escritorio situado en un rincón, una alfombra que cubría el suelo y las manchas de sangre en la alfombra. Una puerta comunicaba el salón con la cocina y otra se abría hacia un pequeño corredor que daba paso a dos habitaciones y un aseo.

El vecino del piso de arriba fue quien avisó a la policía. Había llegado a casa después de ir a buscar a sus dos hijos al colegio y le extrañó encontrar la puerta de entrada del sótano abierta de par en par. Se veía el interior del apartamento. Le extrañó y llamó a su vecino desde fuera, para saber si estaba en casa. No contestó nadie. Entonces se asomó por la puerta y volvió a llamar; pero tampoco obtuvo respuesta. Vivía con su familia en el piso de arriba desde hacía algunos años, pero no conocía bien al señor del sótano. Su hijo mayor, de nueve años, no fue tan prudente como su padre y en un segundo entró hasta el salón del apartamento. Volvió a salir enseguida diciendo, sin mayor preocupación, que había un hombre muerto ahí dentro.

—Ves demasiadas películas —le dijo su padre, pero cuando entró vio a su vecino en el suelo, en medio de un charco de sangre.

Erlendur sabía cómo se llamaba el muerto. Su nombre figuraba en el timbre de la puerta; sin embargo, para evitar la posibilidad de hacer el ridículo se puso unos guantes de látex y sacó la billetera del hombre del bolsillo de una chaqueta que colgaba en la entrada; ahí encontró una tarjeta de crédito con su fotografía. Se llamaba Holberg y tenía sesenta y nueve años. Muerto en su domicilio. Probablemente asesinado.

Erlendur dio una vuelta por la vivienda haciéndose algunas preguntas. Ése era su trabajo. Investigar lo evidente. Los técnicos se ocupaban de lo oculto. No vio ninguna señal de que las ventanas o las puertas hubieran sido forzadas. A primera vista parecía como si el hombre hubiera permitido entrar a su asesino. Los vecinos habían dejado huellas en la entrada y sobre la alfombra cuando irrumpieron con los zapatos mojados por la lluvia, así que también tenía que haber huellas del asesino. A no ser que se hubiera quitado los zapatos al entrar. Erlendur opinaba que el asesino seguramente tenía demasiada prisa para permitirse perder un tiempo precioso en quitarse los zapatos. Los técnicos habían llevado aspiradores y polvos para buscar cualquier pequeña partícula escondida y tratar de descubrir huellas: huellas dactilares y barro de zapatos de personas ajenas a la casa. Buscaban cualquier cosa que resultara extraña. Cualquier rastro dejado allí.

Erlendur opinaba que el hombre no había recibido a su visitante con especial hospitalidad. No le había invitado a tomar café. La cafetera de la cocina no tenía aspecto de haber sido usada en las últimas horas. No se veía tampoco ninguna tetera y no se habían sacado las tazas del armario. Los vasos estaban limpios y en su sitio. Evidentemente, el muerto había sido un hombre ordenado. Todo estaba en orden. Tal vez no conocía bien a su asesino. Tal vez el visitante le atacó por sorpresa en el momento de abrir la puerta. Sin quitarse los zapatos.

¿Se puede asesinar a alguien estando descalzo?

Erlendur echó un vistazo a su alrededor y decidió que tendría que organizar sus ideas.

Estaba claro que el visitante tenía prisa. No se había esforzado en cerrar la puerta al marcharse. El mismo ataque parecía haber sido hecho de forma apresurada, de repente y sin previo aviso. En la vivienda no había señales de pelea. Al parecer, el hombre se había caído directamente al suelo, volcando la mesa de centro al desplomarse. A primera vista, todo lo demás estaba intacto. Erlendur no apreciaba ningún signo de robo. Los armarios estaban cerrados, también los cajones; un ordenador moderno y una cadena musical vieja estaban en su sitio, la cartera del hombre en el bolsillo de su chaqueta, con un billete de dos mil coronas y dos tarjetas, una de débito y otra de crédito.

Aparentemente el asesino había cogido lo que tenía más a mano para golpear al hombre en la cabeza. El cenicero era verdoso, de un cristal grueso que, según los cálculos de Erlendur, debía de pesar por lo menos un kilo y medio. Un arma homicida para quien así quisiera verlo. Era improbable que el visitante lo hubiera traído consigo y lo hubiera dejado luego ensangrentado en el suelo.

