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—Mira, Eleonor. Se ha despertado.

Amanda intentó abrir los ojos, pero la habitación dio vueltas a su alrededor provocándole náuseas. Volvió a reposar la cabeza sobre la almohada para recobrar el equilibrio y que cesara el martilleo insufrible dentro de su cráneo.

—¿Dónde estoy?

Pasos resonaron contra el suelo de la habitación y alguien se acercó a ella.

Separó las pestañas con lentitud y entornó los ojos por el dolor en sus pupilas. A juzgar por la iluminación en la estancia, debía ser de día.

Una mujer, con el pelo cubierto por un velo blanco que formaba un triángulo en su cabeza y se elevaba a los lados como si fuera un pájaro en pleno vuelo, la observaba con atención.

—¿Puede usted volar con eso? —musitó de forma apenas audible. Si Callum hubiera estado allí, habría reído ante su pregunta.

—Por supuesto, ¿por qué tomaría los hábitos, si no fuera por la promesa de volar? —replicó la mujer con tono animado, en lugar de ofenderse—. Si bromea es que no se encuentra tan mal como parece.

—Así es, Eleonor —le contestó la otra voz, a la que se había dirigido con su última afirmación—. Es joven, se recuperará.

Eleonor le depositó una mano fría en la frente, pero Amanda agradeció la frescura de su piel pues la de ella se encontraba en llamas.

—¿Estoy ardiendo en el infierno?

—¿Crees que hay monjas en el infierno? —preguntó la voz mucho más divertida de lo que se había mostrado Eleonor. Por lo que dedujo que no se trataba de una monja; y, además, sonaba demasiado joven.

—Solo las malas —respondió Amanda, contrayendo el rostro en una mueca de dolor. Empezaba a encontrarse verdaderamente mal.

—¿Eres una hija de Lilith? —La joven no podía tener más de quince años. Rizos poco definidos salían tiesos como alambres de su frente como si su cabello no pesara nada.

—Déjala en paz, Rose —la regañó Eleonor mientras pasaba un trapo frío y mojado por su frente, devolviéndole a la vida en el proceso.

—¿Callum? —murmuró Amanda con los ojos plenamente abiertos al recordar cómo había llegado allí.

—No te preocupes, está durmiendo en aquella cama —le aseguró Eleonor, impidiendo que se irguiera. Lo que resultó ser una buena idea, pues solo el esfuerzo la mareó por completo.

Se encontraba en una sala estrecha y alargada cuyas paredes blancas se alzaban hasta un techo muy alto con cristales llenos de polvo. La sala tenía una sucesión de camas con simples sábanas blancas enfrentadas. Parecía ser una enfermería, aunque no había nadie más allí aparte de ellos cuatro.

—Es tan apuesto —celebró Rose con voz ensoñadora—. Cuando me llegue el momento quiero uno así.

Con dificultad, giró la cabeza hacia el lado opuesto a Rose para asegurarse de que el joven se encontraba en el camastro que le habían indicado. Así era. Pudo ver su nuca descansando plácidamente sobre la almohada.

Volvió a enfocar a Rose, quien sonrió con una hilera de dientes retorcidos. La chica era, incluso, más joven de lo que había imaginado, y su rebelde pelo castaño estaba alborotado por la almohada. Al parecer acababa de despertarse, porque aún llevaba el camisón blanco y estaba medio cubierta por las mantas, mientras se sostenía en un codo. Su nariz era amplia, demasiado grande para su cara, pero tenía unos ojos bonitos.

—Has dormido durante tres días —le informó Rose con cierta irritación, como si esperar a que se despertara le hubiese llenado de impaciencia.

—El corte en el dedo te dio una buena infección, pensamos que no sobrevivirías —intervino Eleonor—. ¿Hay alguien a quién desees avisar de tu paradero?

Amanda se imaginaba que debían pensar de ella. Una dama refinada, perdida en la noche con un dedo serrado.

—Lo hicieron para sacarme el anillo de oro que me regaló mi abuela —dijo mientras alzaba la mano para ver el destrozo que le habían hecho, sin embargo, la tenía completamente vendada.

—Lo sé, muchacha, no es la primera vez que ocurre —le aseguró la monja—. No deberías deambular por esas calles de noche. Londres no es como tu pueblo.

