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Devil’s Acre, Londres.

Los tacones de las botas de Amanda resonaron contra la piedra mojada de la calle londinense, creando un estruendo demasiado obvio para aquellas horas de la noche. La zona estaba desierta y una neblina húmeda dificultaba aún más su visión de la oscura calle que olía a madera quemada, basura y putrefacción. Aquella parte de Londres, a pesar de su proximidad a Westminster Abbey, era una zona pobre y de mala reputación, donde bandidas y borrachas se escondían entre las sombras de la noche para descansar de sus fechorías.

No había sido su intención pasearse por esas calles una vez caída la noche, pero el tren de Amanda se había retrasado en el nudo de Stewarts Lane. Además, al salir de la estación Victoria le habían indicado mal el camino hacia Westminster, y había terminado por recorrer dos millas antes de encontrar Old Pye Street, que tenía como referencia de la dirección que buscaba. Cuando llamó a la puerta de Jemina Price nadie le respondió y esperó en el sombrío y mísero rellano de aquel edificio a que la mujer volviera durante casi cuatro horas.

Cuando al fin había aparecido alguien con la ropa empapada por la lluvia nocturna no se trataba de Jemina Price sino de su vecina. Amanda se llevó dos dedos a la nariz para mitigar el hedor que provenía de la mujer. Una pastilla de jabón de cuatro onzas costaba lo mismo que un buen trozo de ternera por lo que no era ninguna sorpresa que las clases obreras no malgastaran su dinero en algo que cualquiera con un estómago vacío considerara una nimiedad.

La mujer, con el rostro ceniciento y cansado, le echó un buen vistazo a Amanda, deteniéndose en su abrigo verde jade y sus botas impolutas.

—¿Se ha perdido usted, doña? —le preguntó extrañada.

—Espero que no —respondió, carraspeando para aclarar la voz tras las horas en aquel pasillo frío—. Busco a Jemina Price. Tengo entendido que vive aquí.

La mujer frunció los labios y miró por encima de su hombro las escaleras por las que había subido.

—¿Quién es usted? —preguntó recelosa.

Amanda tragó saliva. Soy la hija de Mary Fairfax y estoy aquí para hablar de un asunto que la señora Price tenía pendiente con mi madre.

La mujer la contempló con curiosidad durante un instante.

—Me da que esos «asuntos» se van a quedar a medias —dijo al fin.

Amanda frunció el ceño.

—Jemina murió hace una semana —prosiguió la mujer alzando la barbilla y señaló la puerta cerrada a la que había llamado Amanda horas antes—. La casera la encontró degollada en la cama. «Un robo», determinó la inspectora.

—¿Usted no cree que se tratara de eso? —indagó Amanda ante el tono irónico con el que había añadido eso último.

La mujer abrió los brazos mostrando la capa de lana agujereada que llevaba como si fueran alas de murciélago y la ropa remendada que vestía bajo esta.

—¿Qué tesoros podría buscar un ladrón en este edificio? —inquirió, socarrona.

Amanda abrió la boca ante la insinuación de que había sido asesinada adrede.

—¿Usted la conocía? ¿Jemina era científica?

La mujer soltó una risa nasal.

—¿Científica? No, doña. Aquí, si una mira libros todo el día no come, ¿sabe usted? —le explicó con una sonrisilla y dándole un repaso con la mirada, como si la creyera demasiado inocente con respecto al funcionamiento del mundo real—. Pero sí que era lista, Jemina, un ratón colorado. Trabajaba de ayudante en un laboratorio. Quizá sabía demasiado para su propio bien, ¿entiende usted?

Amanda exhaló, sintiéndose mareada. La había encontrado, la razón por la que su madre la había visitado meses atrás. Jemina le había proporcionado el antídoto a Mary para llevar a cabo el experimento y ahora estaba muerta. Asesinada, sin duda.

Se sostuvo en la barandilla de la escalera y trató de recomponerse.

—¿Alguna vez la señora Price le explicó algo acerca de su trabajo?

La mujer negó con la cabeza.

—Y ahora que ha muerto, lo quiero saber aún menos —respondió un tanto mordaz, preguntándose quizá si Amanda iba a traerle problemas.

Asintió afectada. Los pensamientos arremolinándose en su cabeza demasiado deprisa. ¿Tenía algo que ver Mary con la muerte de Jemina? Por terrible que hubiera sido la idea del experimento, se negaba a creer que su madre era capaz de asesinar a alguien.

—¿Podría indicarme dónde puedo encontrar a la casera?

