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I. Un nuevo lugar al sol

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Joni Mitchell era una forastera en tierra extraña que había abandonado su Canadá natal por partida doble y ahora llegaba a California desde la Costa Este norteamericana. Además, tenía una pinta rara: esbelta, pero a la última, era una india escandinava rubísima de dientes grandes y mejillas cubistas. Los hombres trataban instintivamente a Joni como a un igual; también percibían que era quisquillosa y perfeccionista. «Es igual de modesta que Mussolini», señaló David Crosby.

A remolque de Mitchell iba Elliot Roberts, cuyo nombre de pila era Elliot Rabinowitz, una versión rock de Woody Allen con nariz aguileña que profesaba una lealtad entrañable hacia su única causa: Joni Mitchell. «Elliot me acabó convenciendo para ser mi mánager», recordaba Mitchell. «Yo le decía: “No necesito un mánager, me va bastante bien como estoy”. Pero era un tipo divertido y disfrutaba con su humor.» La extraña pareja había llegado a California procedente de Nueva York, donde la escena folk del Greenwich Village se iba apagando ante sus ojos. Roberts, un agente de la compañía Chartoff-Winkler, había pasado por el legendario departamento de correo11 de la agencia William Morris, donde trabajaba con un agente más ambicioso todavía llamado David Geffen. Elliot decidió dejar el mundillo de los agentes después de que Buffy Sainte-Marie, una cliente suya, lo arrastrara a ver una actuación de Joni a finales de octubre de 1967.

Joni ya había pasado por muchas cosas en su corta vida. Había estado casada con otro cantante canadiense, Chuck Mitchell, y había dado una hija en adopción, un abandono que le dolía como una herida abierta. Componer le servía de terapia para combatir el dolor. «Era casi como si quisiera quitarse de en medio y dejar simplemente que las canciones hablaran por ella», observaba su amiga la novelista Malka Marom. Las afinaciones abiertas poco comunes que usaba Joni en sus canciones también las hacía distintas al resto de baladas folk de la época. «Lo cierto es que fui una cantante de folk hasta 1965, pero después de atravesar la frontera empecé a componer», afirma Mitchell. «Mis canciones empezaron a ser como una especie de obras breves o soliloquios. Hasta me cambió la voz, y ya ni siquiera imitaba el estilo folk; lo que pasa es que como era una chica con una guitarra parecía que fuera eso.»

«Elliot estaba entusiasmadísimo con Joni, así que me la presentó y yo pasé a ser su agente», recordaba David Geffen. «Fue el principio de su carrera; de nuestras carreras. Todo era muy de ir por casa.» Las estrellas de renombre hacían cola para versionar canciones del catálogo de Mitchell. «Nada más llegar», afirmaba Roberts, «ya tenía un catálogo de unas veinte o veinticinco canciones que la mayoría soñaría con tener en toda su carrera… Era impresionante.» Una artista a la que había que prestar especial atención era Judy Collins, la etérea reina del folk de ojos azules. Para Wildflowers, su disco de 1967, Collins eligió «Both Sides, Now» y «Michael from the Mountains». Tanto Tom Rush como Buffy Sainte-Marie interpretaron «The Circle Game».

Joe Boyd, el productor del grupo de folk inglés Fairport Convention, conoció a Mitchell en el Newport Folk Festival de 1967 y se la llevó a Londres aquel verano de telonera de The Incredible String Band. Tanto en Norteamérica como en Inglaterra la gente se sentaba a observar a aquella rubia de voz penetrante de soprano campestre, con sus peculiares afinaciones de guitarra y unas letras que eran demasiado maduras para alguien de su edad. Cuando Roberts y Mitchell fueron a Florida a tocar en el circuito de folk que había allí, David Crosby fue a verla a un club llamado Gaslight South. «Pensé inmediatamente que me había alcanzado una granada de mano», declararía más tarde. Hubo algo en la manera que Mitchell tenía de mezclar una pureza desnuda con una sofisticación muy cuidada que dejó a Crosby de piedra; le dio la sensación de que era una mujer que había visto demasiadas cosas demasiado pronto. Se puso a Joni en el punto de mira y se la llevó a la cama aquella semana. El romance nunca tuvo visos de durar. «Regresamos a Los Ángeles e intentamos vivir juntos», dijo Crosby. «No funcionó. A ella un novio no le hacía ninguna falta.»

