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Derecho a la alimentación, hambre y despilfarro

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La gestión de las reservas siempre ha formado parte de las responsabilidades de las autoridades políticas, que la combinan con políticas de aprovisionamiento y exportación, almacenamiento de comestibles, racionamiento, asistencia social, regulación de los mercados, etcétera. Todo ello para garantizar a la población el acceso a un mínimo de subsistencia, incluso en situaciones de escasez, que garantice a todos los miembros de la sociedad una vida decente y digna de acuerdo con sus propias definiciones culturales. En 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoció el derecho a la alimentación como parte del derecho a un nivel de vida adecuado. Este derecho fue consagrado en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de 1966. Para la fao (2010, 9), todos los seres humanos, sin distinción, tienen derecho a una “alimentación adecuada” y a “vivir libres del hambre”; el derecho a la alimentación no es, “simplemente, un derecho a una ración mínima de calorías, proteínas y otros elementos nutritivos concretos”, sino que presupone el “acceso, de manera regular, permanente y libre, sea directamente, sea mediante compra en dinero, a una alimentación cuantitativa y cualitativamente adecuada y suficiente, que corresponda a las tradiciones culturales de la población a que pertenece el consumidor y que garantice una vida psíquica y física, individual y colectiva, libre de angustias, satisfactoria y digna”.

El proceso de globalización alimentaria, también de industrialización y “artificialización”, supuso beneficios obvios: mayor accesibilidad alimentaria, disponibilidad de alimentos de conveniencia que ahorran tiempo y no exigen aprendizaje culinario pues, en muchos casos, se trata de “alimentos listos para servir” (Contreras y Gracia, 2005; Fischler, 1990; Goody, 1984; Martí Henneberg et al., 1987). Se ha innovado en nuevos alimentos y en nuevos conceptos. Algunas de las novedades alimentarias de las últimas décadas son más conceptuales que fácticas: funcional o nutraceútico, transgénico, surimi, enriquecido, dop, igp, trazabilidad, fecha de caducidad, étnicos, precocinados, light, productos con, sin, modificados, de síntesis, análogos, dietéticos, integrales, equilibrados, suplementados, listo para consumir, inteligentes, embutidos vegetales, ecológicos, biológicos, orgánicos, transgénicos, certificados, exóticos, reformulados, tradicionales, casi tradicional, adaptado, “salvaje”, proximidad, circuito corto, comercio justo, auténtico, etcétera.

El interés por lograr producir más alimentos y a menor costo continuará influyendo en el sentido de producir –y de consumir– productos cada vez más ultraprocesados. Todo ello supone un cambio cualitativo importante tanto en la producción como en la percepciones y formas de consumo alimentario. Así pues, los avances en las ciencias agronómicas y genéticas y las aplicaciones tecnológicas derivadas contribuyeron eficazmente a mejorar la producción y productividad alimentarias en todas las regiones del planeta. Los científicos han hecho bien su trabajo y, con toda probabilidad, lo seguirán haciendo. Podría decirse que el problema de la escasez alimentaria ha sido superado. Los aumentos de producción y productividad son espectaculares, tanto por unidad de superficie, caso de la agricultura, como por cabeza y tiempo de engorde, caso de la ganadería; y, también, en la piscicultura. Un pollo se comercializa hoy en día a las 8-9 semanas frente a los 5-6 meses en que se hacía hace apenas unas décadas (Martínez Álvarez, 2003). Asimismo, otros progresos tecnológicos han sido decisivos en la transformación de las dietas y hábitos alimentarios. La rapidez de los transportes ha contribuido en un doble sentido: espacial (productos de ámbito local pueden transportarse rápidamente de cualquier lugar a cualquier otro) y temporal ya que las diferencias climáticas de unos países a otros permiten, por ejemplo, consumir fresas o melones durante todo el año. También, las nuevas tecnologías aplicadas al hogar (neveras y congeladores, sobre todo) han disminuido la importancia de los ritmos estacionales. En definitiva, los sistemas alimentarios plenamente globalizados se rigen cada vez más por las exigencias marcadas por los ciclos propios de la economía de mercado que suponen, entre otras cosas, intensificación de la producción agrícola, orientación de la política de la oferta y la demanda en torno a determinados alimentos, concentración del negocio en empresas de carácter multinacional, ampliación y especialización de la distribución alimentaria a través de redes comerciales cada vez más omnipresentes.