La vecina de Jemina asintió y caminó hacia una de las puertas que había en el lóbrego pasillo, llamando a esta con los nudillos.

—¿Tillie? ¿Estás ahí? —berreó tras el segundo intento.

Se escucharon unos pasos y una señora regordeta y despeinada abrió la puerta chirriante.

—¿Qué se debe? —inquirió al verlas en el rellano. Le faltaban varios dientes y los que tenía estaban torcidos o negros.

—La doña venía buscando a Jemina —explicó la vecina a la que debía ser la casera.

La mujer la miró de arriba abajo con la misma expresión de sorpresa que había puesto la otra mujer.

—¿No es usted muy fina para querer alquilar aquí? —preguntó burlona.

—No… No venía a alquilar el cuarto de Jemina, sino a hablar con ella —explicó Amanda, titubeante—. No sabía que había fallecido.

La casera entornó la cabeza.

—¿Y qué quiere de mí? No sé despertar a los muertos.

Amanda se humedeció los labios y dio un paso hacia la mujer.

—Quería saber si encontró algo en su cuarto cuando… Ya sabe, encontró el cuerpo. Notas, escritos, cartas… Cualquier cosa sería de ayuda.

La mujer frunció el ceño y alzó el mentón, desconfiada.

—Fue un robo, ¿sabe usted? Estaba todo revuelto, los cajones abiertos, to’ tira’o por los suelos… Solo dejaron ropa. No había na’ de eso que dice usted —declaró e hizo el amago de cerrar la puerta.

Amanda se apresuró en interponer la mano.

—¿Está segura de que no había nada? ¿Algo que pueda explicar por qué la robaron?

—¡No sé na’ de eso! —negó la mujer con vehemencia—. ¡Márchese!

Le cerró la puerta en las narices.

—Es cierto que no sabe nada —escuchó decir a la vecina a su derecha—. Jemina no nos contaba en qué andaba metía en ese trabajo suyo. Y si había algo en su cuarto se lo llevaron, ¿entiende usted?

Amanda asintió, derrotada.

—¿Sabe en qué laboratorio trabajaba?

La mujer negó con la cabeza y la contempló seria.

—No y usted no debería ir allá o acabará como Jemina.

Amanda cerró los ojos y exhaló sonoramente.

—Márchese y olvídese de este asunto escabroso —le aconsejó la mujer, alejándose hacia su propia puerta.

Amanda le echó un vistazo a Callum que permanecía sentado en el poyete descascarillado de la ventana. Su única oportunidad de despertarlo antes de la liberación masculina se había esfumado como una pompa de jabón en el aire.

—Vámonos, Callum —le indicó, arrastrando los pies hacia la escalera. Parecía que le pesaba la cabeza una tonelada. ¿Qué iba a hacer ahora?

—¿Doña? —la llamó la mujer desde su puerta—. Ya ha caído la noche. Tenga cuidado ahí fuera, es usted un corderito en una tierra de lobos.

Amanda había asentido sin importarle mucho lo que decía la mujer. Tenía problemas peores de los que preocuparse, y, sin embargo, ahora que se veía perdida en la neblina de la noche comenzó a asustarse.

Supo que estaba atravesando Devil’s Acre porque el suburbio hacía honor a su nombre. Era una sucesión de casas entre dos y tres plantas dispuestas en un rectángulo lleno de esquinas y salientes irregulares que daban lugar a espacios oscuros y callejones aciagos. Las casas estaban tan amontonadas que los moradores no tendrían problemas para ver lo que hacía el vecino a través de las estrechas ventanas rectangulares. Todo parecía haber sido dispuesto para albergar a más personas de las que permitía el espacio. Sucias cuerdas con ropa tendida se habían instalado de un edificio a otro. Algunas partes de los edificios mostraban su esqueleto compuesto de vigas de madera corrompida por la humedad, como si nadie se hubiera molestado en terminarlos. De los tejados ennegrecidos salían pequeñas chimeneas humeantes de forma caótica.

Las botas de Amanda y Callum resonaban en los charcos del suelo desnivelado y polvoriento, y el hedor le decía que aquello no era solo agua de lluvia.

La calle parecía estar desierta, pero había tantos rincones oscuros y tantas ventanas que tenía la inquietante sensación de ser observada.

El llanto de un bebé le llegó ahogado por el cristal de una ventana baja, y un bulto se movió a su izquierda, haciéndola saltar con los nervios de punta. Inconscientemente, se apretó contra el brazo de Callum, quien, indiferente a los peligros de la noche, continuó con el mismo semblante. Se trataba de un escuálido perro abandonado que olisqueaba las basuras amontonadas en las puertas de las casas.