«Eran dos personas muy testarudas», afirma Joel Bernstein. «Ninguna estaba dispuesta a ceder. Recuerdo que estaba en el antiguo apartamento que tenía Joni en Chelsea, en Nueva York, y oí que había mucho alboroto en la calle. Resultaron ser Crosby y Joni, que estaban a grito pelado en la esquina. Ahí me quedó claro de verdad lo inestable que era su relación.» Aquella inestabilidad no mermó la profunda admiración que David sentía hacia el talento de Joni, ni lo consciente que era de la cantidad de obstáculos con los que ella y Elliot se estaban topando. «Todo lo que tenía Joni era único y original, pero nos era imposible conseguir un contrato discográfico», afirma Roberts, que llevó maquetas a Columbia, a RCA y a otras grandes compañías. «La época folk había muerto, así que ella iba totalmente a contracorriente. Todos querían un ejemplar de la cinta para, no sé, su mujer, pero nadie la fichaba.»

Roberts aterrizó en el aeropuerto de Los Ángeles a finales de 1967 sin apenas conocer a nadie en la ciudad, pero con el aval de Crosby como tarjeta de visita. Joni siguió sus pasos y fue recibida de inmediato con los brazos abiertos. Quien hizo gala de la hospitalidad típica de Laurel Canyon fue B. Mitchel Reed, el disc-jockey de la emisora KPPC-FM, cuyo programa de radio era la fuente de todos los sonidos molones de Los Ángeles. Reed acogió a Roberts y Mitchell en la casa que había alquilado en Sunset Plaza Drive, encima de Sunset Strip.

Joni no estaba segura de querer vivir en Los Ángeles. Estaba acostumbrada a las aceras concurridas, a la vida urbana rebosante de gente, al bullicio y al ajetreo de Toronto y Manhattan. No le hacía gracia que la gente fuera a todas partes en aquellos cochazos que consumían combustible a raudales. Sin embargo, una vez que ella y Elliot hubieron llegado a Laurel Canyon, entre las hileras de cipreses y eucaliptos que delimitaban las sinuosas carreteras llenas de baches, empezó a ver en la Ciudad de los Ángeles aquella «nueva tierra dorada» que había seducido a tantos forasteros: la tierra de El gran chapuzón, el cuadro de David Hockney, con sus palmeras exóticas, su aire seco del desierto y la bóveda omnipresente de cielo azul. «Al ir en coche por los cañones no había aceras ni líneas definidas, que era lo que yo estaba acostumbrada a ver en las ciudades», recuerda. «Y aparte, habiendo vivido en Nueva York, me llamaba la atención aquel aire campestre que tenía, con árboles en el jardín y patos flotando en el estanque de mis vecinos. Y lo agradable que era todo: nadie cerraba la puerta con llave.» En cuanto a Elliot Roberts, por el amor de dios, ¡pero si se había criado en el Bronx! ¿Acaso le iba a parecer mal aquel paraíso asfaltado?

«Elliot dormía en mi sofá, en el número 8333 de Lookout Mountain», afirma Ron Stone. «Al mismo tiempo, habían echado a Crosby de los Byrds y venía a gorronearme. Fumábamos canutos y jugábamos al ajedrez. Éramos dos chavales insoportables. Él fue mi contacto en todo este mundillo.» Crosby le insistió a Roberts para que probara con Reprise Records. «Vete a ver a Andy Wickham», le aconsejó a Elliot, para quien David era una fuente de inspiración y alguien totalmente distinto a toda la gente que había conocido en Nueva York. «Como Crosby se pasa la vida “alternando”», escribió Jerry Hopkins en Rolling Stone, «la gente tiende a pensar que no es muy productivo, y en cierto sentido así es. Sin embargo, es parte integral de la escena musical de L.A., gracias en gran parte a su trayectoria, pero también al hecho de que sea tan imprevisible y dogmático.»

Cuando Roberts dejó de manera oficial Chartoff-Winkler, le pidió a Ron Stone que fuera a trabajar para él. A Stone le pareció más apasionante que seguir vendiendo chaquetas de cuero de segunda mano a la gente guapa de Beverly Hills. Juntos encontraron una oficina un poco más abajo de Santa Monica Boulevard en un edificio con el fantasioso nombre de «Ideas Claras». «Inmediatamente fue como si Elliot y Ron pudieran darle a todo aquello un enfoque empresarial neoyorquino», opina Joel Bernstein, que no tardaría en hacerle fotos a Joni por encargo de Elliot. «Creo que fue muy revelador para aquellos tíos poder venir aquí a vivir en las alturas de Laurel Canyon en unas casitas de madera donde ni siquiera necesitabas calefacción ni aire acondicionado… y seguir haciendo negocios.» Con Ron Stone como nuevo edecán, Roberts se apresuró a ir a ver a Wickham. El joven inglés se quedó entusiasmado con lo que escuchó. «En el fondo, Andy era un folkie», recuerda Roberts. «Su mejor amigo de toda aquella época era Phil Ochs12.»

