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A su majestad, la Reina Victoria.

Mi nombre es Amanda Fairfax y esta es mi historia:

Soy la hija primogénita de la alcaldesa de Crawley, una pequeña aldea al sur de Londres, cuya vida campestre resulta monótona a la par que agradable. Nada ocurre jamás en Crawley y nos gusta que así sea. Vivimos entre los bosques y los lagos de Tilgate, y no tenemos mayor pasatiempo que el de observar el mutar natural del entorno con cada estación. Nuestros campos se cubren de un manto azulado de campanillas silvestres en primavera. El sol estival amarillea nuestros verdosos pastos en verano, mientras que el otoño los salpica de distintos marrones y rojos. Son pocas las ocasiones en las que el invierno nos sorprende con su mágica blancura y cielos rosados. Es más común que el verdor húmedo de las hojas se cristalice en la escarcha del alba tejida en las noches más frías.

Sin embargo, este año Crawley vivió algo más que su habitual calma, cuando, al cumplir dieciocho años, se me entregó a un siervo como dicta la ley. Solo que mi siervo no resultó ser lo que esperaba. Al regresar a casa con mi nueva adquisición, Callum se rebeló contra mis órdenes, demostrando razonamiento y autonomía.

Su alteza debe estar pensando que debí denunciarlo de inmediato y es posible que tenga razón. De haberlo hecho, ahora mismo sería como las demás mujeres, viviría en la tranquilidad de la ignorancia, sin comprender la crueldad que se esconde tras la esclavitud masculina. Pero procuraré no desviarme del curso de la historia.

Repleta de curiosidad por el sexo opuesto, decidí ocultar el estado de salud de Callum durante una noche y así poder analizar por mí misma las diferencias entre nosotros. Como ya debe saber por los periódicos, me desvié de mi propio plan, pues Callum resultó ser tan fascinante que lo único que deseaba era pasar más tiempo a su lado. Hubo varias razones para que, a los pocos días de convivir junto a él, la idea de denunciarlo fuera sustituida por mi determinación de liberar a todos los hombres. Callum me demostró la belleza de su personalidad, sus ganas de vivir, su derecho a hacerlo de forma autónoma, su curiosa mente liberada de todas las restricciones sociales y la parte bella de las diferencias entre nuestros sexos. Callum me demostró que los hombres no son criaturas malévolas por naturaleza, sino que tienen tanta capacidad de amar y respetar como nosotras.

Con él aprendí que los varones no son nuestros enemigos, sino compañeros iguales. Sé que la igualdad nunca ha existido entre los sexos, pero me niego a creer que es una utopía. Me niego a rendirnos ante la supremacía de un sector de la población. Somos seres de increíble inteligencia y nuestra mayor virtud es nuestra capacidad para reajustar nuestras creencias y crear una realidad nueva, una sociedad mejor fuera de los dictámenes del instinto. Tenemos la historia de la humanidad como prueba de ello. Cada vez nos tornamos más morales, más tolerantes y compasivos con el sufrimiento ajeno. Nuestra misión en este mundo es tomar el legado de nuestros antepasados con sus errores y hallazgos, y usarlo para transformar nuestra sociedad en un mundo más justo a través de la educación, que es el cincel capaz de tallar la igualdad que todo ser vivo merece.

La bacteria nos ha dado la oportunidad de empezar de nuevo y esta vez podemos hacerlo bien. No somos iguales, pero valemos lo mismo, y por eso merecemos el mismo respeto y las mismas oportunidades.

Si la sociedad es desigual no es culpa solo del que ostenta el lugar privilegiado, sino también del que lo permite. No podemos criticar un sistema si seguimos sus preceptos, sino nos alzamos contra las desigualdades ni señalamos las injusticias.

