Читать книгу La mirada de Callum - Beca Aberdeen - Страница 10

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7


Los meses se sucedieron probando que Eleonor se equivocaba. Ella no iba a ser aquel ser extraordinario que liberara a los hombres y cambiara el curso de la historia para siempre.

Participaba en todas las manifestaciones, había dado varias entrevistas para periódicos, incluso, de tirada nacional y uno para Francia. Había dado charlas en distintas ciudades explicando su experiencia con Callum y su opinión sobre los hombres tras haber conocido a uno. Estaba segura de que había logrado cambiar de idea a centenas de mujeres, pero sin una segunda votación, no servía de nada.

El punto álgido de su sentimiento de inutilidad había llegado hacía una semana, cuando un grupo radical la había contactado para concertar una reunión con una de sus líderes.

Amanda, sentada frente a su escritorio antes incluso de que llegara el alba, tragó saliva al recordar el encuentro mientras le escribía una carta a Eleonor.

La líder del grupo liberalista se llamaba Julianne Sanders y había trabajado en fábricas y campos de carbón. Además, pertenecía a un sindicato de trabajadoras.

Tenía la piel apagada y porosa y más arrugas de las que correspondían a su edad. Amanda le había relatado su historia y su reciente actividad en los medios de comunicación, mientras ella la contemplaba con una expresión inalterable. Sanders no había dicho ni una sola palabra hasta que terminó de resumir su trayectoria. Entonces, le había dado un trago a su cerveza como si nada.

Quizá se había equivocado de persona, dudó. Se mojó los labios y contempló los depósitos negruzcos que se escondían bajo las uñas de la mujer y las cicatrices en sus manos.

Carraspeó y se revolvió en su asiento al ver que Sanders la contemplaba con ojos entornados y una expresión dse tedio.

En lugar de decir algo, Julianne Sanders miró a través de la vitrina del pub donde se habían reunido en la ciudad de Manchester.

—Siento haberle hecho perder su tiempo, señora Fairfax —se limitó a decir antes de darle otro trago a la jarra sucia.

Amanda abrió la boca, confundida, sin saber qué había hecho para decepcionar a la mujer. Tragó saliva antes de atreverse a preguntar.

—¿Cree que no puedo aportar nada a su causa?

Sanders regresó la mirada a su rostro.

—¿Usted?

Asintió, nerviosa.

Sanders soltó una risa nasal, casi indignada. Se inclinó sobre la mesa para aproximarse a ella, sus ajadas manos plantadas sobre la superficie pegajosa de la madera.

—Tiene una hermana, ¿verdad?

Amanda asintió sin entender porque aquello le parecía relevante.

—Es una niña —continuó la mujer, que sin duda había investigado sobre ella—. ¿Puede imaginarla empujando un carro lleno de carbón por una galería estrecha bajo tierra, sin luz y con aire apenas para no caer desmayada?

Amanda pestañeó.

—¿Se imagina sacando cuerpos de niñas y compañeras tras un derrumbamiento en una mina? ¿Sabe cómo suena la respiración de alguien que tiene los pulmones llenos de algodón? ¿Alguna vez se ha acostado en su cama cubierta de sudor y mugre porque no tiene fuerzas para lavarse y con la ropa del trabajo porque hace demasiado frío para quitarse una sola prenda? ¿Ha pasado algún día de su vida sin probar bocado porque no tiene nada que llevarse a la boca? ¿Se ha comido alguna vez el papel de periódico que queda impregnado de sabor tras acabarse las patatas?

Fue incapaz de responder nada, demasiado chocada con lo que escuchaba.

—¿Qué cree usted que una niña rica de campo que quiere liberar a los hombres porque se ha encaprichado de su siervo y echa de menos su compañía puede aportar a nuestra causa, señora Fairfax?

Sanders la contempló un instante y se sintió más ridícula que nunca en su vida. Se le humedecieron los ojos de pura vergüenza. No sabía nada del mundo fuera del remanso privilegiado de Crawley y en su infinita ignorancia se había creído el alma más sufridora del Reino Unido.

—Váyase a casa, Amanda. —Le dedicó una sonrisa condescendiente—. Disfrute de su vida perfumada y elegante. Y, si se aburre, charle con las demás damas mimadas con las que se relaciona.