Al contar con Wickham como su primer apoyo dentro del sello, Joni consiguió a sus veintitrés años que Mo Ostin le diera el visto bueno para que grabara una maqueta, con la condición de que Crosby fuera el productor. «David estaba muy entusiasmado con aquella música», dice Mitchell. «Le brillaban los ojos de la emoción. Su instinto estaba en lo cierto: iba a proteger la música y a hacer como que era el productor. Creo que de no haber hecho eso, la discográfica me hubiera impuesto a algún tipo de productor que habría intentado cambiar mi manera de hacer música.» Las sesiones que acabarían dando como resultado Joni Mitchell no podían haber sido más propicias. Durante la grabación en Sunset Sound, Mitchell y Crosby se ciñeron a lo más básico: por lo general los únicos elementos eran Joni, su guitarra y canciones tan bien elaboradas como «Marcie» o «I Had a King». Para entonces la pareja ya había hecho oficial su separación. «Ambos me describieron cómo lloraban uno frente al otro a través del cristal en el estudio», afirma Joel Bernstein. Stephen Stills, que estaba al otro lado del pasillo con su grupo Buffalo Springfield, colaboró puntualmente a la guitarra y al bajo. Su compañero, el oscuro e inquietante Neil Young, era un conocido de Mitchell de su época de aprendiz en el circuito canadiense de folk. Young y Mitchell compartían un sutil sentido del humor típicamente canadiense, y siempre se habían llevado bien. «Sugar Mountain», la oda de paso a la edad adulta de Neil, había inspirado de manera indirecta el tema similar de Mitchell «Circle Game». «Tienes que conocer a Neil», le decía Joni a Elliot. «Es el único tío que es más gracioso que tú.»

Roberts se dirigió al otro lado del pasillo a conocer al enigmático compatriota de Joni. Después de haber oído tantas historias sobre el roce constante que había entre los miembros de Buffalo Springfield y en particular sobre los cambios de humor de Young, Elliot quedó gratamente sorprendido cuando el cantante resultó ser un tipo amable y accesible. Joni y Neil intercambiaron impresiones acerca de sus respectivas trayectorias musicales. Si bien el gusto de Joni no llegaba al rock febril que tocaban los Springfield, sí que era capaz de percibir la electricidad que se respiraba, la efervescencia de la escena musical y la explosión de talento que se producía en Sunset Strip y sus alrededores.

Mitchell dividió su álbum de debut en dos secciones vagamente autobiográficas, una osadía que resultaba más fácil llevar a cabo en los días de los elepés en vinilo. La primera parte («I Came to the City») empezaba con «I Had a King», un tema que trataba con detalle —con un resentimiento autoprotector más que patente— de la ruptura de su matrimonio con Chuck Mitchell. La segunda parte («Out of the City and Down to the Seaside») mostraba a nuestra heroína en el campo, junto al mar, asentada en los rústicos parajes del sur de California. «The Dawntreader» era un homenaje cargado de efusividad a Crosby y al barco que tenía amarrado en Marina del Rey. «Song to a Seagull» era una síntesis del tema del disco donde Joni resumía sus aventuras urbanas y la subsiguiente partida rumbo al mar. Aquella canción cuadraba perfectamente con la imagen de Mitchell como una especie de hada madrina que luchaba por flotar libremente al margen de la necesidad humana. El último corte del disco, «Cactus Tree», apuntaba a temas más profundos propios de los trabajos posteriores de la cantante: el amor romántico, la autonomía de la mujer o el compromiso frente a la libertad creativa. Al describir a tres amantes —el primero es Crosby casi seguro—, Joni «piensa que los quiere a los tres»13, pero teme entregarse por completo a cualquiera de ellos. Aquellos temas eran importantes para las mujeres jóvenes y liberadas de los años sesenta, que no estaban dispuestas a aceptar una sociedad en la que la mujer había tendido a vivir más bien a la sombra en calidad de cuidadora del hombre. Mitchell, una «monógama en serie» autoproclamada, se debatiría durante años entre la disyuntiva de su deseo por ser amada y su necesidad de ser independiente.

Al escuchar Joni Mitchell tantas décadas después de su concepción, es difícil pasar por alto lo honesta y valiente que Joni suena en él. Y aun así, el poder de su vibrato descendente y cristalino, y sus acordes peculiares e inquisitivos están ya presentes. «Joni inventó todo lo relativo a su música, incluido cómo afinar la guitarra», declaró James Taylor. «Desde el principio del proceso compositivo, se dedica a construir el lienzo y también a pintar sobre él.»