Paradójicamente, en lugar de disminuir, la precarización socioeconómica y la desigualdad social han aumentado sensiblemente desde la década de 1990. Las desigualdades sociales referidas al acceso, distribución y consumo son sorprendentes. Aumenta el número de personas que perciben situaciones de pobreza o extrema pobreza en su entorno y, a su vez, se pone de manifiesto la persistencia en el tiempo de altos niveles de precarización. Las diferencias alimentarias entre clases siguen presentes en torno al precio y exclusividad de algunos productos. Así, hoy como antes, uno de los problemas centrales que deben afrontar las administraciones públicas, y el conjunto de la sociedad, es el de satisfacer las necesidades básicas de la población en riesgo de exclusión con el fin de garantizar sus derechos alimentarios básicos. De acuerdo con la fao (2010):

Podría pensarse que se deniega a las personas el derecho a la alimentación porque no hay suficientes alimentos para todos. No obstante, el mundo produce suficiente cantidad de alimentos para alimentar a toda su población. La causa básica del hambre y la desnutrición no es la falta de alimentos sino la falta de acceso a los alimentos disponibles […] La pobreza, la exclusión social y la discriminación suelen menoscabar el acceso de las personas a los alimentos, no sólo en los países en desarrollo sino también en los países económicamente más desarrollados, donde hay alimentos en abundancia.

La pregunta es obvia: Si la producción alimentaria es suficiente para alimentar a toda la población mundial ¿Por qué persiste el hambre? Si el problema no es la falta de disponibilidad ni la producción ¿Cuál es entonces? Parte de la respuesta está en cómo son producidos los alimentos y cómo son utilizados. Por ejemplo, no todo el grano cultivado es para consumo humano; una buena parte sirve para producir proteínas animales. Algunas interrogantes a partir de algunos ejemplos. ¿Por qué, en Ecuador, el maíz es su segundo producto más importado y el tercero más exportado (faostat, 2010)? ¿Por qué Monsanto no suprime, en sus contratos con los agricultores, la cláusula que les impide reservar simiente para el futuro, en lugar de obligarles a adquirir las semillas patentadas cada año? ¿Por qué Walmart obliga a “sus” agricultores a destruir las zanahorias que no cumplen con las medidas estandarizadas impuestas en los contratos (Stuart, 2011)? Muchas más interrogantes son posibles.

Una de las cuestiones más críticas en este contexto es la importancia cuantitativa y cualitativa del despilfafarro. El despilfarro es una de las dimensiones incoherentes e inaceptables de nuestro sistema alimentario. En eu, la mitad de la comida se desecha. En gb, se generan cada año 20 millones de toneladas de residuos alimentarios y se tira suficiente grano para aliviar el hambre de más de 30 millones de personas. En Japón, el despilfarro alimentario cuesta anualmente 11 trillones de yenes. Minoristas, servicios de restauración y hogares de eu desechan aproximadamente un tercio de todos los alimentos compuestos principalmente por cereales (Stuart, 2011:113). En la ue, la media de desperdicio es de 179 kilos de comida por persona al año. En los hogares españoles, se tiraron a la basura 1 339 millones de kilos/litros de comida y bebida en 2018. La mayoría de la comida se tira sin haber sido cocinada. Un 84.2% de los productos que acaban en la basura va directamente de la nevera al cubo, sobre todo frutas, hortalizas y lácteos. El otro 15.8% acaba en el vertedero después de cocinado (Agudo y Delle Femmine, 2019). El tema del despilfarro no es trivial en absoluto. La producción de alimentos es suficiente para alimentar a toda la población mundial.

Las carencias no son el resultado de una escasez alimentaria sino de la desigualdad en la distribución de los recursos. La desnutrición, la malnutrición y las enfermedades que surgen como consecuencia de ello podrían evitarse si las políticas públicas fueran eficaces y si la distribución de la renta y los recursos fuera más igualitaria. Stuart (2011) llama la atención en el imperativo social de hallar una solución para el desperdicio alimentario:

[…] al comprar más comida de la que vamos a consumir, el mundo industrializado devora el suelo y recursos que se podrían utilizar para alimentar a los más necesitados. Hay casi mil millones de personas mal nutridas en el mundo, pero sería posible alimentarlas con sólo una fracción de la comida que se desperdicia actualmente en los países ricos.

De acuerdo con Gascón y Montagut (2014), el despilfarro alimentario constituye una “incongruencia sangrante” y uno de los mayores dilemas éticos con los que se enfrenta la humanidad. Además, los análisis sobre causas y efectos del desperdicio alimentario suelen ser reduccionistas porque tienden a centrarse en aspectos concretos del fenómeno, sin valorar su complejidad y globalidad pues se centran en las últimas fases de la cadena alimentaria (distribución y consumo) como responsables del problema, restando importancia al ingente desperdicio que tiene lugar en la fase de la producción.

Alimentación, salud y sustentabilidad: hacia una agenda de investigación

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