Amanda se relajó un tanto al ver que solo era un animal, pero su crispación no disminuyó del todo. Con sus ropas elegantes era la víctima perfecta para ser asaltada en aquella callejuela polvorienta. Y estaban corriendo el riesgo para nada, pues Jemina había fallecido, llevándose con ella sus conocimientos sobre la cura.

Amanda no quería ni pensar en que su madre tuviera algo que ver en la muerte, pero tenía que admitir que se trataba de una posibilidad. Aunque no la única. Según las gacetas, una asociación de obreras bien organizadas y con influencia, estaban a favor de la abolición y buscaban la fórmula. Si Mary había encontrado a Jemina también podrían hacerlo ellas. Sin duda, las mujeres al mando no querían arriesgarse a que una organización poderosa se hiciera con el medicamento y comenzaran a despertar a sus hombres.

Todas sus esperanzas se habían ido a la tumba junto con aquella pobre mujer. Su última oportunidad se pudría bajo tierra mojada mientras la devoraban centenas de gusanos.

Si no fuera porque estaba tan asustada por tener que vagar por aquel lugar abandonado por Dios de noche se hubiera desplomado en el suelo para llorar como deseaba hacer.

Al final de la calle, un farolillo de gas brillaba anunciando la intersección con una calle principal más transitada. Apretó el paso sin darse cuenta, a la vez que hundía sus dedos en la carne del brazo de Callum para que captara el mensaje. Si lograban llegar hasta ella, vería el fantasma de la abadía Westminster difuminado por la niebla y se sentiría a salvo.

Dedos huesudos que, a pesar de su delgadez, tenían la firmeza de las garras expertas de un halcón asieron su hombro derecho, deteniéndola en seco y haciéndola trastabillar hacia atrás. Su trasero no llegó a golpear el suelo como era de esperarse, porque su espalda chocó contra el torso enclenque de su captor.

—Callum… ¡Libérame! —le dio tiempo a gritar antes de que una voz rasposa, como la que tendría alguien que ha pasado cuantiosas noches en la calle y bebiendo demasiadas pintas, le ordenara a su maloliente captor que la silenciara.

Una tela asquerosa cubrió sus labios y fue atada tan rigurosamente en su nuca que le dolieron las comisuras de la boca.

Callum, respondiendo a su primera orden, encerró una mano de acero sobre el brazo del hombre. Un joven fornido como él no tendría problemas en reducir a aquel individuo sin esfuerzo. No obstante, con un bramido, la mujer que controlaba a su captor le ordenó que se detuviera. Callum, preso de su servicial enfermedad, hizo lo que le ordenaba sin vacilar, como si para él no hubiera diferencia alguna entre una voz familiar y una desconocida.

Amanda intentó hablarle a Callum, pero la mordaza no le permitía emitir sonidos coherentes que el muchacho pudiera entender.

La desaliñada mujer permaneció en las sombras del callejón del que habían salido como si la iluminación la asustara.

Amanda solo logró ver parte de sus ropas deshilachadas y sus cabellos oscuros y despeinados asomándose desde el pañuelo que le cubría la cabeza como las antenas de un insecto. También vislumbró las bolsas profundas bajo sus ojos, aunque quizá se tratara de un juego de luces y sombras.

—Sácala to’ lo que tenga, Harry —ordenó con voz ansiosa, puede que, incluso, embriagada, en un registro humilde—. El anillo d’oro, muchacho, arráncaselo del de’o.

Harry descendió el brazo que la sujetaba de los hombros para asir su mano, pero Amanda aprovechó la oportunidad para zarandearse como tantas veces había practicado con Callum. Intentando liberar su boca, pero una orden corta envió a Callum sobre ella.

A pesar de su entrenamiento, no lograría deshacerse de dos hombres a la vez.

El tal Harry estaba teniendo problemas para pasar el anillo por el hueso de su dedo.

—Córtaselo, hombre, córtale el de’o. Date prisa, rufián, o es que quieres que volvamos al Newgate —continuó la mujer con premura—. Las mazmorras no te gustan, Harry, recuérdate. Muchacho, ayúdalo, asujeta la mano a tu ama.

Las cálidas palmas que tan bien conocía y amaba se posaron en su delgada muñeca congelada por el aire de la noche para inmovilizarla con fuerza, mandando un calambre, tan abrasador como una lengua de fuego, por el hueso de su brazo.