—¿Cómo sabe de dónde soy?

—Hemos rebuscado entre tus cosas para hallar alguna pista sobre tu identidad. Había un billete de tren desde Crawley, ¿no es así?

Amanda asintió.

—Además, una joven londinense nunca hubiera visitado esa zona sin al menos un carruaje —interrumpió Rose con condescendencia. Habían visto la nota de Mary con la dirección de Jemina Price.

La monja se volvió hacia Amanda con curiosidad, pero no hizo preguntas.

—Buscaba a la científica que inventó el antídoto para la bacteria —desembuchó de carrerilla.

Eleonor frunció el entrecejo como si aquello no fuera en absoluto lo que había esperado.

—¿Para qué necesita una joven campestre y de alta sociedad como tú despertar a su siervo?

—Porque así fue como lo conocí —musitó, dejando que su mejilla cayera contra la almohada, con su vista clavada en Callum—. No le necesito, le añoro.

Rose saltó de debajo de las sábanas y se puso de pie sobre el enclenque camastro que se quejó con un rechino oxidado.

—La nota es de él, entonces —gritó la joven fuera de sí—. Sabía que no la había escrito ella. ¡Es de él!

—¿A qué nota te refieres? —Amanda se apoyó sobre los codos, pero la cabeza le dio vueltas.

—¡Callum, despierta! —gritó la joven, ignorándola.

—¡Eh, muchacha! ¿A qué nota te refieres? —insistió Amanda, conteniendo una náusea.

Eleonor estaba metiendo gasas con sangre seca en un cubo, pero se detuvo en sus labores de enfermera para observar la escena. Acto seguido, se acercó a la cama del muchacho, lo incentivó a levantarse y a acercarse a Amanda.

Le dolió el pecho al verle frente a ella. Así, recién levantado, le parecía aún más hermoso. Su piel caliente de la cama desprendía un aroma masculino embriagante que, aun en ese estado, tenía el poder de alterar todo su ser. Sus labios relajados le recordaban aquellas mañanas de besos ardientes y sus ojos adormecidos e hinchados lo hacían parecer un niño desprotegido. Amanda quería despertar así, junto a él, junto a su amigo y amante, el resto de su vida. Pero con la muerte de Jemina, sabía con seguridad que todo lo que tendría era aquel cuerpo vacío, y los recuerdos del joven se desvanecerían en el tiempo hasta parecer un sueño.

Eleonor se sacó una nota del bolsillo, la abrió y se la entregó a Callum.

—Estaba en tu maletín de viaje, tirada entre tus cosas —explicó antes de susurrarle a él que leyera la nota en voz alta. No tenía ni idea de a qué se refería, ella no había guardado ninguna nota allí.

Callum la sostuvo y alzó la voz para leer. Siempre que lo hacía, Amanda tenía el sentimiento desolador de que había vuelto a ser él mismo, porque oía su voz llena de las complejas construcciones del autor. Por un segundo podía abandonarse a la fantasía de que eran sus propias palabras.


Querida Ama,

Si alguna vez encuentras esta nota que guardo entre las hojas de mi última lectura, me temo que será porque me he ido, y no es justo que lo haga sin poder despedirme.

Es posible que mi cuerpo siga a tu lado. Que mis brazos, mis piernas, mi torso y mi cabeza, estén junto a ti, como siempre han estado. Pero sin alma, no son más que una acumulación de carne, huesos y sangre que no valen para nada. ¿Qué es el cuerpo sin una mente que lo ilumine? Es una habitación a oscuras, que con luz está repleta de novelas, caballetes de pintura, instrumentos de música y barajas de naipes; pero sin ella, no es más que un laberinto inundado de formas extrañas, de miedos, ruidos y monstruos que habitan en las sombras.

En estos momentos, la luna se derrite sobre el lago y las hojas de los árboles se acarician con el viento como excusa para crear la sinfonía nocturna del bosque. Tú estás agachada junto a la orilla lavando los cacharros de la cena, e, incluso, desde aquí puedo ver cómo frunces los labios, porque esta noche es tu turno, pero preferirías estar devorando las páginas de algún libro. Nunca he sido tan feliz como en este momento.

