Читать книгу La mirada de Callum - Beca Aberdeen - Страница 5
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—¿Amanda? —La voz de Isolda la sobresaltó y la obligó a cerrar el libro que estaba inspeccionado en busca de pistas. Su madre tenía la costumbre de guardar notas entre los libros de sus estanterías y, aunque había cientos de tomos y le llevaría siglos revisarlos todos, Amanda no sabía qué más podía hacer. Mary se negaba a darle información y en el andrónicus le habían dejado claro que no sabían nada del experimento y mucho menos del antídoto. Había revisado los archivos de la biblioteca de periódicos antiguos, había leído todos los artículos que había encontrado relacionados con la enfermedad, pero ni rastro de la cura.
Su prima se asomó por el quicio de la puerta y la observó con ojos de lechuza.
—¿Qué haces ahí? Sabes que Mary no aprueba que entremos en su despacho.
—No está aquí, ¿verdad? —refunfuñó, irritada con el susto que le había dado. Siempre esperaba a media mañana, cuando su madre estaba en mitad de su jornada en el ayuntamiento para revisar su despacho.
Isolda entró en el despacho y le echó un vistazo a Callum antes de sentarse en la silla junto a la de él.
—¿Sigues enfadada por lo de tu siervo?
Amanda bufó ante la estupidez de la pregunta. No era una niña a la que le habían quitado su sonajero, era una mujer en duelo por la pérdida de otro ser humano; pero en la mentalidad de sus familiares, como la de la mayoría de las mujeres, no veían personas en los siervos y por consecuencia no reconocían la vida ni la ausencia de esta dentro de ellos.
—¿Quieres algo?
—Oh, qué mal humor tienes —protestó Isolda de morros—. ¿Qué estás haciendo con los libros de tu madre, de todas formas?
—Les quito el polvo.
Isolda frunció el ceño ante su respuesta.
—¿Crees que soy tonta?
—¿Quieres que responda o es una pregunta retórica?
La joven hizo una mueca para mostrarle lo poco divertida que le parecía. Después le echó un vistazo de reojo a Callum.
—¿No tenías miedo, Amanda? Cuando estaba despierto, quiero decir.
Le hubiese gustado responder con un no tajante, pero lo cierto es que sus días junto a Callum estuvieron plagados de miedos y dudas. Miedos en su mayoría inducidos por su educación repleta de prejuicios. El miedo era un buen combustible para los prejuicios.
En lugar de responderle, Amanda sacó otro libro y se lo entregó a su prima.
—Mira a ver si hay notas entre las páginas.
Isolda arrugó la nariz observando el libro como si fuera una araña de patas peludas, pero acabó por aceptarlo y hacer lo que le pedía.
—¿Qué se supone que estamos buscando?
—Cualquier cosa que encuentres entre las páginas, muéstramela —le indicó, tomando varios libros de la estantería y dejándolos sobre la mesa. Abrió uno por las solapas con las hojas hacia abajo y lo sacudió. Después pasó sus dedos por sus páginas para despegarlas entre sí—. Callum busca notas entre las hojas de este libro —ordenó, entregándole otro al muchacho. Necesitaba aligerar el proceso.
Callum estornudó con el polvo que desprendió su tomo y Amanda se le quedó mirando un momento. Sabía que era solo un reflejo, pero llevaba más de una semana sin verle moverse de forma natural y no como un autómata.
Se tragó el nudo que se le formó en la garganta y se giró hacia la estantería para que su prima no viera que se le habían humedecido los ojos.
—¿Cómo es…? Ya sabes…, ¿la intimidad con un siervo despierto? —preguntó Isolda mientras ojeaba el segundo ejemplar.
Amanda se aclaró la voz antes de responder.
—¿Para qué quieres saber? Tampoco sabes cómo es la intimidad con un hombre infectado. No es que puedas comparar.
Isolda soltó un já burlón.
Amanda se dio la vuelta de golpe y la contempló ceñuda.
—¿A qué viene eso? —inquirió con sospecha.