Amanda se retorció entre los brazos de Harry, intentando hablar, decirle a aquella mujer que se sacaría el anillo y se lo entregaría por propia voluntad, pero cuanto más luchaba, más ansiosa parecía la mujer, creyendo, quizá, que pretendía evitar el robo.

Harry deslizó la afilada hoja de un cuchillo sobre su delgado dedo, mientras Callum le sujetaba la mano con fuerza, reafirmado por las constantes órdenes de la mujer.

«¡Vuelve a mí!, no dejes que me hagan esto. ¡Callum, ayúdame!», gritó en su mente, con la esperanza de que los pensamientos le llegaran al joven.

No funcionó. Ni siquiera cuando su grito desgarrador había resonado, ahogado por la mordaza. Ni siquiera cuando su pegajosa sangre se derramó sobre la piedra ennegrecida.

Dejó de forcejear, pues ya no fue capaz de notar nada aparte de ese dolor punzante. No supo si Harry había deslizado el anillo fuera de su dedo.

Enviado por el dolor y la conmoción, un rayo, como el que estalla en el cielo grisáceo en una tormenta, invadió su mente. Cayó al suelo, doblegaba por el dulce abandono del desmayo; pero cuando sus ojos se elevaron para esconderse en sus cuencas, vio el rostro de Callum y logró asirse a esa última visión para mantenerse consciente.

Callum observaba su muñeca, sosteniéndola y manteniéndose fiel a la última orden, impasible como quien observa la lluvia tras una ventana.

Fue vagamente consciente de la mujer hurgándole los bolsillos y en el maletín que llevaba. Tomó todo el dinero y un pequeño pastillero de plata y lanzó el resto al suelo. Después desaparecieron, envueltos en la oscura tiniebla de la que habían surgido.

Apretó los dientes, para intentar que la cabeza dejara de darle vueltas. Tenía que ser fuerte y erguirse, pues nadie iba a acudir a su ayuda en aquel callejón del lado infernal de Londres. Por lo que trató de llenar sus pulmones y arrancarse la mordaza con su mano temblorosa.

Le dolían todas las partes del cuerpo donde la habían sujetado sin piedad. Pero fue el dolor en su mano lo que la hizo romper en llanto. Las lágrimas inesperadas nublaron su visión, pero recordó que, ahora que los atracadores habían huido, su siervo traidor volvía a pertenecerle.

—¡Arranca una tira de tu camisa! —le ordenó con un tono que le horripiló. No sabía con seguridad si lo que la asustaba era que su voz sonaba alienada y muerta, o el rencor que le había salido del pecho al dirigirse al joven—. Véndame la mano con fuerza.

Evitó mirarlo a los ojos muertos, que un día fueron el fuego que iluminaba su vida y que ahora no eran más que el cementerio donde yacían los restos de sus recuerdos más felices. Y se concentró en las manos del joven, que con dirigencia le realizaron un torniquete digno de la mejor doctora. El entrenamiento que el andrónicus les proporcionaba a los siervos la había desmembrado y ahora iba a salvarle la vida en la misma noche. Siempre y cuando lograra salir de aquel barrio con vida y encontrara ayuda a tiempo.

Guardó todas sus pertenencias de vuelta en el maletín y le pidió a Callum que lo llevara. Le sirvió de soporte para caminar hasta la calle iluminada que anteriormente le había parecido la salvación y que ahora ya no se lo parecía. No creía que jamás fuera a sentirse segura otra vez, ni siquiera en su pueblo.

Varios carruajes se cruzaron por su camino, pero no tuvo ánimos para detener a ninguno. Si se trataba de gente de alta alcurnia la mirarían con desconfianza por las circunstancias en las que se encontraba, pero si, por otro lado, eran simples cocheras regresando a los hogares de sus señoras o trabajadoras nocturnas, nada les importaría sus problemas, si no tenía peniques para ofrecer como propina.

Al fin, divisó un edificio de piedra y ventanas de madera. Un letrero clavado en la verdosa puerta medieval le indicó que se trataba de un convento. Muchos de ellos contenían hospitales, escuelas y orfanatos preparados para ayudarle en su estado.

La pesada puerta rechinó al ser empujada por los brazos de acero de Callum y dieron a un pasillo apenas iluminado por candelabros antiguos que se sostenían en las paredes abovedadas.

Escuchó un murmullo de voces provenientes del salón contiguo, pero antes de poder alcanzarlo se sintió desvanecer y la oscuridad la envolvió. Por suerte, la inconsciencia le llegó incluso antes de que su cuerpo golpeara el suelo.

La mirada de Callum

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