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I. Soñadores de lo imposible

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Durante décadas, Los Ángeles fue sinónimo de Hollywood: de la gran pantalla y de sus deidades. L.A. quería decir palmeras y el océano Pacífico, directores de cine déspotas y favores sexuales; una fábrica de ilusiones. L.A. era «La Costa», delimitada por centenares de kilómetros de desierto y cordilleras. En aquella época Los Ángeles no era conocido por ser una ciudad musical, a pesar de producir buena parte del mejor jazz y rhythm & blues de las décadas de los cuarenta y de los cincuenta. En 1960 el epicentro de la industria musical seguía siendo Nueva York, para cuyos ciudadanos L.A. era en el mejor de los casos un lugar estrambótico y provinciano.

Entre 1960 y 1965 se produjo un cambio sorprendente; el sonido y la imagen del sur de California empezaron a imponerse y a sustituir a Manhattan como centro de la música pop norteamericana. El productor Phil Spector se llevó a L.A. la filosofía característica de la fábrica de éxitos del grupo de compositores del Brill Building1 y elevó el sonido teen pop2 a proporciones épicas. Embelesado por Spector, Brian Wilson, un inadaptado residente en las afueras de la ciudad, se dedicó a componer himnos melosos a la cultura de la playa y de los coches que reinventaron el Estado Dorado como un paraíso adolescente. Otros productores de L.A. siguieron su ejemplo y en 1965 los singles grabados en Los Ángeles ocuparon el puesto número uno durante veinte semanas, algo admirable en comparación con Nueva York, que solo consiguió hacerse con el puesto una semana.

«California estaba a años luz de las tendencias dominantes de la industria discográfica», afirma el disc-jockey de Boston Joe Smith, que se mudó a L.A. en 1960 para trabajar en una distribuidora discográfica local. «Y, de repente, los Beach Boys, Dick Dale y Jan & Dean empezaron a hacer un tipo de música que nadie más hacía, y se convirtió en el sello distintivo de la Costa Oeste.»

De manera simultánea, un movimiento de música folk arrasaba Norteamérica y llegó a Los Ángeles. Las hootenannies —pequeñas reuniones de cantantes de folk— se llevaban celebrando en Los Ángeles desde el final de la Segunda Guerra Mundial, pero la escena folk angelina estaba muy desperdigada y apenas había salas de conciertos que le dieran cabida. En 1957 el promotor local Herb Cohen respondió a esta carencia con la apertura del café Unicorn en Sunset Boulevard.

Los clubs y los cafés empezaron a proliferar por Sunset y alrededores, al oeste del viejo Hollywood, antes de llegar a la pompa y el oropel de Beverly Hills. Si bien Los Ángeles siempre había estado enfocado al automóvil, ahora Sunset Strip se había convertido en un barrio que derrochaba vida y en la meca de la juventud disidente. El epicentro de la incipiente escena folk angelina era el club Troubadour de Doug Weston, situado al sur del Strip en el número 9081 de Santa Monica Boulevard. Weston había abierto el Troubadour original cerca de allí, en La Cienega Boulevard, pero en 1961 se mudó a Santa Monica, al este de Doheny Drive, arrastrando consigo a los miembros del grupillo folkie de mentalidad más comercial. Un chaval chulito de Santa Bárbara llamado David Crosby era un habitual de la tribu. David era un osito de peluche lascivo de mente traviesa que cantaba canciones protesta plañideras imitando a Woody Guthrie.

Herbie Cohen, ayudado por su hermano Mutt, que era abogado, llevaba la batuta en los bajos fondos acústicos de Hollywood. Su apariencia paternal escondía una vena cruel donde las haya. «Herbie daba mucho más miedo de lo que la gente pensaba», afirma el cantante de folk Jerry Yester. «La gente lo tenía por un tipo judío más bien regordete, pero si te tocaba enfrentarte a él era absolutamente aterrador.» Doug Weston era, a su manera, tan despiadado como Cohen. Con sus casi dos metros de estatura, se alzaba por encima de todo el mundo. «El maricón más alto que he conocido», en palabras del actor Ted Markland. Si bien las preferencias sexuales de Weston eran un secreto del mundillo, lo que no era secreto era la astuta práctica que tenía para atar a los artistas a unos contratos que les obligaban a volver al hacinado Troubadour cuando ya llevaban mucho tiempo llenando anfiteatros.