Isolda puso un morrito haciéndose la interesante.
—Nada.
—¿Isolda? —insistió con tono de advertencia.
—¿Se lo contarás a mi madre si te lo digo?
Amanda negó con la cabeza.
—Hay un par de chicas en el pueblo que te permiten «probar» a sus siervos a cambio de un chelín.
La miró horrorizada.
—¿A qué te refieres con probar?
Isolda esbozó una sonrisa pícara, dejando claro que las sospechas de Amanda eran acertadas.
—Isolda, eso es prostitución —soltó, indignada.
La muchacha rio ante su declaración.
—No digas tonterías, son solo siervos, están para eso. Además, es sano para ellos.
—¿Sano para…? ¡Por dios!, ¡son personas también! —Amanda se llevó la mano a la frente para masajeársela—. ¿Te gustaría que abusaran de tu cuerpo inconsciente?
Isolda la contempló con una expresión resabida.
—Lo dices como si tú no le hicieras lo mismo a él —señaló a Callum y después se sorprendió al fijarse en la expresión de Amanda—. ¿No lo haces?
Negó con la cabeza con una expresión avergonzada. Era muy incómodo hablar de su intimidad con Callum con otra persona, y más con él delante.
—Nada, desde que perdió la consciencia —corroboró ante la mirada atónita de su prima.
—Enfermará si lo mantienes así —vaticinó, cruzándose de brazos.
Amanda tragó saliva.
—¿De qué estás hablando?
—¡Oh, vamos!, todo el mundo sabe que los hombres necesitan aliviarse con asiduidad o caen enfermos.
—¡Estás exagerando! —replicó Amanda, aunque le vino un recuerdo de la noche en la que Callum le pidió que le dejara tocar sus pechos. Después le aseguró que estaba enfermo y que, incluso, podría morir. Amanda sabía que era una exageración, fruto de la ignorancia de Callum respecto al deseo que lo estaba consumiendo. No obstante, él habló de dolor aquella noche. ¿La frustración postergada podía llegar a hacerle daño?
—Lo… Lo consultaré con la doctora —tartamudeó, incómoda. Había creído que cuidaba bien de Callum, pero quizá su peculiar relación ama-siervo tuviera consecuencias negativas para su salud que ella no había considerado.
Isolda puso los ojos en blanco.
—No te entiendo, Amanda —declaró con una mueca—. Se supone que lo amabas, ¿no? Y él te amaba a ti. Entonces, ¿por qué te niegas a algo tan natural?
—¡Porque no es él! —estalló, dando un golpe en la mesa que sorprendió a su prima—. Eso no él, es solo el fantasma de lo que fue…
Isolda alzó una ceja al ver que Amanda rompía a llorar.
—¡Vete!, ¡déjame sola! ¡Tú no entiendes nada!
La chica suspiró, pero se levantó para marcharse.
—¿Sabes lo que dijo Mary cuando te fugaste con él? —indicó antes de salir por la puerta—. Dijo que por culpa de Callum ya no eres la misma y tiene razón. Solías ser templada, y, desde que llegó tu siervo…, bueno, estás de lo más alterada. Apenas te reconozco, Amanda.
Las palabras de su prima le produjeron una profunda desazón. No porque estuviera juzgando su nuevo comportamiento sino por la descripción que había hecho de su yo antiguo. Templada, la había llamado templada, lo que venía a ser parca, obediente, maleable, conformista… ¿Era cierto? ¿Amanda era tan dócil como la pintaban? ¿Cómo iba alguien con esa personalidad a cambiar el mundo? No podría. Por eso aún no había logrado nada porque no tenía el coraje que hacía falta para liderar una revolución.
Se quedó mirando la puerta que Isolda había cerrado tras ella durante no supo ni cuánto tiempo, después se levantó, decidida, y comenzó a tirar de todos los libros de la estantería para revisarlos a toda prisa. No se molestó en devolverlos a su lugar, sino que los lanzaba de cualquier manera al suelo para ir más rápido.
No halló nada, pero cuando terminó con todo el despacho, parecía que había pasado un tornado.