Le ardían los ojos demasiado como para poder contener las lágrimas. Cogió su abrigo, dolorosamente consciente de lo limpio y libre de remiendos que estaba y se levantó de la mesa con las mejillas ardiendo.

Una mujer que había estado sentada en la barra a medio metro de ellas la interceptó para cortarle el paso.

—Un momento —pidió, poniendo la mano en su estómago antes de inclinarse junto a Sanders—. La necesitamos… —la oyó murmurar.

Sanders se repantingó en su silla.

—¿Para qué, maldita sea? —masculló, sin importar que Amanda la oyera.

—Mírala, Julianne —exclamó la mujer que parecía más joven—. Es una de ellas. De las que votaron No. La necesitamos para que convenza a esas. Con nosotras no tienen nada en común, nuestros problemas no son sus problemas, pero Fairfax es una de las suyas. Si ella quiere a los hombres despiertos, entonces las provincianas creerán que pueden obtener algo también de despertarlos.

Sanders exhaló, cansada.

—Esa lucha no tiene nada que ver con nosotras, Ruth.

La tal Ruth chasqueó la lengua disgustada con la cabezonería de su superior.

—Debemos unificar ambos frentes, sería más efectivo.

—Ruth, deja que Fairfax haga sus charlas de té y pastas. Su imagen no haría más que debilitarnos.

Ruth dejó caer la mano y hundió los hombros en señal de rendición. Le echó un vistazo decepcionado a Amanda.

—Siento las molestias, señora —se disculpó, apartándose para dejarla marchar.

Los recuerdos de la entrevista aún le producían desazón y, sin embargo, Sanders, con sus duras palabras, le había abierto los ojos de muchas maneras. El dolor de su pérdida se entumeció, o al menos desvió su atención hacia fuera. No importaba que sentía ella, lo que importaba es que había un mundo ahí fuera deformado y enfermo, y había que arreglarlo.

Después de meses de haberle perdido, Amanda apenas lograba recordar al verdadero Callum. Su memoria pasó a ser un espectro fantasmal que rememoraba otra época, como el vago recuerdo de un sueño que ocurrió hace años, pero que fue demasiado magnífico para olvidarlo del todo.

Sin embargo, a pesar de esa insidiosa sensación de que Callum nunca había existido, no lograba deshacerse de la melancolía que la embargaba a ratos. Vivía como si un pedazo de sí misma le faltara, a parte de su dedo tullido. Algo en su interior se sentía tan extraño y vacío como esa cicatriz de carne arrancada que nunca se curaba. Dolía a diario, y sería así durante el resto de su vida.

Tenía presente las palabras de Eleonor, quien creía que su amor por Callum acabaría por volverla una desequilibrada. Pero Amanda se dio cuenta de algo, al observar a la gente a su alrededor. A su madre y su obsesión por mantener el control y el orden sin los hombres. A su tía y su vaga conexión con los problemas del mundo. A sus primas y su ensimismamiento por las cosas más banales de la vida y a sí misma, arrastrada en un oleaje dentro y fuera de distintos estados: melancolía, apatía, indiferencia y a veces felicidad. Incluso, los sentimientos que habían despertado el uno en el otro estaban fuera de la cordura. Incluso, el amor lo estaba.


Querida Eleonor:

La locura no es un estado, sino una escalera y todos estamos en ella. La vida no es más que una lucha por controlar cuándo subimos y bajamos por sus escalones.


Mantenía correspondencia con la monja y, a veces, también con Rose. Eleonor, a menudo, le preguntaba si era feliz. Amanda siempre le respondía algo abstracto porque temía que decir sí hubiera sido una mentira.

Ahora, desvelada por el tren de pensamientos y recuerdos, respondía a su última carta. Esta vez, acosada por las palabras de Julianne Sanders, mojó la pluma en el tintero y comenzó a escribir una respuesta distinta.


Cuando era pequeña mi madre solía decirme que la verdadera felicidad radica en estar en paz. Yo no entendía por qué escogía ese sentimiento de entre todos los que existen. Diversión, pasión, risa, amor, cualquiera de ellos me sonaba más a felicidad que el anodino sentimiento de paz.

