Читать книгу Alimentación, salud y sustentabilidad: hacia una agenda de investigación - Ayari Genevieve Pasquier Merino - Страница 6
Introducción
Retos del sistema alimentario y pendientes de política pública
ОглавлениеMiriam Bertran Vilà Departamento de atención a la salud Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco
Ayari Genevieve Pasquier Merino Coordinación Universitaria para la Sustentabilidad Universidad Nacional Autónoma de México
Este libro pretende acercarnos a la comprensión de vínculos entre salud y sustentabilidad en los sistemas alimentarios, a través de diez textos de especialistas que analizan el tema desde distintas perspectivas y disciplinas. El objetivo central es avanzar en el análisis de los retos de la alimentación en las sociedades contemporáneas, partiendo del reconocimiento de su carácter sistémico y multifactorial. La intención última es que estos textos contribuyan al diseño de soluciones de política pública que fortalezcan la garantía del derecho a la alimentación.
En las últimas décadas se han dado grandes cambios tanto en los sistemas de producción, procesamiento y distribución de alimentos, como en las prácticas y significados en torno al consumo alimentario. Estas transformaciones alimentarias son resultado de un entramado de factores, entre los que destacan –por su importancia–, la urbanización, la industrialización de la producción, el procesamiento y distribución de los alimentos y el carácter crecientemente globalizado del sistema alimentario. El impacto y la dimensión del cambio alimentario contemporáneo es tal, que existe un amplio consenso en torno a la idea de que el contexto actual representa una nueva etapa en la historia de la alimentación (Phillips, 2006).
Como parte de estos procesos, a finales del siglo xx se lograron importantes aumentos en la producción de alimentos, se redujeron los índices de desnutrición aguda (emaciación) y disminuyó la presencia de infecciones gastrointestinales. Estas tendencias reflejan una cierta mejoría de la situación alimentaria, pero son sólo una parte del panorama. Los sistemas alimentarios contemporáneos enfrentan múltiples retos, están lejos de garantizar una buena alimentación para todos e imponen altos costos en términos sociales y ambientales. Esta situación ha impuesto la urgente necesidad de reflexionar acerca de cómo estamos produciendo los alimentos, cómo estos llegan a los consumidores, cómo estamos comiendo y cómo tendríamos que hacerlo.
En las sociedades contemporáneas, los sistemas alimentarios se caracterizan por un gran número de paradojas, lo que hace complicado entenderlos y tomar decisiones de política pública. Desde hace tiempo existen alimentos suficientes en el mundo para cubrir las necedades nutricionales de la población, sin embargo, se calcula que más del 30% de los alimentos producidos son desperdiciados y, al mismo tiempo, la disminución de la desnutrición muestra grandes desigualdades regionales (De Schutter, 2012) y desde hace algunos años el número de personas con un acceso insuficiente a alimentos se ha incrementado. El informe publicado anualmente por fao sobre la inseguridad alimentaria en el mundo (fao, 2019) muestra tendencias particularmente preocupantes, que reflejan los impactos de la creciente desigualdad social en el acceso a alimentos. Según este informe, en 2015 se revirtió la tendencia decreciente del hambre en el mundo –que se había mantenido constante por tres décadas–; desde entonces, la proporción de personas con subalimentación ha permanecido en torno al 11%, mientras que el número de personas en esta condición se ha incrementado, afectando en 2018 a 820 millones de personas. Cabe señalar que la subnutrición es una condición bastante extrema de carencia alimentaria y el mismo informe estima que más de 2 000 millones de personas en el mundo carecen de acceso a alimentos inocuos, nutritivos y suficientes. Además, la comida disponible no siempre es saludable, lo que explica en buena medida la desnutrición, la obesidad y la doble carga nutricional.