Poder pasar todas estas horas a tu lado y verte enfurruñada, alegre, conversadora, taciturna, callada, fatigada a punto de ser arrastrada por Morfeo y ver tu rostro descansado al regresar con los primeros rayos de sol. Me regocijo en el honor de poder presenciar todos y cada uno de los sentimientos que te embargan al cabo del día. Pero no sé cuántos días, de estos, me quedan.

Si me voy, solo te pido que le concedas a mi cuerpo, el templo abandonado por mi mente, tres placeres: el de esparcirme bajo el sol cuando este se digne a visitarnos, el de tocar el violín cada día y el mayor placer que jamás haya conocido en esta vida, el de un abrazo de mi ama.

Sé que estás triste porque me he ido. Aunque finjas disfrutar de tenerme dispuesto y servicial para ordenarme a tu antojo, añoras mi compañía, mis inquisiciones sobre el mundo, mis bromas pesadas y nuestras largas conversaciones… O quizá sea yo el que las eche de menos desde la oscuridad del sueño pegajoso que controla mi mente. Permíteme confesar que la tristeza es el único sentimiento que no puedo disfrutar en ti. Imaginarte triste me embarga de una sensación agria y descorazonadora.

Te lo ruego Amanda, no estés triste si toda esperanza de curarme se ha ido apagando como las luces de un salón cuya fiesta ha terminado. Porque hay algo reconfortante en contemplar los restos de tarta y las copas de vino medio vacías de un festejo y es la memoria de haber disfrutado de la velada. No creas que me arrepiento del tiempo de consciencia que me ha sido regalado. No te atrevas a pensarlo. Siempre elige vivir, aunque te abra heridas que dejen cicatrices. Siempre elige arriesgar, aunque suponga acabar perdiendo. Pues no hay vida sin muerte ni principio sin fin. Ni hay goce en la seguridad de la inexistencia. Y aunque mi reloj de arena se haya agotado demasiado pronto, siempre estaré agradecido por cada segundo que pasamos.

Callum.


Un llanto fuerte sacudió su cuerpo con tal vehemencia que no pudo articular palabra y tuvo que conformarse con llamar a Callum con un gesto de mano.

Al ver que Amanda no lograba erguirse y estaba a punto de ahogarse en sus propias lágrimas, Eleonor le ordenó al Callum que la levantara por los hombros.

Amanda hundió el rostro húmedo contra su pecho cálido pero vacío mientras rememoraba las últimas palabras que jamás oiría del auténtico Callum.

Rose repetía, fascinada, que lo había escrito él. Tenía entre sus manos el tomo de Tiempos difíciles de Charles Dickens que Callum había estado leyendo en el bosque antes de enfermar.

Amanda había continuado con la lectura en voz alta por dónde Callum la había dejado porque le partía el corazón pensar que él no podría terminar la historia. Quería narrársela, aunque fuera a esa versión comatosa que quedaba de él. Nunca se le había ocurrido desdoblar el papel que Callum había usado de marca páginas. Jamás pensó que sería una carta para ella. Recordaba haberle preguntado qué escribía, aquella noche frente a la hoguera, y él había bromeado con que era la lista de la compra.

Eleonor la dejó llorar por varios minutos y finalmente la separó del joven y la obligó a beber algo que olía a acre. Por el color pardusco del líquido, dedujo que se trataba de una tintura de láudano.

Empezó a sentir que sus ojos pesaban demasiado y notó la mano de la mujer acariciándole la frente como una madre preocupada. Su voz también sonaba muy triste.

—Has perdido un dedo por él. No pierdas también la cabeza —la oyó decir justo antes de dormirse—. Es hora de decir adiós.

****

No recobró la consciencia hasta que alguien sacudió su hombro con vehemencia. Había anochecido y el rostro de Callum se cernía sobre su cama, ensombrecido por la falta de iluminación. Toda la luz provenía de una puerta abierta a espaldas del muchacho.

Amanda se dio cuenta de que la habitación estaba vacía y, aun así, Callum la había despertado. Abrió los ojos de forma desmesurada.

—¿Callum? —gimió. Si nadie le había dado la orden de despertarla significaba que lo había decidido por sí mismo.

—¿Sí, ama? —respondió él de forma monótona y giró el torso para recoger un bol de sopa caliente de la mesita de noche. Hundió la cuchara en el humeante caldo y se dispuso a alimentarla.

