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Un grito resonó en la madrugada a las afueras de la mansión Fairfax en el tranquilo pueblo campestre de Crawley. Tan humano y desgarrador que Amanda recordaba haber temblado al escucharlo en su infancia, segura de que se trataba de alguna mujer en apuros. No obstante, se había acostumbrado al sonido nocturno del zorro rojo y con los años había dejado de prestarle atención. Cuando el grito era explosivo y breve, como el que acababa de escuchar, se trataba de un macho advirtiéndole a su rival de su agresividad; mientras que cuando se tornaba complejo, solía ser una hembra en busca de pareja.

Amanda nunca se había detenido a pensar en la forma en que los animales a su alrededor se relacionan entre géneros. Al menos no hasta la llegada de Callum. En esos momentos, mientras oteaba el bosque a través de la ventana, no pudo evitar preguntarse si los zorros de la campiña emitirían esos chillidos si uno de los géneros fuera eliminado.

Mary se revolvió entre las sábanas, percatándose de la presencia de Amanda en la penumbra de su dormitorio. Alzó la cabeza y miró hacia el sillón donde Amanda estaba sentada, bajo la ventana. Solo sus piernas estaban iluminadas por la brillante luna llena.

—¿Amanda? —exclamó la mujer con voz adormilada. Se incorporó, sacando las piernas de las pesadas capas de colchas y mantas. La noche era inusualmente fría para aquella época del año—. ¿Eres tú?

Mary encendió la lamparilla de gas que había sobre su mesita de noche y la alzó hacia la ventana, pestañeando para agudizar su visión. Descubrió, entonces, la presencia de Callum, sentado a los pies de Amanda y se echó hacia atrás de forma instintiva.

—No es necesario que lo temas, madre —la tranquilizó ella con voz ronca. Llevaba tiempo sin usarla—. Callum ya no está ahí dentro. No va a vengarse de ti si no sabe quién eres. Ni siquiera sabe quién soy yo o él mismo.

Mary soltó un largo suspiro relajando los hombros.

—Sabía que volverías —se limitó a decir la mujer, ajena a lo terrible y descorazonador que era lo que acababa de explicar Amanda.

Se levantó de la cama y se puso la bata atándose el cinturón con celeridad, sin apartar los ojos de ella.

—No deberías haberlo hecho —prosiguió, calzando sus pantuflas para evitar el frío del suelo.

Amanda entornó los ojos.

—No estoy segura de si te diriges a mí o a ti misma, madre —espetó. Sus uñas se clavaron en las palmas de sus manos, formando medias lunas.

—A ti, por supuesto —gritó Mary, perdiendo la compostura—. Tú eres la que ha allanado el andrónicus y robado un siervo.

—Es mi siervo —replicó con tono de falsa tranquilidad—. No es eso lo que defiendes tan ferviente, el derecho de una mujer a su esclavo.

Mary inclinó la cabeza hacia un lado, recobrando la paciencia con su decepcionante hija.

—Sí, es tu siervo —concedió—. Nadie va a quitártelo ahora, pero no debiste sacar…

—¡Tú me lo has quitado! —bramó Amanda, logrando que su madre se encogiera, sorprendida. Hundió una mano entre los cabellos de Callum y zarandeó su cabeza con suavidad—. Esto no es él. Está vacío, no es Callum. Callum está muerto. ¡Tú lo has matado!

Mary tomó una inspiración profunda mientras la contemplaba con cautela, como si no supiera muy bien qué esperar de ella. Ver esa expresión en el rostro de su madre era una novedad que le gustó.

—Entiendo que te enamoraras, hija —comenzó con tono conciliador—. Sé que un hombre puede tener sus encantos al principio. Hazme caso cuando te digo que el embrujo no dura. Su forma de tratarnos degenera con los años, se vuelven fríos, crueles y violentos. ¿Querías llegar a eso con él? ¿No prefieres vivir con el recuerdo del romance?

Amanda tragó saliva, intentando recobrar el control de sus nervios.

—¿Fue eso lo que le ocurrió a la abuela? —preguntó en tono quedo.

Mary dio un pequeño respingo como si la hubieran pinchado con un alfiler.

—¿El abuelo era un hombre encantador hasta que los años de matrimonio y el alcohol lo transformaron en un ogro? —presionó—. ¿Es eso lo que ocurría en todos los hogares o solo en el tuyo, madre?

Mary puso los ojos en blanco.

—No en todos, pero te aseguro que las estadísticas no están de su parte —rebatió, señalando a Callum. Dio un paso hacia ella—. Sé que no lo ves ahora, pero esto es lo mejor para ti, Amanda. Para todas nosotras. Los hombres solo traen violencia y degeneración; e incluso si fuera cierto que algunos son más templados, no merece la pena el sufrimiento que provocan los perversos como para traerlos de vuelta.