La obesidad sigue aumentando en todo el mundo, sobre todo en los hogares pobres de países con ingresos medianos y altos, afectando en torno al 13 % de la población mundial. Esta situación, conocida como la doble carga de la malnutrición, pone en evidencia que el reto de garantizar la disponibilidad de alimentos para alimentar a la población no puede ser considerado únicamente como una estrategia para mitigar el hambre; además de estar disponibles para toda la población, los alimentos deben ser variados y de buena calidad. En este sentido, el año pasado se publicó el reporte de la comisión eat que conformó la revista Lancet (Willet et al., 2019), en el cual especialistas de diferentes partes del mundo advierten que la manera de producir y comer los alimentos necesariamente tiene que cambiar, para pasar hacia un sistema que garantice la buena nutrición para todo el mundo de manera saludable y sostenible. El reto no es menor, y responde también a los Objetivos del Desarrollo Sostenible para el 2030 lanzados por Naciones Unidas (onu, 2015). Las paradojas, posiblemente se agudicen, si no se analizan a profundidad los elementos que constituyen los sistemas alimentarios, su dimensión global y local y los factores que los determinan.
El panorama nacional refleja en buena medida las tendencias globales. México tiene una disponibilidad calórica que supera las necesidades de la población y, no obstante, según los últimos datos disponibles la desnutrición crónica (medida con el indicador de baja talla para la edad) afecta al 13.6% de los niños menores de 5 años, dato que se duplica en el quintil más pobre de la población y se triplica en el caso de la población indígena (ensanut, 2012); para 2018, los datos de retraso en el crecimiento en niños que viven en localidades de menos de 100 000 habitantes se reportó en 14.9%, un poco mejor que lo observado en 2012 que fue de 16.9% de los preescolares de estas localidades (Cuevas-Nasú, Lucía et al., 2019). Otros indicadores, como la carencia por acceso a la alimentación y la pobreza alimentaria sugieren que al menos una cuarta parte de la población nacional enfrenta condiciones cotidianas de precariedad alimentaria. Al mismo tiempo, se observan tasas de sobrepeso y obesidad en todos los grupos de edad que se encuentran entre los más altos del mundo, así como diversas patologías crónico-degenerativas vinculadas con la malnutrición que afectan a una parte importante de la población. Desde la perspectiva socioeconómica, se ha señalado que desde el arranque del Tratado de Libre Comercio a finales del siglo pasado, los precios de los alimentos frescos han aumentado al mismo tiempo que la comida industrializada ha pasado a ser más accesible para la población (Torres, 2012). Así pues, el panorama alimentario, aún con las campanas al vuelo de la balanza comercial, está lejos de resolverse y requiere entender los elementos que determinan la garantía al derecho a la alimentación y proponer estrategias adecuadas para avanzar en este camino.
De manera paralela, desde hace tiempo se ha hecho evidente que los sistemas de producción, transformación y distribución industrial de alimentos han provocado graves afectaciones en los ecosistemas, vulnerando los recursos y servicios ambientales de los que depende la propia producción de alimentos e imponiendo retos globales a la salud pública. Esta situación ha sido plasmada en los objetivos de desarrollo sostenible lanzados por la Organización de las Naciones Unidas en 2015, que plantea, entre otras cosas, la urgencia de generar sistemas alimentarios que permitan garantizar la seguridad alimentaria y acabar con todas las formas de malnutrición, a través de prácticas agropecuarias que contribuyan al mantenimiento de los ecosistemas y al fortalecimiento de las capacidades de adaptación al cambio climático.
Los problemas de sustentabilidad del sistema alimentario muestran otra de las grandes paradojas del sistema alimentario contemporáneo que, dicho sea de paso, superan el ámbito de la producción donde suele concentrarse el debate sobre estos temas. El agotamiento y saturación de los sistemas ambientales asociados con la producción, el procesamiento y la distribución de alimentos a gran escala son resultado de la promoción a escala global de la industrialización de estas actividades, como alternativa para aumentar la producción y distribución de alimentos y garantizar así la seguridad alimentaria de una población cada vez más numerosa y concentrada de manera creciente en las ciudades.
Como parte de este proceso las políticas agroalimentarias de muchos países promovieron una integración creciente a los mercados internacionales. Los alimentos se convirtieron en mercancías movilizadas por el mundo y entraron a los mercados financieros internacionales como “commodities”, promoviéndose además la estandarización de las prácticas de producción, distribución y consumo de alimentos (Barndt, 2002; McCann, 2001; Pritchard y Burch, 2003). En este marco, gran parte de los países con bajos niveles de industrialización se han orientado a la producción de materias primas para satisfacer la demanda del mercado global, mientras las actividades de procesamiento donde se genera la mayor parte del valor agregado son controladas crecientemente por corporaciones trasnacionales. Esta orientación afecta la producción de los alimentos básicos locales e incrementa la dependencia para su abasto de los mercados internacionales. Este proceso ha generado cambios relevantes en los sistemas de gobernanza de los alimentos, donde los gobiernos nacionales han perdido capacidades de decisión en favor de las corporaciones trasnacionales.