Amanda pestañeó y se hundió más sobre el colchón. Su corazón se calmó al entender que Callum no había regresado, sino que simplemente cumplía una orden de Eleonor a la que podía oír en la habitación contigua.

Dejó que el joven le sirviera la sopa, aunque no tenía ganas de tomarla. Sentía un vacío en su interior, fruto de no haberse alimentado en tantos días, que había desterrado por completo el apetito. Sin embargo, tuvo que reconocer que una vez su estómago estaba lleno del cálido líquido se encontró mucho mejor.

Con ayuda de Callum se levantó de la cama y, como una anciana a la que no le quedaban fuerzas para este mundo, se desplazó hasta la sala iluminada.

Eleonor y Rose estaban sentadas en un diván junto al fuego. La monja bordaba mientras que Rose, desplomada con desgarbo, leía un libro.

Otras monjas ocupaban la sala, enfrascadas en distintas tareas o en conversaciones discretas.

Ambas levantaron la cabeza al verlos aproximarse y Eleonor le indicó con un movimiento de mano que se sentara en el sofá frente a ellas, observando su inestabilidad al caminar.

—¿Has cenado, muchacha?

Amanda asintió mientras se echaba con gran esfuerzo una pesada manta de lana azul sobre las piernas. A pesar de que el fuego de la chimenea ardía con vigor justo a su lado, sentía como si la habitación estuviese congelada.

—¿Es demasiado tarde para el piano? —preguntó una vez estuvo acomodada. Había varios instrumentos en la sala, pero no estaba segura de qué hora era. El invierno en Inglaterra era tan oscuro que, en ocasiones, no se podía distinguir las seis de la tarde de las diez de la noche.

—No, pero quizá moleste a las hermanas —respondió Eleonor, deduciendo sus intenciones—. Mejor que toque el arpa. Más suave. Ideal para esta velada.

Amanda le dio la orden a Callum que se aproximó al instrumento y comenzó a tocar.

—Callum es músico —anunció.

—Era músico —la corrigió Eleonor con seriedad mortal—. Es mejor que empieces a verlo como si el Señor ya lo hubiera llamado a Su lado.

Amanda giró el rostro hacia el fuego, deleitándose por la sensación de calor en sus mejillas. Intentó concentrarse en esa emoción.

—¿Qué cree que un siervo que no ha pensado ni un solo día de su vida tiene que decirle a Dios cuando llega al cielo? —le preguntó a la mujer. Rose las contemplaba pensativa.

—Lo mismo que un perro que regresa a su creador, o un bebé —contestó la monja tras una breve pausa. Amanda la observó con cierta sorpresa.

—¿Cree que los animales van al cielo?

—He visto más sentimiento y bondad en los ojos de un perro que en los de algunas personas.

Amanda se preguntó qué historia habría tras la mujer. Era lo suficientemente mayor como para haber vivido en los tiempos en los que los hombres eran libres. Antes de la bacteria.

—¿Cree que Dios aprueba la esclavitud de los hombres?

—No lo sé. Pero lo que sí sé es que yo no lo hago. Así que no necesitas ponerte a la defensiva, muchacha. Toda esta historia me parece una aberración desde que encontraron la cura y decidieron no usarla. ¿Por qué crees que tomé los hábitos?

—¿Por qué le gusta llevar una sábana en la cabeza? —sugirió Amanda. Las monjas eran las únicas que no poseían un siervo—. Dudo que a Dios le moleste que mostréis el cabello.

—«Toda mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta, deshonra su cabeza. Corintios 11:3» —recitó la monja de memoria.

—Pero eso lo dice la Biblia, no Dios —contestó Amanda, recordando la conversación que había tenido en el río con Callum. —Quién sabe quién ha escrito ese libro y si de verdad sabía lo que «Él» quería decir. Quizá se refería solo a mujeres con el cabello feo.

Rose soltó una risotada.

A Eleonor le llevó unos segundos darse cuenta de que Amanda bromeaba.

—Creo que no es una casualidad que el Señor te haya entregado a Callum, al único hombre consciente de la Tierra —comenzó con una sonrisa. Amanda sabía que no era una coincidencia, sino las artimañas de su madre—. Creo que tienes un razonamiento independiente, que ve más allá de los barrotes que crean la tradición y la costumbre. Y por eso Dios te dio a Callum.