Era imposible razonar con su madre. Siempre había creído que Mary despreciaba a los varones, pero ahora entendía que era el miedo lo que motivaba sus acciones. Para ella todos los hombres eran su monstruoso padre, e imaginar vivir en un mundo lleno de ellos, la llenaba de pavor.

—Quiero que me entregues el antídoto —exigió, ignorando su perorata.

Los hombros de Mary se hundieron con su insistencia.

—No podría dártelo, aunque quisiera —explicó la mujer con serenidad—. Se me entregó una cantidad determinada para llevar a cabo mi experimento. No tengo ni idea de dónde procede o de su contenido.

Se levantó del sillón y se aproximó a su madre hasta que estuvieron a un palmo. Mary analizó su rostro, quizá evaluando lo alterada que estaba su hija debido al experimento.

—Mientes —determinó Amanda en tono quedo.

—Sé razonable, Amanda. Me costó mucho que aprobaran el experimento. ¿Crees que entregarían la fórmula del antídoto a cualquiera? Y menos con mitad de la población a favor de la liberación masculina. Es un secreto celosamente guardado.

Por mucho que Amanda deseara creer lo contrario, sabía que su madre no le mentía.

—Solías confiar en mí —se lamentó la mujer, buscando sus ojos.

Esa confianza estaba del todo muerta. Miró el rostro envejecido de su madre. La dignidad habitual con la que se conducía estaba mermada por el camisón y la trenza despeinada. O quizá era ella la que ya no sentía la misma admiración y respeto por su progenitora.

—¿Te arrepientes? —quiso saber Amanda.

—Me arrepiento de haberte escogido a ti —confesó la mujer tras un instante de silencio—. Nunca pensé que sufrirías por tu siervo. De haber sabido las consecuencias hubiera seleccionado a otra joven de Crawley. Tal vez debiera haber sido Jane.

Amanda esbozó una sonrisa triste. Siempre había tenido la sensación de que Jane era más como Mary que su propia hija. Siempre había sentido que su madre lamentaba la debilidad de Amanda, su falta de carácter.

—Jane hubiera denunciado al muchacho de inmediato —le aseguró Amanda—. En realidad, madre, escogiste bien. ¿Quién en Crawley es tan dócil y manipulable como para llevar a cabo tu plan sin ni siquiera saberlo?

Las cejas de Mary se alzaron en confusión.

—No te escogí por ser dócil, Amanda —la contradijo—. Te escogí porque siempre ha habido una valentía y una vena rebelde en ti que poca gente posee. Sabía que Callum te asustaría, pero que tendrías las agallas de enfrentarte a él, de intentar controlarlo y que eras lo suficientemente revolucionaria como para saltarte las normas y ocultar su estado.

Amanda abrió la boca sorprendida por la descripción de su carácter. Nunca hubiera pensado que su madre o nadie la creerían valiente y revolucionaria. Ella misma no se veía de ese modo. Le preocupaba demasiado agradar a los demás como para ser una rebelde. No obstante, los hechos hablaban por sí mismos. Amanda había ocultado a Callum, había mentido y había roto las normas para sacarlo del andrónicus. Todo ese tiempo había creído que sus acciones eran fruto de sus sentimientos por Callum, como una reacción a él, pero… ¿Y si había algo en ella que no sabía que estaba ahí? Una rebeldía adormecida que había despertado con Callum pero que formaba parte de su carácter. Tal vez, albergaba más fuerza de la que realmente pensaba.

—¡Habéis regresado! —La alegría de la voz infantil interrumpió la conversación. Cassandra se asomó por el vano de la puerta de la habitación de su madre, despeinada y descalza, en el camisón blanco con el que dormía.

El suelo de madera humedecida crujió bajo los trotes de Cassandra al cruzar la habitación hacia ellos. A pesar del hielo que cubría su piel, sintió el cuerpo pequeño de su hermana, abrazándola. La forma familiar y el olor a leña quemada en el cabello de su hermana, a quien le gustaba sentarse demasiado cerca de la chimenea, le trajo un vago recuerdo de su antigua vida. Despacio, colocó su mano en la nuca diminuta. Era el único gesto de cariño que su estado le permitía efectuar.

Cassandra se soltó de sus caderas y se abalanzó sobre Callum. A la niña le llevó apenas un instante darse cuenta de que el cuerpo inerte, de lo que una vez fue su amigo, no retornaba el abrazo.