Debemos ser valientes y denominar a la esclavitud masculina por lo que es. Es un crimen, alteza. Lo que estamos perpetrando contra los hombres es un terrible crimen equiparado al asesinato. Dentro de nuestros siervos, habitan seres humanos tan maravillosos y complejos como lo somos nosotras; y no tenemos derecho a despojarlos de sus vidas.

Me dirijo a usted con toda mi admiración por su trayectoria como dirigente de nuestra próspera nación, y a sabiendas de que amó fervientemente a su marido, el príncipe Albert, como yo he llegado a amar a Callum. Si hay alguien que puede entenderme es usted. Si hay alguien que tiene el poder de provocar un cambio a favor de la libertad de los hombres es usted.

No me atrevo a decir que tiene en mí a una aliada porque soy consciente de mi propia insignificancia, pero sí a una sierva leal que está dispuesta a usar su historia a favor de la liberación masculina.

Ha llegado el momento de un cambio para el que usted y yo, y otras mujeres, desde ya hace tiempo estamos preparadas; pero hay tres tipos de personalidades ideológicas. Existe una parte de la población que no es capaz de aceptar la evolución natural de la sociedad, que se resiste a renunciar a sus tradiciones aún en pro de una mejora humanitaria. No hay nada que hacer contra las mentes conservadoras, más que imponer la progresión hasta que se habitúen a la novedad por la fuerza de la cotidianidad. Somos las visionarias y progresistas las que tenemos la misión de abrir las mentes de las personas transigentes a las nuevas posibilidades, y forzar el cambio hacia la nueva y mejorada fase de una sociedad moderna.

Su fiel servidora.

Amanda Fairfax

La recepción del Hotel Brown olía a bizcochos recién horneados y a té con leche. El aroma, sin duda, procedía de la salita contigua, donde Amanda escuchó las voces animadas de otras huéspedes.

—¿Podría enviar esta correspondencia? —solicitó a la recepcionista, entregándole el sobre que había preparado en su cuarto.

—¿Desea enviarlo a la dirección que figura como destinatario? —inquirió la mujer alzando los ojos hacia ella con desconcierto.

Amanda asintió.

—Pero pone Palacio de Buckingham…

—Lo sé.

La recepcionista pestañeó varias veces y se percató de que la misiva iba dirigida a la mismísima Reina Victoria, pero acabó por sonreír y dejar la carta con el montoncito de correspondencia pendiente de llevar a correos.

Amanda no tenía muchas esperanzas de que la Reina la recibiera, pero sí que estaba convencida de que, de hacerlo, lograría el impacto deseado. No le quedaba otra que intentarlo. Si no obtenía respuesta, enviaría otra carta y no dejaría de hacerlo hasta que surtiera efecto.

—He oído que el Hotel Brown era un punto de encuentro entre científicos antes de la pandemia —comentó con tono conversacional.

La recepcionista sonrió orgullosa.

—Así es, señora. El Club X solía reunirse aquí, con científicos de la talla de Thomas Huxley o Joseph Hooker. ¿Está usted familiarizada con su trabajo?

—Sí, he leído bastante de Darwin —concluyó Amanda, contenta con haber investigado los hoteles antes de escoger uno para su estancia en Londres.

La recepcionista asintió, complacida.

—¿Sabe? Este era de los pocos hoteles en Londres cuyo Club mantenía las puertas abiertas también a las mujeres. Quizá por eso seguimos recibiendo a científicas hoy en día —prosiguió, dando por sentado que Amanda era una de ellas, o al menos una entusiasta de la materia.

—¿Se ha alojado aquí alguna vez Jemina Price? —se atrevió a preguntar.

La mujer se mostró dubitativa.

—Lo siento, no me viene nadie a la cabeza con ese nombre. Y de todas formas no puedo proporcionar información sobre huéspedes de la actualidad. Es distinto con los científicos que le he mencionado antes, pues están…

—Infectados —completó Amanda, sintiendo un sabor amargo en la boca. Se imaginó a aquellos hombres con tanto que ofrecer en el campo de la ciencia congelados en todas sus investigaciones por una enfermedad inesperada.