—Pero usted cree que debería darle por muerto. Que debería rendirme.

—Lo que creo es que la cordura reside en aceptar las cosas que no se pueden cambiar, y la locura va de la mano de la inconformidad —declaró con convicción. Sus ojos se encontraron y la vio titubear—. También debo reconocer que todos los inventos y avances de la humanidad los ha producido un loco o una loca que no se conformó con la imposibilidad de las circunstancias. ¿Quién sabe? Quizá tú seas esa loca que va a cambiarlo todo para siempre.

Amanda tomó una profunda inspiración mientras meditaba sobre esas palabras. No era la primera vez que se planteaba que todo lo que le había ocurrido era una prueba divina. La forma que tenía Dios de poner el destino de los hombres en sus manos, pero maldita fuera si sabía cómo liberarlos. No tenía poder ni contactos. Ni siquiera era una persona influyente en su círculo cercano. ¿Y si Dios se había equivocado de mujer? ¿Y si Callum debía haber sido de otra joven de Crawley? Alguien con dotes de liderazgo y poder de convicción. Esa sospecha la hizo sentir pequeña e inútil. Incapacitada para la tarea que le había sido encomendada.

Abrumada por el hilo de pensamientos y la debilidad física que notaba, ojeó el periódico que alguien había dejado sobre una de las mesitas en busca de novedades sobre la liberación de los hombres o alguna pista de cómo proseguir.

«Anatolia sigue siendo la enferma de Europa con sus formas arcaicas», leyó el titular de la portada. Era la clase de artículo que explicaría a Callum y sobre el que debatirían durante horas. El joven acabaría buscando libros en la biblioteca de la mansión Fairfax para profundizar en la materia. Su mente siempre ávida de conocimientos sobre el mundo en el que había despertado, incluso, más allá de las fronteras que conformaban su nación. Pero a su nuevo siervo ya nada le interesaba.

«¿Está el color verde detrás de las misteriosas muertes de centenares de personas?». Amanda frunció el ceño ante la peculiar noticia. Alguien culpaba el arsénico mezclado con la pigmentación de dicho color y usado en objetos cotidianos como el papel de pared de las casas o dibujos de libros, del padecimiento o incluso fallecimiento de numerosos británicos.

Ojeó el periódico de principio a fin, sin hallar nada sobre la liberación de los hombres, ni tan solo una mención a la muerte de Jemina Price. Lo que era de esperarse, teniendo en cuenta que su implicación en el antídoto no era de dominio público y su muerte había pasado por un mero robo a una mujer pobre y sin conexiones sociales influyentes que se preocuparan de investigarlo.

Sin más pistas que seguir en Londres, Amanda decidió regresar a Crawley a la mañana siguiente, desoyendo la recomendación de Eleonor de que se quedara unos días más para recuperarse.

El trayecto en tren fue incómodo, mareada y débil como se encontraba tras la infección y los días de reposo sin apenas probar bocado. La mano la atormentaba, pero se cuidó de no tomar nada para aliviar el dolor con miedo de que los efectos de la medicina los dejaran a ambos a la merced de ladronas y oportunistas. Ya no era la misma muchacha inocente que había salido de Crawley una semana atrás.

Cuando llegó a casa, sus familiares la emboscaron y hostigaron con preguntas sobre a dónde había ido y el estado tan lamentable en el que había regresado.

—¡Te dábamos por muerta, Amanda! —se quejó Henrietta a los pies de su cama, mientras ella se quitaba la ropa y se dejaba caer, agotada.

—Lo estoy —respondió, ignorando la presencia de Cassandra en su alcoba y cómo sus palabras podían afectarle—. He muerto. Esto que veis es solo el fantasma que queda. Dejadme descansar.

Se encogió sobre sí misma en una diminuta bolita en el centro de su lecho y le pidió a Callum que le acercara la tintura de láudano que Eleonor le había entregado para el dolor. Tomó una cucharada y se dejó caer de vuelta abandonándose al conforto del opio.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando despertó con Edith Monroe toqueteándole la mano.

—¿Qué te ha ocurrido, muchacha? —preguntó la doctora. Le había retirado el vendaje de Eleonor y observaba el muñón ensangrentado que había quedado en el lugar de su dedo índice.