Esa sería ella a partir de ahora. Un tornado que removería cielo y tierra y arrasaría con todo hasta dejar un mundo nuevo tras su paso.
****
Edith Monroe, la doctora de Crawley, vivía en la primera planta sobre la sastrería. Amanda subió por las angostas escaleras de madera seguida de Callum y llamó a la puerta de la mujer a las siete de la mañana.
Edith abrió aún en camisón y con las trenzas despeinadas.
—¿La he despertado? —inquirió Amanda, temiendo que la mujer hubiera estado hasta tarde visitando a algún paciente.
—No se preocupe —la tranquilizó, apartándose para dejarles pasar—. Son gajes del oficio.
Le indicó que tomara asiento en uno de los sofás con una tapicería verde tan desgastada que comenzaba a parecer ocre.
—No le quitaré mucho tiempo —se disculpó Amanda, sentándose con una sonrisa avergonzada—. Solo es una consulta rápida.
Edith asintió a la espera de que continuara.
—Se trata de la salud de mi siervo. —Señaló a Callum y carraspeó sin saber bien cómo formular su pregunta—. No me gusta creerme las habladurías sin consultarlo con una experta, así que he decidido hacerle una visita —carraspeó, nerviosa.
Edith alzó las cejas, pero se mostró impasible, sin duda acostumbrada a todo tipo de asuntos escabrosos relacionados con el cuerpo humano.
—¿Y bien? —La incitó ante su pausa.
—Dicen que los siervos necesitan… Descargarse habitualmente para mantener una buena salud y me preguntaba, en el caso de que sea cierto, cómo de a menudo debe ser —soltó de carrerilla.
Para su alivio la mujer no mostró ni una pizca de extrañeza ante su pregunta. Se imaginó la clase de consultas que le podían llegar a hacer al cabo del día.
—Efectivamente, tales actividades son muy saludables para ambos y pueden ejercerse con la asiduidad que la ama desee.
Amanda tragó saliva.
—Y en el caso de que la Ama no pueda… Eh…, participar por la razón que sea. ¿Considera que es necesario que el siervo sea aliviado en intervalos de tiempo concretos?
Edith se echó hacia atrás y entrelazó los dedos para contemplar a Amanda pensativa.
—Si no siente apego por este siervo puede pedir un cambio a… —comenzó a decir la mujer, pero se detuvo, perpleja, al mirar a Callum. Pestañeó varias veces y después carraspeó.
—Si el problema es que no tiene…, predilección por los siervos en general y no desea tener descendencia, no tiene por qué realizar ciertas actividades con él —propuso la doctora, con tacto.
Amanda suspiró a sabiendas de lo que estaba sospechando la mujer.
Lejos de desmentir, prefirió que pensara eso en lugar de tener que explicarle todo lo ocurrido.
—Si fuera así, si resultara que no tengo interés en practicar ciertas actividades con él y tampoco quisiera tener descendencia… ¿Sería sano para él la completa abstinencia?
La mujer miró de nuevo a Callum, esta vez de forma evaluativa, e inclinó la cabeza hacia un lado.
—Es un muchacho joven y fuerte… Lo cierto es que, a la larga, la abstinencia total puede llegar a tener consecuencias para su salud física y psicológica —admitió entonces—. Existen alternativas, señorita Fairfax. Usted podría prestarlo a otras jóvenes de confianza que le aseguren que lo van a cuidar y velar por su salud o… Eh, aplicar un alivio manual.
Amanda asintió mortificada y con las mejillas ardiéndole.
—¿A cada cuánto recomienda que lo haga? —insistió.
Edith suspiró pensativa.
—No soy una experta en esta materia, pero me atrevería a decir que día sí y día no ahora que es joven —apuntó, convencida con su propia recomendación.
Amanda asintió satisfecha por haber obtenido una indicación médica clara de cómo cuidar de Callum mientras estuviera inconsciente. Ahora solo le quedaba asegurarse de que no fuera por mucho tiempo.