En el proceso de consolidación de este modelo, grandes empresas trasnacionales han adquirido un papel central en la producción, transformación y circulación de alimentos. Estas transformaciones se han traducido en una abundancia de la oferta global de alimentos, sin embargo, han configurado un sistema alimentario que comporta múltiples impactos ambientales, sociales y de salud pública. Una parte de estos impactos están vinculados con la baja calidad nutricional de muchos de los alimentos industrializados, los cuales son distribuidos a bajo costo en todo el mundo y están estrechamente vinculados con el incremento de los problemas de malnutrición antes discutidos. En términos ambientales, el sistema alimentario global contribuye con una tercera parte de la producción de los gases de efecto invernadero producidos por el hombre (ipes food, 2015), por ser un sistema que hace un uso intensivo de combustibles fósiles en prácticamente todas las etapas que lo integran, además de ser el principal motor del cambio de uso de suelo. Si bien éste es el tema al que suele prestarse mayor atención cuando se habla de alimentación y sustentabilidad, cabe señalar
que la producción agrícola y pecuaria industrial está asociada con 60% de las pérdidas de biodiversidad de las últimas décadas, utiliza el 80% del agua, provoca alta erosión de suelos y disminuye su fertilidad, reduce y contamina mantos acuíferos, provoca alteraciones importantes en los ciclos biogeoquímicos por el uso indiscriminado de fertilizantes y disminuye dramáticamente las poblaciones de polinizadores.
Adicionalmente, el acceso a los recursos de producción y mercado es muy desigual. La concentración de la tierra y el control de los insumos agrícolas y de los mercados por parte de grandes empresas ha empobrecido y marginado a los pequeños productores, quienes han sido re-significados por la política pública como pobres y atendidos a través de programas de asistencia al consumo. Sin embargo, y a pesar de enfrentar un contexto económico e institucional adverso, estos siguen produciendo más de la mitad de los alimentos consumidos en México y el mundo.
Como parte de los motores de cambio de los sistemas alimentarios, también deben tenerse en cuenta los acelerados procesos de urbanización que vivió el mundo a lo largo del siglo xx. Actualmente se estima que 55% de la población vive en ciudades y se prevé que para el 2050 su proporción sea de 68%. América Latina es una de las regiones donde este proceso ha sido más acentuado en las últimas décadas y actualmente tiene una media de urbanización poco mayor a 80% (un-desa, 2018). México se encuentra ligeramente por debajo de la media regional y se prevé que en 2050 llegue a una tasa de urbanización de 88% (un-desa, 2018). La urbanización ha impuesto fuertes cambios en los sistemas alimentarios. Se redujo el número de personas dedicadas a la producción de alimentos e incrementaron la demanda y dependencia del mercado, así como la distancia y número de intermediarios entre productores y consumidores. En las ciudades existe una mayor estabilidad del abasto y una amplia diversidad de la oferta, aunque se redujo el tiempo que dedican las personas a la preparación y consumo de alimentos y aumentó la demanda de alimentos preparados. Estos procesos han contribuido al cambio de las dietas, incrementándose el consumo de carbohidratos y proteínas de origen animal, sin embargo, como se dijo antes, la calidad nutricional es muchas veces deficiente. En los países del “sur global”, las ciudades se caracterizan también por albergar amplias proporciones de población en pobreza que enfrenta precariedad laboral, segregación espacial y escaso acceso a servicios; condiciones que se traducen en nuevas formas de carencia y marginación alimentaria (Pasquier, 2019). En este sentido también debe considerarse, por lo menos para México, el continuo aumento del precio de los alimentos básicos asociado con la presión de los mercados internacionales y la crisis financiera mundial de 2007-2008.