Ahora me doy cuenta, querida amiga. Ninguna de las emociones que yo escogía son posibles, ni llegan con todo su sabor, si no se está en paz. Y yo no puedo estar en paz porque no he logrado salvarle. Simplemente no puedo aceptar el mundo tal y como es ahora.

Me marcho, en unos días, a Milton. Allí las fábricas trabajan a toda marcha hacia el futuro. Tengo una amiga en la ciudad que me cuenta que es todo humo, pobreza y agotamiento; y, aun así, me parece mejor perspectiva que esta inalterable sociedad campestre que no avanza. Quizá allí entienda mejor a las revolucionarias que se agrupan en organizaciones llamadas sindicatos y no se dejan tiranizar. Protestan y reivindican los cambios que creen necesarios. No aceptan las circunstancias como vienen dadas. Allí tienen decenas de razones para liberar a los hombres y quiero entender todas y cada una de ellas. Aunque tuviera que renunciar a la idea de volver a conversar con Callum, creo que obtendré cierta paz entregando mi vida a esta causa.


Se detuvo y una gota de tinta cayó sobre la rugosa hoja de su carta. La luz anaranjada del alba llegó para saludarla con un nuevo amanecer. Por eso le resultó extraño escuchar el alboroto y los gritos de sus familiares en la planta baja.

Bajó las escaleras de par en par.

—¿Qué ocurre? —inquirió, al ver a sus primas en pijama. Miraban de un lado a otro como si no recordarán donde estaban—. ¿Hay fuego?

—Se los han llevado —gimoteó Isolda—. Se los han llevado a todos, Amanda.

—¿A quién se han llevado?

—A los siervos —contestó la chica con voz chillona—. No queda ni un solo hombre en la casa.

Amanda no titubeó ni un segundo. Se dio la vuelta y corrió hacia la azotea, pero esta vez en lugar de regresar a su habitación, fue directamente a la de Callum.

Como había temido, la cama del muchacho estaba vacía. Las sábanas revueltas eran la única prueba de que había estado allí.

—Callum —lo llamó mientras rebuscaba por la habitación y por toda la planta.

No había rastro de él.

Regresó al piso inferior donde el revuelo continuaba. Solo una de sus familiares no estaba allí: su madre.

Recorrió la casa buscando a la mujer, pero no la encontró por ninguna parte. Fuera lo que fuera que estaba ocurriendo, su madre estaría al corriente de ello.

Finalmente, la divisó a través de una de las ventanas que daban a la fachada principal de la casa. Mary no estaba sola, Elizabeth Hale, la cabeza liberalista de Crawley, la acompañaba. Ambas sostenían una delicada taza de porcelana en sus manos y charlaban con tranquilidad mientras le daban sorbos.

—¿Qué habéis hecho con ellos? —gritó una vez cruzó la puerta hacia el exterior.

Ambas mujeres se giraron hacia ella, al oír su voz.

—Buenos días, señorita Fairfax —la saludó cortés Elizabeth. Era extraño que la mayor defensora de la liberación masculina de la zona pareciera aliviada. Como si el gran peso invisible con el que había cargado durante años la hubiera abandonado.

Amanda no tenía nada en contra de la mujer, pero en esos momentos le hubiera gustado responder con una bofetada por mostrarse tan animada.

—¿Dónde están nuestros siervos? —les gruñó sin molestarse en darles los buenos días.

—Me temo que ya no son «nuestros», hija —contestó Mary marcando el posesivo.

—¿De qué estás hablando? —increpó—. ¡Maldita sea! ¿Qué habéis hecho ahora?

—Esta vez no depende de nosotras —prosiguió su madre con tranquilidad, ignorando su agresividad—. Esta vez son otras las que han tomado la decisión. Los hombres marchan hacia el este, Amanda. No volveremos a verlos en mucho tiempo.

—¿Hacia el este?

—Hacia la guerra —explicó Elizabeth, y se atrevió a sonreír triunfal—. El Imperio Asiático planea invadir Europa. Quieren doblegarnos y para ello han despertado a sus varones. Todos nuestros hombres serán curados para combatir contra ellas. La guerra es la nueva dueña de nuestros siervos. Ya nunca más nos pertenecerán a nosotras.

La mirada de Callum

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