—¿Callum? —susurró con su voz aguda, apartándose para mirarlo a la cara. El joven no se movió.

—¡No! ¡Callum! —chilló con horror, comenzando a derramar lágrimas con la desesperada facilidad de los niños.

Amanda pestañeó y con el gesto notó la humedad empañar sus mejillas. Al contrario de Cassandra, cerró los ojos y sollozó en silencio, escuchando su propio dolor en la voz de su hermana. Se dejó caer en el sillón y que los cortos brazos de la niña le rodearan el cuello, mientras sus llantos se entremezclaban.

Mary aguardó en silencio a que se desahogaran, pero tan pronto como se separaron, las miró con una combinación peculiar de empatía y condescendencia, que solo ella era capaz de conciliar.

—Sufrís por algo que no existe —expuso entonces—. Creéis que era vuestro amigo, pero los hombres muestran su mejor cara al principio. Después su carácter no cesa en degenerar tentado por los instintos más bajos. Incluso, al querido Callum le hubiera ocurrido de haber tenido la oportunidad de vivir libre. Creedme cuando os digo, yo que viví en un patriarcado, que es mejor guardar esa memoria idealizada que tenéis de él ahora que espantaros con el declive inevitable al que sucumbe su sexo.

La visión de la mujer a través de la humedad de sus ojos se hizo borrosa.

—¡Estás loca! —declaró airada y se levantó del sillón para dar varios pasos hacia ella—. Estás cegada por tus prejuicios y llevas años envenenándonos con ellos. No dirás una palabra más en mi presencia, ni en la de Cassandra.

Mary alzó la barbilla desafiante.

—No vas a censurarme en mi propia casa —respondió categórica—. Si no estás de acuerdo con mis ideas puedes marcharte. De todas formas, no quiero tener a una liberalista bajo mi techo.

—¡Mamá! —protestó Cassandra, corriendo para engancharse a su camisón—. No digas eso. No pueden marcharse, acaban de llegar.

Amanda detuvo la discusión consciente de los sollozos que provenían de la niña y lo alterada que estaba ya con lo que le había ocurrido a Callum.

Mary suspiró, acariciando la cabeza de su benjamina y pareció recobrar la compostura.

—Esta es tu casa, Amanda, y siempre lo será; pero no pienso librar una batalla contigo cada día. Si quieres quedarte, es bajo la condición de que vivamos en paz.

Amanda soltó una risa nasal y sacudió la cabeza. ¿De verdad creía su madre que podría borrar todo lo ocurrido y empezar de nuevo como si nada?

—No habrá paz para mí hasta que logre salvarle.

Los hombros de Mary se hundieron, decepcionada con su declaración, pero no dijo nada más cuando Amanda la sorteó para salir de su cuarto.

—Ven conmigo, Callum —llamó al muchacho que permanecía sentado en el mismo lugar desde que entraran a hurtadillas.

Fue directa al despacho de su madre que olía a polvo y a libros viejos. Encendió la lámpara de gas que había sobre el escritorio de madera ya que la resplandeciente luna no ofrecía iluminación suficiente para lo que se proponía.

Le llevó horas revisar todo lo que su madre guardaba allí bajo la distraída mirada de Callum al que sentó en una de las sillas.

Bajo un pisapapeles de oro ribeteado, encontró cartas de ciudadanas de Crawley quejándose de eventualidades como goteras en la escuela o pillaje en los caminos hacia Horsham. En los cajones, halló documentos oficiales que su madre había traído para revisar en casa como planos de edificios públicos y permisos de construcción firmados por Mary, pero ni una sola pista de cómo había llevado a cabo su ardid con el andrónicus y ni rastro de información sobre el antídoto. Tenía que tratarse de una sustancia administrada de forma oral, porque Amanda había estado casi en todo momento junto a Callum durante esas semanas de convivencia. Callum no era de guardarse las cosas para sí mismo, y si Mary se le hubiera acercado en cualquier momento, él lo habría compartido con Amanda. La única forma de que se lo hubiera administrado sin que ella se percatara, tenía que ser en las comidas.

Tras no encontrar nada de utilidad en el despacho de Mary, Amanda fue directa a la cocina donde se topó con Abigail inclinada sobre la chimenea con un montoncito de leña entre los brazos.

—Buenos días, Abigail.

La cocinera soltó un grito al escuchar la voz de Amanda y miró por encima del hombro. Aún estaba de rodillas frente a la rudimentaria chimenea cubierta de cenizas. Tenía los ojos hinchados como si se acabara de despertar.

—¡Por dios, señorita Amanda! —protestó la mujer, llevándose la mano libre al pecho—. Me ha dado un buen susto.