****
De rodillas, Amanda introdujo el pico del punzón que había tomado prestado de la cocina en el diminuto ojo de la cerradura del dormitorio de su madre. Jugó en vano con la herramienta intentando forzar el pestillo, pero no logró que cediera. Soltando una exclamación de irritación, se levantó y comenzó a darle patadas a la puerta.
—Mary ya está furiosa por el desastre que armaste en su despacho. —La voz tras ella la hizo detenerse. Era su prima Henrietta, contemplándola con evidente preocupación—. Sería conveniente que no lo empeoraras —prosiguió la muchacha, dando varios pasos hacia ella.
—No me importa, más enfurecida estoy yo —rebatió—. ¿Tenemos hachas?
Henrietta alzó las cejas y se sacó algo del bolsillo del pantalón.
—No será necesario —declaró, ofreciéndoselo a Amanda. Se trataba de una llave negra mientras que las de la casa eran de bronce.
—¿Qué es eso?
—Una cebolla… ¿Tú qué crees que es? —se burló Henrietta—. Es la llave del dormitorio de Mary.
Amanda la giró en su mano.
—Pero es negra.
—Las sirvientas tienen copias de las llaves para poder limpiar las habitaciones y las suyas son de ese color.
Amanda abrió la boca sorprendida con esa información e introdujo la llave que giró sin oponer resistencia permitiéndole abrir la puerta.
Antes de que pudiera entrar, Henrietta le puso la mano en el brazo.
—Espero que encuentres lo que buscas de una vez y que eso te devuelva la paz —declaró, exponiendo su motivo para ayudarla—. No le digas a Mary que yo te di la llave.
Asintió, agradecida, y entró en el cuarto de su madre. Estaba ordenado y pulcro, aunque el halo de luz se colaba entre la abertura de las cortinas, mostraba partículas de polvo danzante en el aire.
Había un par de libros sobre la mesita de noche, pero, tras revisarlos, Amanda no encontró ninguna nota dentro de estos. Quizá Mary había abandonado esa costumbre.
En el primer cajón halló un ungüento preparado por la boticaria, un antifaz, unas gafas de lectura y gorro de dormir.
En el segundo, había más libros, de uno de ellos cayó un dibujo de toda la familia reunida que había hecho Cassandra. O, al menos, de las mujeres de la familia. Amanda no hubiera notado ese detalle antes, pero ahora su visión del mundo había cambiado para siempre.
En el tercer cajón, Mary guardaba calcetines de lana para mantener los pies calientes en las frías noches inglesas.
Revolvió los cajones de la cómoda también donde solo había ropa y nada más. Después, abrió el armario y fue metiendo la mano en todos los bolsillos que tenían las prendas allí colgadas hasta que sus dedos se toparon con un papel doblado dentro del bolsillo de una chaqueta.
Lo desdobló para leerlo y se encontró con un nombre que no conocía y una dirección de Londres escrito en la letra de su madre.
—Jemina Price —leyó en voz alta, tratando de recordar si había escuchado ese nombre antes. Que ella supiera, su madre no tenía amistades en esa parte de Londres ni era su costumbre viajar sin explicarle a la familia sus motivos. No obstante, Amanda recordó que unas semanas antes de su cumpleaños dieciocho, Mary se había ausentado unos días para acudir a una convención sobre raíles en Londres. Quizá fue entonces cuando visitó a la señora Price, pero, ¿quién era? ¿Por qué iría a verla a su residencia?
Era la mejor pista que había encontrado hasta el momento y merecía la pena investigarlo, aunque tuviera que desplazarse hasta la capital.
Amanda se guardó la nota en el bolsillo y cerró el armario procurando dejarlo todo como lo había encontrado. Si Jemina Price tenía algo que ver con el experimento de Callum, no quería que Mary le advirtiera con antelación de que Amanda iba a buscarla, sino que prefería sorprender a la mujer de imprevisto.
—Vamos, Callum —le dijo al muchacho conforme salía del cuarto de su madre para dirigirse a la buhardilla—. Nos vamos a Londres.