Para comprender las tendencias actuales del consumo alimentario es necesario considerar que las prácticas y decisiones alimentarias se dan en el marco de una amplísima cantidad de información sobre los efectos de los alimentos en los cuerpos y, no obstante, los consumidores enfrentan una infinidad de fuentes de incertidumbre (Bertran, 2016). A esto se suma una larga lista de prescripciones alimentarias (de origen social, cultural, médico, estético y ahora también de responsabilidad ambiental) y la promoción de discursos institucionales que responsabilizan a los consumidores de los efectos que tienen sus prácticas alimentarias en sus cuerpos, en la economía y en el planeta. En términos ambientales se destacan en particular las consecuencias sociales y ambientales negativas del incremento del consumo de proteína animal, grasas, azúcares y productos procesados industrialmente; un proceso posiblemente acentuado en las ciudades, pero también presente en los contextos rurales. Estas tendencias suelen ser explicadas como resultado de las “malas prácticas de los consumidores”, sin embargo, es importante subrayar que coincide, por una parte, con los ideales alimentarios de “progreso” y “modernidad” impulsados durante décadas y, por otra, con la oferta de la industria alimentaria. Durante años, los proyectos de desarrollo han promovido la urbanización y la industrialización como forma fundamental para el crecimiento económico y para mejorar la vida de la población, de manera que hoy, todo el mundo está inmerso en la modernidad, aunque ciertamente no todo el mundo la vive del mismo modo; la desigualdad social continúa siendo uno de los grandes problemas pendientes en las agendas políticas de buena parte del mundo.
Este contexto debe ser tomado en cuenta para ponderar las responsabilidades y capacidades de acción de los consumidores frente a la malnutrición, cuya atención ha sido en buena medida focalizada al fomento de “buenos hábitos alimentarios”. Con la sustentabilidad se observan fuertes paralelismos, sobre todo cuando consideramos los reiterados llamados a los consumidores para que recuperen la alimentación “tradicional” o adopten “dietas sustentables”, concepto definido en los siguientes términos:
Las dietas sostenibles son aquellas que generan un impacto ambiental reducido y que contribuyen a la seguridad alimentaria y nutricional y a que las generaciones actuales y futuras lleven una vida saludable. Además protegen y respetan la biodiversidad y los ecosistemas, son culturalmente aceptables, accesibles, económicamente justas y asequibles y nutricionalmente adecuadas, inocuas y saludables, y optimizan los recursos naturales y humanos (Burlingame B, Dernini, S., 2012).
Por supuesto que los consumidores son actores centrales del sistema alimentario, pero sus capacidades de acción están inmersas en la compleja sociedad global contemporánea, donde las formas de comer están íntimamente ligadas a los procesos macroeconómicos y sociales que se articulan con las decisiones cotidianas para organizar la comida diaria; la gente come lo que puede en las condiciones que tiene buscando gusto, satisfacción y bienestar de acuerdo con sus normas sociales y culturales.
Esta situación, y los impactos de los sistemas agroalimentarios en la salud y en el medio ambiente, se han producido en un contexto de modernización y globalizaicón que ha provocado la intensificación de los procesos industriales y el crecimiento de la población urbana. Por su parte, la globalización ha acelerado la circulación de gente, mercancías, personas y capítales, lo que ha impactado la forma de vida en todos los rincones del planeta. Teniendo esto en cuenta, las políticas y acciones que responsabilizan a los consumidores de los impactos que tienen las dietas modernas en la salud y el medio ambiente parten de presupuestos simplistas y están destinadas a tener resultados limitados. La propuesta de una dieta sana y sustentable, que cruce y considere todos los elementos considerados en la definición antes incluida requiere tener un sistema socio-político y económico que también los considere.
A la fecha hay múltiples proyectos para modificar el sistema alimentario, muchos de ellos están enfocados en beneficiar a pequeños productores con prácticas agropecuarias amigables con el ambiente. Este tipo de iniciativas han tenido resultados positivos en la valoración comercial de productos generalmente marginalizados de los grandes mercados, sin embargo, uno de los retos que enfrentan estas estrategias es cómo hacerlas accesibles a todos los sectores, incluyendo las poblaciones más pobres en las áreas rurales y urbanas del país, cómo articularlas como parte del sistema de abasto de los grandes conglomerados urbanos, y cómo extender también su presencia en el territorio para incrementar el número de productores favorecidos y los beneficios ambientales que se derivan de sus esquemas de producción.