No era habitual que las señoras se levantaran antes del alba, por lo que Abigail no había esperado encontrarse a una de ellas pululando por la cocina.

—Lo siento, no quería asustarte —se disculpó, ojeando la estancia. Las sirvientas no solían cargar con leña, pues esa era la típica tarea que se encargaba a un siervo. No obstante, el de Abigail había fallecido de neumonía hacía varios meses—. ¿Aún no te han proporcionado un siervo nuevo?

Abigail continuó colocando los palillos en el centro del hogar mientras negaba con la cabeza.

—No tienen ninguno disponible en el andrónicus —explicó—. Tengo que esperar a que se muera alguna de la zona.

Amanda soltó una risa nasal al escuchar la franqueza y naturalidad con la que Abigail hablaba de algunas cosas.

Se le borró la sonrisa cuando la sirvienta divisó a Callum y se encogió asustada.

—Tranquila, vuelve a estar infectado —esclareció, apretando los dientes—. Veo que estás informada sobre lo ocurrido con mi siervo.

—Sí, señorita. Menudo susto haberlo tenido en la casa así, despierto. A usted la hirió, ¿verdad? —Abigail se puso de pie y ojeó a Callum con desconfianza.

Amanda suspiró.

—Abigail, ¿sabes la bebida nocturna que se le da a los siervos?

—Pa’ dormir bien, sí, señorita.

—¿De qué está compuesta?

—Es un tónico de vino, señorita. Recomendación de la doctora. Algunas mujeres también lo toman cuando contar ovejas no funciona. —Abigail soltó una risotada con eso último.

Amanda nunca se había planteado la costumbre de dar dicho tónico tras la cena a los hombres de la casa, era algo que había crecido viendo.

—¿Quién prepara los tónicos en esta casa?

Abigail frunció el ceño, confusa ante su pregunta.

—Normalmente lo hace Delia. Ella los prepara y Peter los lleva al comedor —explicó la mujer, extrañada, pero sin atreverse a preguntar por sus motivos para querer saber todo eso.

Peter era el siervo de Delia, y hubiera sido muy fácil para Mary interceptar al hombre de camino al comedor y añadir el contenido del antídoto a la copa de Callum. Amanda estaba casi segura de que había sido así como había ocurrido. Delante de sus narices.

—¿Puedo ver la botella?

—Claro, señorita —respondió Abigail retirándose hacia la despensa. Regresó con una botella de Wincarnis de tamaño medio. La etiqueta aseguraba que se trataba de una cura para numerosas afecciones como la anemia, el insomnio, la depresión y la confusión mental, de ahí que las comerciantes lo hubieran puesto de moda como tónico para siervos, asegurando que serían más rápidos y espabilados de tomarlo a diario.

—Voy a llevármela —anunció y Abigail se limitó a asentir en silencio, no sin cierta desconfianza reflejada en su rostro. Solo las siervas discretas lograban trabajar en las mejores casas del pueblo y la cocinera lo sabía.

Se dirigió a la habitación de Callum y cerró la puerta tras ellos. Estaba todo como lo habían dejado antes de fugarse al bosque.

Amanda se plantó frente a Callum y descorchó la botella del tónico medicinal. Un fuerte hedor a alcohol mezclado con una amalgama de especias invadió la estancia.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó alzando la voz mientras inhalaba el interior de la botella, procurando aislar el olor del alcohol de todo lo demás—. Parece que noto algo de cilantro, cardamomo y… ¿menta? ¿Tú qué crees, Callum?

El muchacho continuó, impasible, frente a ella. Desde que se infectara, ya nunca respondía a preguntas sobre su opinión.

—Aspira —le indicó Amanda algo irritada, pegando la abertura de la botella a su nariz—, ¿recuerdas si el que te servían olía diferente?

Nada.

—¡Maldita sea, Callum! —Estalló y se le cayó de las manos, derramando el dulce líquido rojizo por el suelo. Se agachó para levantar la botella y se quedó mirando el charco que se había formado como si la hubiera hipnotizado. Se sintió como si estuviera hecho de su sangre y eso explicara porque se sentía tan débil. Alzó la vista hacia el muchacho, que seguía mirando la pared como si nada, y se le humedecieron los ojos—. ¿Cómo se supone que voy a ayudarte si no colaboras? ¿Cómo voy a hacer esto sola?

Pero el nuevo Callum tampoco respondía a preguntas complejas, ni a las retóricas, ni a ninguna que requiriera cualquier tipo de pensamiento independiente.

Estaba sola.

Sola con la cáscara vacía de su compañero.

La mirada de Callum

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