—Me robaron —respondió, volviendo a cerrar los ojos. Los párpados le pesaban demasiado y no estaba muy segura de si aquello era real o un sueño. Quizá había tomado demasiada medicina.

Fue vagamente consciente de que la doctora le lavaba la mano con un líquido de un aroma dulzón y volvía a vendársela con gasas nuevas.

—Haga lavados de ácido carbólico varias veces al día y cambie el vendaje —le dijo Edith a alguien.

Amanda abrió los ojos y vio a su madre de pie junto a la cama.

—¿La mataste tú? —preguntó con voz débil.

—¿Qué? —inquirió Mary, inclinándose hacia ella con el ceño fruncido. Sin duda creía haberla escuchado mal.

—A Jemina Price —explicó con voz rasposa—. La mandaste a asesinar, ¿verdad?

Mary se mostró lo suficientemente perpleja como para que Amanda la creyera inocente. Miró a la doctora quizá preguntándose si lo que acababa de decir su hija era fruto de su convalecencia.

—¿Fuiste a ver a la señora Price? —dijo, medio pregunta, medio afirmación, uniendo cabos—. ¿Qué ha ocurrido, Amanda? ¿Te hicieron daño por ir a buscarla? ¿Por preguntar por la cura?

Amanda negó con la cabeza de forma casi imperceptible.

—Cuando llegué, ya la habían asesinado.

Mary la miró anonadada. Después, tomó un profundo suspiro.

—Puede que su muerte haya sido en parte por mi culpa, pero no soy una asesina, hija —le respondió, visiblemente dolida—. En todo caso, habría sido un daño colateral. Si yo logré que la señora Price me entregara el antídoto para el experimento, también otras podrían acudir a ella con intenciones de mayor consecuencia.

Amanda suspiró y cerró los ojos.

—Su madre había sido una asesina con Callum, pero por mucho que se lo dijera, ella nunca lo vería de ese modo, simplemente porque no creía en el derecho a la vida de los hombres. Se podían cometer verdaderas barbaries sin ser consciente de ello si la ideología lo justificaba.

A partir de su regreso, el tiempo se volvió extraño. Como una sucesión de nada, que se hacía dolorosamente eterna. Semanas de infernal castigo durante las cuales su mente seguía sin aceptar la pérdida de toda esperanza. La fiebre que atacó su cuerpo no ayudó a la recuperación de su lucidez.

Callum estuvo con ella gran parte del tiempo. Callado, con el silencio más ruidoso que jamás habría imaginado. Era como si su cuerpo inerte gimiera con un potente llanto interior que solo ella lograba escuchar.

A veces cuando estaban a solas, sentados uno frente al otro, Amanda hundía el rostro en su pecho y lloraba con consternación.

—Perdóname —le rogaba, ahogada en hipo—. Perdóname, Callum.

Pero el más frío de los silencios era siempre su respuesta.

No tenía recuerdos claros de esos días. Sabía que sus primas habían estado en su habitación, que le hablaban y le acariciaban el rostro.

Su recuerdo más nítido era el de su madre sentada en una butaca junto a su cama, pidiéndole que lo intentara, que no echara su vida por la borda. Como si Amanda tuviera la culpa del profundo letargo que la tenía atrapada entre sus garras.

Mary le juró que no conocía los componentes del antídoto. Que Jemina se lo había entregado ya preparado y que si lo supiera se lo diría tan solo por verla recuperada. Lo que no ayudó a que Amanda se sintiera mejor, sino aún más desesperanzada.

Cassandra se colaba en su cama para tenderse junto a ella, la pequeña cabeza apoyada en su pecho. Su corazón era un rítmico recuerdo de la vida que había tenido, de las mañanas correteando por los jardines, de las tardes riendo en la biblioteca. Esos fragmentos de recuerdos de su feliz existencia tiraban de ella hacia la vigilia, pero cuando casi había escapado de las oscuras aguas de la desesperación, recordaba a Callum. Lo brillante y emocionante que se había convertido su mundo con su llegada; y, entonces, recordaba lo que había ocurrido y el dolor desgarrador de su pérdida volvía a lanzarla a la espiral enfermiza y pegajosa de la que no podía despertar.

Hablaban del infierno como si se tratara de otro lugar, pero no era así, el infierno estaba allí mismo, en la Tierra. Dentro de una, esperando el momento propicio para desatarse.