La política pública tiende a tratar los problemas alimentarios de manera aislada, mostrando visiones parciales del problema, diversos límites y muchas contradicciones, sobre todo cuando pensamos la sustentabilidad como un proceso que tiene que ver tanto con la conservación de los recursos y servicios ecosistémicos, como con la promoción del bienestar y la equidad social en contextos socio culturales y políticos determinados, dando como resultado que sus resultados sean parciales y con altos costos de oportunidad en términos ambientales, económicos y de bienestar social.
La construcción de alternativas para hacer frente a este panorama requiere de políticas públicas que partan de la comprensión de las condiciones histórico -sociales –de las cuales resultan los problemas alimentarios contemporáneos–, consideren las interconexiones del sistema alimentario contemporáneo y tengan presentes las realidades socioculturales de la población, enfocándose en construir las condiciones para que toda la población tenga la posibilidad cotidiana de tener una dieta sana y sustentable.
Los autores de los diez capítulos que integran este libro contribuyen en este esfuerzo, dando en su conjunto una visión multidisciplinaria que pasa por la historia y la antropología de la alimentación, los retos que impone la urbanización al sistema alimentario, los diversos impactos ambientales de los sistemas de producción industrial, el cambio de las cadenas de distribución y el análisis de algunas de las propuestas que han surgido para construir un sistema alimentario más justo y sustentable a partir del trabajo conjunto de múltiples actores en contextos rurales y urbanos. Si bien el objetivo central de estos trabajos es el de contribuir en el diagnóstico de las problemáticas socio ambientales del sistema alimentario, muchos de los autores superan este primer objetivo y proponen diversas alternativas, haciendo una contribución valiosa en la generación de respuestas a los retos contemporáneos de la alimentación. Cabe señalar que este trabajo se considera como un proceso abierto, que requiere ser complementado con trabajos similares sobre los muchos temas que este libro no logró incluir.
En el primer capítulo Jesús Contreras plantea la importancia de considerar los problemas alimentarios desde una perspectiva que tenga en cuenta su complejidad y, de este modo, analiza las decisiones alimentarias buscando explicar las distancias entre los discursos normativos sobre la alimentación y las prácticas alimentarias cotidianas de la población, haciendo énfasis en el acceso equitativo a alimentos saludables como la clave para atender los problemas de salud vinculados con la alimentación. Con este marco de referencia, el texto analiza los límites de aquellos diagnósticos y políticas públicas que identifican los patrones de consumo como espacio nodal de los problemas vinculados con la salud y la sustentabilidad en el ámbito de la alimentación, y a los consumidores como actores centrales en su atención, en un contexto global de creciente desigualdad social.
En el segundo capítulo Nicolas Bricas discute los impactos de la urbanización en la configuración de los sistemas alimentarios contemporáneos y analiza los costos socio ambientales asociados con la falta de políticas alimentarias urbanas a través de las cuales las ciudades se responsabilicen de las implicaciones que tiene su demanda de alimentos en otros territorios. En este texto el Dr. Bricas identifica la acción en las ciudades, incluyendo a los gobiernos locales y otros actores clave en la gobernanza de los sistemas alimentarios urbanos, como elemento fundamental para la construcción de sistemas alimentarios sustentables.
Después de estos dos capítulos de apertura, los siguientes tres capítulos abordan estrechamente los aspectos ambientales de la sustentabilidad en la producción de alimentos.
En el tercer capítulo Julio Campos Alves expone y cuantifica los costos ecológicos de los esquemas industriales de producción de alimentos en términos de cambio climático, pérdida de biodiversidad, deforestación, degradación de suelos y mantos acuíferos y alteración de los ciclos del nitrógeno y el fósforo. Con base en ello, el autor propone cinco ejes de acción para poder alcanzar la sostenibilidad ambiental de la actividad en el futuro: detener el cambio de uso del suelo (deforestación cero), aumentar la diversidad de los cultivos, ampliar la eficiencia en el uso de los recursos, disminuir el desperdicio y desecho de alimentos, y restauración ecológica de las tierras degradadas y abandonadas. Estas acciones cubren particular relevancia frente a las predicciones que indican que será necesario duplicar la producción de alimentos en 2050 para cubrir con el incremento estimado en la demanda asociada con el crecimiento demográfico, el cambio de las dietas y el aumento del uso de la bioenergía.