Por mucho que apoyara de boquilla al movimiento de folk protesta, el Troubadour siempre tuvo un ojo puesto en el éxito. Sede de la música folk más comercial con el Kingston Trio a la cabeza, no tardaría en convertirse en un semillero de hootenannies de ambición jactanciosa. El Ash Grove, el club que Ed Pearl había abierto en el número 8162 de Melrose Avenue en julio de 1958, era harina de otro costal. Autoproclamado bastión de la tradición en Los Ángeles, el Ash Grove se mantuvo fiel a su principio de no venderse. Era allí donde escuchabas a Doc Watson y a Sleepy John Estes, veteranos del blues y del bluegrass a los que unos reivindicadores concienzudos habían rescatado del olvido. «El Ash Grove era donde ibas a escuchar la música de raíces, el rollo tradicional», comenta Jackson Browne, que por aquel entonces era un adolescente de Orange County. «Mucha gente iba a los dos clubs, pero en el Ash Grove lo tenías muy difícil para que te contrataran.»

Otra asidua al Ash Grove era Linda Ronstadt, que era una preciosidad de mirada profunda y conmovedora y voz vigorosa que se había criado en Arizona soñando con el Bob Dylan del Freewheelin’. En las vacaciones de Pascua de 1964, Linda siguió al beatnik de Tucson Bob Kimmel en su viaje a «La Costa» y se instalaron en una casita victoriana en la playa de Santa Mónica. «En aquel momento toda la escena musical aún era muy dulce e inocente», recuerda Ronstadt. «Nos limitábamos a pasarnos el día sentadas, ataviadas con aquellos vestiditos bordados, escuchando baladas de folclore isabelino, y yo pensaba que siempre sería así.» Entre los coetáneos de Ronstadt se encontraban unos jóvenes y obsesivos aprendices de folk-blues; chavales como Ryland Cooder, John Fahey o Al Wilson. Algunos llegaron a ser tan buenos que hasta les permitieron tocar en el club. Cooder, que contaba con dieciséis años en 1963, tocaba con las cantantes de folk-pop Pamela Polland y Jackie DeShannon. Los incipientes Canned Heat —una banda de blues que había formado Wilson después de que Fahey le presentara al corpulento cantante Bob Hite— tocaron en el club.

«La escena era minúscula», observa Ry Cooder. «Era una escena pensada por y para los músicos, no para el público en general. Ed Pearl era una especie de socialista, mientras que Doug Weston no era más que un oportunista propietario de un club. Nos acercábamos por allí por la tarde, sobre todo los fines de semana. Por aquella época Ed ya debía de tener en marcha una cadena de suministro, porque llevó a tocar a Sonny Terry y a Brownie McGuee, y también a Lightnin’ Hopkins y a Mississippi John Hurt, y más adelante a Skip James. Sleepy John Estes era al que yo llevaba tiempo queriendo ver. Parecía ser el más distante y peculiar, y yo había dado por sentado que estaba muerto.»

Los habituales del Ash Grove miraban con desdén a la pandilla del Troubadour, pero era allí donde los tiempos estaban cambiando de verdad. «Se suponía que el Ash Grove era el sitio más auténtico, pero era en el Troub donde realmente se escuchaba la música regional más auténtica», dice Ronstadt. Según Henry «Tad» Diltz, miembro del Modern Folk Quartet, «todo se gestó a partir de la escena musical del Troubadour». Sin embargo, al Modern Folk Quartet le costaba darse a conocer fuera de la región, a nivel nacional. Ninguna de las compañías discográficas locales estaba muy atenta a lo que estaba pasando delante de sus narices. «Toda la industria para el tipo de música que hacíamos entonces estaba concentrada en la Costa Este», afirma Chris Darrow, un multiinstrumentista de folk-bluegrass cuyo grupo The Dry City Scat Band formaba parte de la escena musical. «Todos queríamos que nos ficharan sellos de Nueva York, como Vanguard o Elektra, y lo único que salía de aquí eran cosas comerciales como el Kingston Trio.»