Una noche, abrió los ojos y vio a Cassandra de pie junto a su cama iluminada por la lámpara de gas. No la miraba, sino que examinaba el pequeño botecito de láudano que había abierto en la cómoda. La niña lo cogió y se lo acercó a la nariz para olerlo, arrugando el entrecejo al notar el hedor del alcohol mezclado con el opiáceo.

Había otras cuatro botellas vacías y tiradas en la superficie. Se recordó a sí misma, sirviéndose un poco cada vez que descendía al mismo infierno. Veinte gotas primero, cuarenta, cuando veinte dejaron de surtirle efecto. Pero el infierno cada vez se tornaba más intenso y Amanda había aumentado la frecuencia de sus ingestas, deseando escapar de él.

—¡Márchate! —le ordenó a Cassandra, quien la contempló un instante con ojos muy abiertos antes de salir corriendo del cuarto.

Tomó el resto del láudano y volvió a sumergirse en el sueño apaciguador de la embriaguez. Cuando despertó de nuevo, no le quedaba nada por tomar. Todas las botellitas estaban vacías y le ardía cada ápice del cuerpo donde hubiera un nervio. Necesitaba tomar más, necesitaba regresar a la sedación del olvido.

Berreó el nombre de sus familiares y de las sirvientas, pidiéndoles que acudieran a su ayuda y maldiciéndolas por haberse olvidado de traer más. Fue Mary la que apreció por la puerta con Cassandra pisándole los talones.

—No habrá más tintura —dijo su madre cuando ella le exigió que trajera más—. ¡Ya no estás enferma!

—¡Maldita bruja! —Las palabras salieron arrastradas y atravesadas entre sí. Su voz raspó las cuerdas vocales por llevar tanto tiempo sin hablar, mientras se despegaba de las sábanas para ir ella misma a comprarlo.

Su madre, en vista de sus intenciones, dio varios pasos atrás empujando a Cassandra hasta que ambas estuvieron en el pasillo y la encerró en su cuarto bajo llave.

Probó la puerta que comunicaba con la habitación de Callum, pero también estaba cerrada.

—¡Déjame salir!, ¡maldita seas! —gritó y gritó hasta que decidió probar otra táctica—. ¡Mamá, por favor!, ¡me duele! ¡Me duele mucho!

Tampoco a eso respondió nadie.

Lloró y se quejó hasta quedarse medio dormida. Su sueño, sin el efecto de la droga, era superficial e incómodo. Como rodar en ascuas abrasantes sin fuerza para levantarse y escapar del tormento.

Hasta que el efecto de la medicina se redujo del todo y despertó. Las siguientes horas fueron infernales. Su cuerpo tiritaba bajo mantas empapadas en sudor. La piel se le ponía de gallina hasta el punto de doler. Se arrastró fuera de su cama a gatas para vomitar en el orinal, aunque perdió la cuenta de las veces.

Al fin, el infierno físico comenzó a remitir. Sus pensamientos se esclarecieron paulatinamente, conectándose con la realidad, pero la tristeza seguía allí. Incluso, más acuciante ahora que había dejado de medicarse.

Luchó contra sí misma por lo que pudo ser una hora, ordenándole a su cuerpo que se levantara, pero este parecía incapaz de moverse. Se sentía tan débil como una anciana en sus últimos momentos.

Apartó las mantas y se levantó temblorosa y mareada. Se tambaleó hasta la ventana para correr las cortinas, cerrando los ojos ante el sol deslumbrante. Abrió la ventana consciente del olor enfermizo que debía haber en su alcoba. El aire fresco la golpeó con una fuerza que su actual estado no podía soportar y comenzó a tiritar.

Echó una ojeada a su cuarto. Estaba sorprendentemente recogido, cortesía, sin duda, de sus familiares; a excepción de lo ocurrido en las últimas horas. Había vómito en una palangana y en el suelo alrededor. La recogió y la bajó al baño para limpiarla. Por suerte, no se encontró con ninguno de sus familiares. Sus primas y su hermana debían estar en la escuela, aunque no tenía ni idea de qué día era.

Volvió a su habitación para coger ropa limpia y darse un baño. El agua tibia al menos logró regular un poco su temperatura, aunque se sentía como si hubiera estado al borde de la muerte por una gripe. El jabón había eliminado los desagradables olores de su piel, y por eso los notó con más claridad al regresar a su cuarto.