En el cuarto capítulo Helena Cotler subraya la importancia de las propiedades y calidad del suelo para producir alimentos saludables y, por ende, para la salud humana; un factor que ha sido ampliamente descuidado en la discusión sobre salud alimentaria de las últimas décadas. En su trabajo la Dra. Cotler analiza los efectos acumulados de las técnicas agrícolas utilizadas para mejorar la eficiencia de los suelos en la producción de alimentos (agroquímicos, monocultivo, laboreo intensivo y ciertas modalidades de riego), enfocándose en la condición de los suelos en el ámbito nacional. En sus conclusiones, este capítulo argumenta la necesidad de considerar el manejo sustentable de los suelos como una de las variables fundamentales que debieran impulsar las políticas agrícolas para la seguridad y la soberanía alimentaria.
En el quinto capítulo María del Coro Arizmendi analiza los decrementos en las poblaciones de algunos polinizadores a lo largo de la última década y sus consecuencias para el mantenimiento de la biodiversidad y la seguridad alimentaria, siendo los polinizadores un elemento fundamental para la producción de tres cuartas partes de los alimentos cultivados. Este capítulo concluye con la descripción de un ejemplo de vinculación entre científicos y grupos de ciudadanos en la conservación de los polinizadores.
Los capítulos siguientes plantean análisis elaborados desde las ciencias sociales, los cuales consideran distintos aspectos cruciales para entender los sistemas alimentarios, sus retos, y algunas de las alternativas que han sido puestas en marcha para construir esquemas alimentarios social y ambientalmente más sustentables.
En el sexto capítulo Julio Goicochea analiza el comportamiento de la producción agrícola en México a través de cinco grupos de cultivos: i) oleaginosas, leguminosas y cereales; ii) hortalizas; iii) frutales y nueces; iv) en invernaderos, viveros y flores, y v) otros cultivos durante el periodo 2003 a 2017. La primera parte establece diversas asociaciones entre producción, crecimiento y participación laboral a partir de un ejercicio de estadística descriptiva, que son analizadas con mayor detalle en la segunda parte del trabajo a partir de un modelo de panel integrando los cinco grupos.
El séptimo capítulo, de Gerardo Torres Salcido, examina los cambios en las estrategias de distribución y la comercialización de alimentos en la Ciudad de México en los últimos 20 años, a través del estudio del principal mercado de mayoristas de la ciudad y los impactos de la diseminación de centros comerciales y cadenas de minoristas en este sector, tomando como marco de referencia la perspectiva del derecho a la alimentación.
El octavo capítulo, de David Monachon, indaga en algunas de las nuevas tendencias de distribución de alimentos que han sido desarrolladas a lo largo de los últimos años con base en alianzas estratégicas entre productores y consumidores para hacer frente a las deficiencias de los sistemas alimentarios de gran escala.
En el noveno capítulo Elena Lazos analiza las vulnerabilidades socioambientales anidadas desde hace varias décadas y sus relaciones con la creciente vulnerabilidad agroalimentaria en el sector rural indígena del país. Este trabajo se desarrolla a través de un estudio de caso elaborado en la comunidad nahua de Tatahuicapan, ubicada en la Sierra de Santa Marta al sur de Veracruz.
En el décimo y último capítulo de este libro Mariela Fuentes Ponce y Luis Manuel Rodríguez Sánchez subrayan la importancia del control local de los territorios como elemento central para la alimentación, proponiendo la noción de red como un elemento central para comprender la gobernanza del sistema alimentario y construir esquemas alternativos al control empresarial de las cadenas alimentarias. El estudio es desarrollado en una comunidad náhuatl ubicada en la Montaña de Guerrero y analiza una experiencia comunitaria dirigida a mejorar la autonomía alimentaria de la comunidad a través de la consolidación de una red rural-urbana, planteando este tipo de acuerdos como una vía para mejorar la calidad de los alimentos en las ciudades y el campo y servir como estrategia para la construcción de cinturones de servicios ecosistémicos para las ciudades.