Sin embargo, algo estaba empezando a cambiar. Cuando el Modern Folk Quartet viajó a Nueva York en 1964, se se encontró con unos jóvenes soñadores adeptos de la música acústica deseosos de saber más acerca de la escena de L.A. Un chico rubio sureño llamado Stephen Stills acudió al Village Gate a empaparse de las armonías vocales a cuatro voces que el Modern Folk Quartet bordaba. Lo acompañaba Richie Furay, un afable chavalín de Ohio, y cuando Henry Diltz les contó lo que se estaba cociendo en California, Stephen y Richie fueron todo oídos. Stills, muy ambicioso para su edad, estaba desilusionado con la escena folk del Village. Richie y él se ganaban la vida con lo que les dejaban en las cestas que pasaban al acabar sus actuaciones en cafés como el Four Winds de la calle Tres Oeste. Manhattan le parecía un lugar frío y hostil. En L.A. puedes estar sin un duro, pensó Stills, pero al menos estás bronceado. John Phillips, miembro de un grupo llamado The New Journeymen, compartía los mismos anhelos al pasar otro invierno neoyorquino pelado de frío junto a Michelle, su grácil esposa californiana, y una canción titulada «California Dreamin’» empezó a gestarse en su cabeza.

Puede que no fuera una mera coincidencia que las discográficas de Nueva York empezaran a tomar conciencia acerca de lo que los esnobs llamaban la «Costa Izquierda». Paul Rothchild, un A&R3 que estaba a la última y que trabajaba con Jack Holzman en su tan elegante como ecléctico sello Elektra, voló a L.A. en 1964 para asistir al festival de folk que se celebraba en la UCLA, en busca de talentos. Entusiasmado con lo que allí encontró, Rothchild empezó a viajar de manera regular entre la Costa Este y la Costa Oeste. «Más que la tierra prometida, L.A. era la tierra virgen», dice Holzman, que quedó igualmente fascinado por el sur de California. «En la Costa Este ya habíamos recogido una buena cosecha.»

Columbia Records, un ente considerablemente más grande que Elektra, también estaba ampliando sus redes fuera de su sede de Manhattan. Si bien lo que les daba de comer eran artistas de pop y MOR4 como Patti Page y Andy Williams, el sello también era el hogar de Bob Dylan y Miles Davis. El día de Año Nuevo de 1964, el publicista de Columbia Billy James voló a Los Ángeles para empezar a trabajar en calidad de Mánager de Servicios de Información para la compañía en la Costa Oeste. Billy, que ya se acercaba a la treintena, era generación beat 100%, con una sensibilidad curtida a base de Kerouac y Ginsberg. Estaba encantado con el carácter de fuerza viva que la música pop estaba adquiriendo en la cultura norteamericana y se sumergió de lleno en la escena del Troubadour y el Ash Grove. «Billy era un tipo maravilloso», afirma el productor Barry Friedman. «Era una persona encantadora, culta e interesante. En cierto modo, creo que supo jugar muy bien al juego empresarial.»

James también pudo sentir el impacto sísmico que provocaron los Beatles en su primera visita a Estados Unidos. La banda de Liverpool había hecho algo que ningún norteamericano había conseguido hacer: legitimar la condición de estrella del pop para los hípsters que desdeñaban a los ídolos clónicos como Fabian y Frankie Avalon. De repente, los jóvenes folkies como David Crosby se percataron de que podían componer sus propias canciones, con influencias de rock and roll, rhythm & blues y música country, y aun así ser perseguidos por las jovencitas. «Los Beatles le dieron validez al rock», opina Lou Adler, que por aquel entonces era productor y dueño de una discográfica de Los Ángeles. «La gente podía escuchar su música sabiendo que aquellos tíos sí que componían sus propias canciones.»