Fue a la cocina para pedirle a Abigail que le ayudara a subir un cubo con agua y jabón con el que limpiar su dormitorio. El siervo de Delia las ayudó, y entre los tres cambiaron las sábanas, limpiaron los muebles, insistiendo especialmente en eliminar la pegajosidad del láudano seco.

Cuando terminó, todo olía y se veía impecable. Su poca energía se había desvanecido con el esfuerzo. Se sintió desfallecer, y la ayudaron a bajar a la cocina donde las sirvientas improvisaron un desayuno tardío. Aunque no pudo comer demasiado, su organismo pareció agradecerle la tregua y se sintió mejor.

Más recompuesta, decidió ir al dormitorio de Callum. Su estómago se retorció con culpabilidad. Durante el tiempo que ella había estado en su locura inducida por drogas, que según las sirvientas había durado casi una semana, no se había preocupado de que Callum hiciera ejercicio, ni tomara el sol o comiera.

Era la peor persona del mundo.

No obstante, cuando abrió la puerta del dormitorio de Callum se encontró con que estaba vacío.

Bajó las escaleras de la buhardilla de dos en dos a pesar de estar mareada y fue directa a la cocina.

—¿Dónde está Callum?

—La señora Cassandra lo ha llevado con ella a la escuela —la informó Abigail—. Acostumbra a hacerlo de vez en cuando.

Amanda cerró los ojos aliviada.

—¿Cassandra ha estado cuidando de él? ¿Lo habéis alimentado?

—Claro que sí, señora.

Amanda asintió, complacida y cerró los ojos cansada.

—Su familia se alegrará de verla en pie, pero está usted tan pálida. —Abigail la tomó por el brazo—. ¿Puedo sugerir un paseo por el jardín? Un poco de sol le vendrá bien.

Negó con la cabeza.

—Debo ir a la boticaria a por más medicina —declaró, ignorando las protestas de la cocinera.

Sin embargo, no llegó a abandonar la mansión, pues al abrir la puerta principal se topó de frente con Jane.

—¡Estás en pie! —exclamó la joven sorprendida—. ¿A dónde te dirigías?

Amanda carraspeó incómoda con la presencia inesperada de su amiga. No quería hablar con nadie. No estaba de humor para charlas banales de gente que no entendía por lo que estaba pasando. Quería comprar medicina y volver a su cuarto.

—No importa —se apresuró en decir Jane. Sacó un periódico doblado de su bolso—. Esto es más importante.

Lo desdobló y lo plantó frente a su rostro. Amanda parpadeó, enfocando su vista a la cercanía de la página.

—¡Sales en todos los periódicos! —gritó Jane—. Menuda conmoción has creado.

La noticia la hizo desistir de su plan de conseguir más láudano o, en su defecto, algo de Vin Mariani, con lo que sedar su tormento.

Tomó el periódico y ojeó el titular de la página que Jane le estaba mostrando de forma tan efusiva.

Carta de joven de Crawley a la Reina Victoria despierta oleada de protestas en varias ciudades de Reino Unido

En el artículo no se incluía la carta que había escrito durante su estancia en Londres, pues daba a entender que esta había sido publicada por un centenar de periódicos días antes. Se centraba en la reacción en cadena que había provocado, atizando las protestas liberalistas como un fuego marchito reavivado por sus palabras. Contenía fragmentos aquí y allá, analizados por la editora en contexto con los últimos cambios sociales que habían llevado a la convocatoria de la votación y con las acciones de grupos rebeldes que se negaban a aceptar el resultado.

Jane le quitó el periódico de las manos y le dio la vuelta para mostrarle el otro lado, donde figuraba un anuncio con letras llamativas.

—La manifestación de pasado mañana es la más grande de todas. Planean convocar a mujeres de todas las ciudades para que rodeen su ayuntamiento con pancartas y lemas como «Victoria es el camino a la victoria».

Amanda se dejó caer contra la pared, abrumada por las consecuencias de su carta. Ni en sus sueños más optimistas había imaginado que la repercusión sería tanta. Tenía que ponerse al frente de la batalla y aprovechar el efecto que su historia había desatado.

La mirada de Callum

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