Éstas eran las pistas evidentes: el hombre abrió la puerta e invitó al visitante a entrar o, en todo caso, le acompañó hasta el salón. Probablemente conocía al visitante, aunque no tenía por qué ser así. Fue atacado con el cenicero, un golpe sordo; y luego, el asesino salió a toda prisa y dejó abierta la puerta de entrada. Todo clarísimo.

Salvo el mensaje.

Estaba escrito en una hoja rayada tamaño A4, que parecía arrancada de un cuaderno de espiral y era la única pista que sugería que se trataba de un crimen premeditado; hacía pensar que el visitante había ido allí con el único propósito de asesinar al inquilino. Había escrito un mensaje. Un mensaje de tres palabras que Erlendur no lograba entender. ¿Escribió las palabras antes de llegar al apartamento? Otra pregunta evidente que requería respuesta. Erlendur se acercó al escritorio del rincón del salón. Sobre el mueble había montones de documentos, facturas, sobres, papeles. Encima, un cuaderno de espiral. Miró por todo el escritorio en busca de un lápiz, pero no vio ninguno. Siguió buscando por allí y encontró uno debajo del escritorio. No tocó nada. Observó y reflexionó.

—¿Un típico asesinato islandés? —preguntó Sigurdur Óli, que había llegado al sótano sin que Erlendur se diera cuenta y estaba ahora junto al cadáver.

—¿Cómo? —preguntó Erlendur distraído.

—Chapucero, inútil y realizado sin intentar disimular evidencias ni esconder pruebas.

—Sí —dijo Erlendur—. Un miserable asesinato islandés.

—A no ser que se haya caído sobre la mesa y se haya dado un golpe en la cabeza con el cenicero —añadió Sigurdur Óli.

Elínborg le acompañaba. Erlendur había estado tratando de limitar el ir y venir de policías, técnicos y sanitarios mientras daba vueltas por la vivienda, cabizbajo y con el sombrero puesto.

—¿Y ha escrito una nota incomprensible a la vez que caía? —preguntó Erlendur.

—Es posible que la tuviera en la mano.

—¿Entiendes algo de lo que dice la nota?

—Puede que esto signifique Dios —dijo Sigurdur Óli—. O tal vez el asesino, no lo sé. El énfasis sobre la última palabra es algo curioso. ÉL, con mayúsculas.

—A mí me parece que no se escribió con prisas. La última palabra está en mayúsculas y las demás en minúsculas. El visitante se tomó su tiempo para escribirlo. Y sin embargo se fue sin cerrar la puerta. ¿Eso qué quiere decir? Ataca al hombre y sale corriendo, pero escribe una tontería incomprensible en un papel y se esmera en destacar la última palabra.

—Tiene que referirse a él —dijo Sigurdur Óli—. Al muerto, quiero decir. No se puede referir a nadie más.

—No sé —repuso Erlendur—. ¿Qué propósito tiene dejar un mensaje así encima del cadáver? ¿Quién hace estas cosas? ¿Qué quiere decir? ¿Nos quiere comunicar algo? ¿Está el asesino hablándose a sí mismo? ¿Está hablando con el muerto?

—Un animal trastornado —dijo Elínborg, e intentó hacerse con la nota.

Erlendur se lo impidió.

—Quizá fue atacado por más de uno —opinó Sigurdur Óli.

—Acuérdate de los guantes, Elínborg querida —dijo Erlendur como si estuviera hablando con una niña—. No toques las pruebas. El mensaje se escribió sobre esa mesa de ahí —añadió, y señaló el escritorio—. La hoja fue arrancada de un cuaderno de espiral, propiedad de la víctima.

—Tal vez fueron más de uno —repitió Sigurdur Óli, pensando que había tenido una posibilidad brillante.

—Sí —dijo Erlendur—, tal vez.

—Muy poco escrupuloso —argumentó Sigurdur Óli—. Primero matas a un anciano y luego te sientas a escribir. ¿No hay que tener nervios de acero para hacer algo así? ¿No hay que ser un demonio despreciable para hacer algo así?

—O no tener conciencia —replicó Elínborg.

—O tener complejo mesiánico —añadió Erlendur.

Se agachó para mirar el mensaje y volvió a leerlo.

«Un enorme complejo mesiánico», pensó.

Las Marismas

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