«Lo que empezó a suceder entonces es que un montón de chavales con talento empezaron a formar grupos, con lo que el entusiasmo se duplicaba o triplicaba», comenta Henry Diltz. En el Troubadour y el Unicorn, David Crosby se juntaba con el MFQ y envidiaba su camaradería digna de una pandilla. No tardó en confraternizar con otros folkies que habían viajado a California en busca de algo que no podían encontrar en ningún otro lugar. Jim McGuinn, un chaval delgado y cerebral que había hecho sus primeros pinitos con el Chad Mitchell Trio —y que había estado por un tiempo a las órdenes de Bobby Darin— colaba algún que otro tema de los Beatles en sus actuaciones en las hootenannies del Troubadour. Gene Clark, un apuesto compositor de baladas de expresión angustiada procedente de Misuri, había acabado su etapa de aprendizaje con la banda angelina New Christy Minstrels. Clark se acercó tímidamente y algo desconcertado a McGuinn al acabar uno de sus sets con guiños a los Beatles y le dijo que le molaba lo que intentaba hacer y le preguntó si quería montar un dúo con él.

McGuinn ya se había cruzado con Crosby en otras ocasiones y no se fiaba de él. Clark, sin embargo, pensaba que la voz de tenor aterciopelada de Crosby era justo el elemento armónico adicional que necesitaban. Una noche en el Troubadour, Crosby llevó a Tad Diltz a conocer a McGuinn y Clark, y con una sonrisa petulante anunció que iban a formar un grupo. «En 1964, Crosby, McGuinn y Clark se pasaban todas las noches en el hall del Troub», dice Jerry Yester. «Estaban allí sentados con una guitarra de doce cuerdas, componiendo canciones, sin más.» Al hacerse cargo de ellos el mánager Jim Dickson, un veterano de las escenas del folk y del jazz en Hollywood con mucho mundo y muy buenos contactos, Crosby, Clark y McGuinn completaron la formación con el batería Michael Clarke y Chris Hillman, un bajista curtido en el bluegrass. Desde el principio la banda fue concebida como un grupo de rock eléctrico. «En algún momento los grupos empezaron a enchufar los instrumentos», comenta Henry Diltz. «Doug Weston vio ensayar al MFQ en el Troub con amplis y se quedó horrorizado.»

«Era como cuando a un renacuajo le crecen las patas», dice Jerry Yester, que pasó brevemente por las filas de los Lovin’ Spoonful. «Cada vez estábamos más cerca de ser un grupo de rock. Todo el mundo hacía lo mismo: asaltar las casas de empeño en busca de guitarras eléctricas. En el curso de un año, todo el aspecto del oeste de Los Ángeles había cambiado.» A Chris Hillman le horripilaba la electrificación del folk, y era algo que llevaba en secreto. «Chris me dijo que había empezado a tocar con un grupo de rock», dice David Jackson. «Me lo dijo totalmente avergonzado, como si estuviera traicionando a la causa.»

Después de publicar un insulso single en Elektra como The Beefeaters, el grupo pasó a llamarse The Byrds, escrito pintorescamente en inglés antiguo. Al fichar por Columbia, Billy James adoptó al grupo. «En mi opinión, Billy fue más responsable que nadie del éxito de los Byrds», afirma Barry Friedman. «Todo se reducía a los tejemanejes empresariales que urdía en Columbia. El mangoneo interno que llevó a cabo fue lo que catapultó al grupo.» El 20 de enero de 1965 la banda grabó el narcotizante tema de Bob Dylan «Mr. Tambourine Man» con el elegante productor Terry Melcher y un puñado de músicos de estudio. Publicado en abril, después de que el grupo se hubiera dado a conocer en Ciro’s, un club de Sunset Strip venido a menos, el single llegó al número uno en junio y consagró de inmediato el nuevo sonido folk eléctrico. «Lo que hacíamos casi siempre era ir a fiestas a oír tocar a la gente», dice Jackson Browne. «Pero luego llegaron los Byrds, y los escuchabas en la radio y tuvieron un hit pop brutal.»

«Cuando vimos aquello todos nos quedamos en plan: “¡Hala! ¡Tienen un contrato discográfico!”», comentaba Linda Ronstadt. «Lo que quiero decir es que para nosotros habían conseguido triunfar, simplemente porque tenían un contrato. David Crosby tenía una chaqueta de ante nueva; era una opulencia indescriptible.» La vida en el universo pop de L.A. había cambiado para siempre.

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