En marzo, cuando el disco estaba a punto de publicarse, David Crosby presentó a su protegida a sus coetáneos. La táctica preferida de Crosby consistía en celebrar actuaciones improvisadas de Joni, normalmente en las casas de sus amigos en Laurel Canyon. «David nos dice: “Quiero presentaros a alguien”», recuerda Carl Gottlieb. «Y se va al piso de arriba y vuelve a bajar con una rubia etérea. Y aquella fue la primera vez que todos escuchamos “Michael from the Mountains”, “Both Sides Now” y “Chelsea Morning”. Y cuando acaba, se vuelve al piso de arriba y todos nos quedamos allí sentados mirándonos y diciendo: “¿Qué ha sido eso? ¿Una alucinación?”.» Eric Clapton se quedó embelesado sentado en el jardín de Cass Elliott al escuchar a Joni cantar con su voz dulce y suave «Urge for Going», un tema inspirado en la muerte del movimiento folk. Crosby estaba a su lado, con un canuto en la boca y una sonrisa burlona de satisfacción. «Cass había organizado una pequeña barbacoa en el jardín», comenta Henry Diltz. «Como ya le habían presentado previamente a los Cream, invitó a Eric Clapton, que era un tipo muy callado y tremendamente tímido. Y allí estaba Joni tocando sus famosos acordes, y Eric se quedaba mirando fijamente sus manos intentando entender lo que hacía.»

Al día siguiente Joni actuó en Pasadena en el programa que tenía B. Mitchell Reed en la KPPC y contestó preguntas que despertaron el apetito de Los Ángeles por la nueva estrella neo-folk. Tanto bombo le dio Reed que para sus primeras fechas en directo en el Troubadour se agotaron todas las localidades. Tampoco es que toda aquella atención a nivel local importara mucho para las perspectivas comerciales de Joni Mitchell, que entró en la lista Billboard en un modesto puesto 189. Como le sucedería a menudo a lo largo de su carrera, Joni se sentía incómoda con su sello discográfico, que, a través de Stan Cornyn, uno de sus empleados, promocionaba el disco de manera irreverente y socarrona. «Joni Mitchell es 90% virgen», rezaba el texto de Corny en los anuncios que proporcionaba a la nueva prensa underground: Crawdaddy!, Rolling Stone y compañía. A Joni le molestó aquella frase. «Me llamó por teléfono y me dijo que la estaba poniendo de los nervios», afirma Joe Smith. «Yo le dije: “Vete a dormir y piensa en eso mañana. Cualquiera que te conozca o sepa un mínimo sobre ti nunca pondría ‘virgen’ y tu nombre en la misma frase”. Y se puso a reír.»

«Al igual que Neil, Joni era una persona retraída», comenta Henry Diltz, que la fotografió al poco de haberse mudado a L.A. «Muchos de aquellos artistas eran gente retraída, razón por la que se habían hecho compositores, porque era la única manera que tenían de expresarse. No tenía nada que ver con la escuela de Tin Pan Alley14, donde había unos tíos allí sentados intentando componer hits y producir canciones de amor adolescente sobre otra gente.»

Joni encontró en Laurel Canyon el refugio perfecto. En abril de 1968, con el dinero que recibió del modesto adelanto de Reprise, pagó la entrada de un pintoresco chalecito de madera que habían construido en la ladera de la colina en Lookout Mountain Avenue. No tardaría en llenarlo de antigüedades, tallas y vidrieras estilo Tiffany; por no hablar de Hunter, un gato de nueve años. Al cabo de un año sus canciones sentaban cátedra en la nueva corriente introspectiva adoptada por la escuela de cantautores.

El 5 de julio de 1968, Robert Shelton escribió un artículo en el New York Times sobre Mitchell y Jerry Jeff Walker titulado «Vuelven los cantautores» en el que observaba que, si bien el regreso de los artistas acústicos en solitario tenía como mínimo algo que ver con el aspecto económico, «puede que los rugidos del rock de alta frecuencia hayan alcanzado su punto álgido». Al cabo de nueve meses, Happy Traum, cantante de folk y editor de la revista Sing Out!15, llegaría a una conclusión similar en Rolling Stone. «Como si se tratara de una violenta reacción acústica al rock lisérgico y psicodélico y al descontrol y el desenfreno de los estilos de Aretha Franklin o Janis Joplin», escribió Traum, «la música se ha vuelto dulce, sensible y elegante. En estos momentos lo personal y lo poético prevalecen sobre el mensaje.» Había llegado la hora de la introspección.

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