—Exacto, señora.

—Lo entiendo —le sonrió a la mujer—. ¿Podría enviar a la habitación 118 té para dos y aquello que huele tan bien?

—Claro, señora. Lo subirán en un momento.

—Gracias, ha sido usted muy amable.

Amanda regresó a su cuarto donde había dejado a Callum, sentado en el diván a los pies de la cama de estilo imperial, mirando el papel de pared florido como si se tratara de algo fascinante. Solo que su expresión no era de fascinación sino de indiferencia.

—Ya está, Callum. He enviado la carta a la Reina Victoria —lo informó a pesar de que sabía que nada de lo que le decía le llegaba. Al menos no al verdadero Callum.

A veces, miraba al joven silencioso que la acompañaba a todas partes y no podía creerse que fuera la misma persona, aun cuando su rostro era igual. Tenía ganas de golpear a ese aburrido impostor y echarle de su vida para que el auténtico Callum regresara a ella.

Le ordenó que se acostara, mientras ella se quitaba la ropa de calle y se ponía el camisón. Había traído uno de invierno que le cubría del cuello a los pies. No era su prenda más sugestiva, pero en su nuevo estado, Callum no le prestaba ninguna atención a la indumentaria de ella. Había pasado de tener un siervo que la seguía con ojos curiosos hasta detrás del biombo a uno que no movería un músculo, aunque diera volteretas desnuda.

Amanda entró en la cama y le echó un vistazo. Callum llevaba una camisa de dormir cuyos lazos se habían desatado y soltado en la parte superior dejando sus clavículas y el nacimiento de sus pectorales al descubierto. Olía igual que antes de que su mente fuera vencida por la maldita enfermedad que había liberado a las mujeres, pero roto el corazón de una mujer en particular. En ocasiones, ese olor la hacía sentir de nuevo como si su cuerpo estuviera a punto de bullir por dentro como una olla de sopa al fuego. Después recordaba que él ya no estaba y ese fuego se congelaba en un segundo.

Los cubrió a ambos con las colchas, intentando no pensar en lo que le había dicho la doctora sobre la necesidad de los hombres de desfogarse con asiduidad. Le provocaba una ansiedad nerviosa ese asunto.

Giró sobre su costado y contempló el perfil del muchacho, preguntándose qué era lo correcto. Por mucho que el mundo e incluso el propio Callum le dijeran que un hombre necesita el contacto físico para llevar una vida sana, Amanda no podía apartar la sensación de que estaría abusando de alguien inconsciente.

Suspiró, mientras depositaba la palma de su mano sobre el pecho del muchacho. Entrecerró los ojos al notar el calor que emanaba de su piel. Por mucho que Callum no estuviera, su cuerpo seguía vivo y funcional.

Había un dicho en Crawley, era de antes de la pandemia, que decía que los solteros vivían menos años. Amanda recordaba haber preguntado al respecto y su tía Evelina le había respondido: «Somos animales sociales, Amanda. Nuestra piel necesita el tacto de otros. Necesitamos pertenecer y ser útiles».

Hacía más de dos semanas que Callum se había contagiado y Amanda había reducido el contacto entre ellos casi en su totalidad. Lo había hecho por respeto y porque le hacía daño sentirlo en ese estado de autómata, pero… ¿Y si le estaba haciendo daño a su salud sin saberlo?

—Callum, vuélvete hacia mí —le ordenó con suavidad. El joven lo hizo—. Rodéame con tus brazos también.

Cuando el muchacho lo hizo fue como sentir una chispa del antiguo Callum, solo que este la hubiera abrazado con más fuerza y sus manos no se hubieran quedado quietas. La pasividad y la paciencia no eran parte de su carácter y eso delataba las diferencias entre ambos, impidiendo que Amanda fantaseara por un instante con que estaba de vuelta.

Sí que le trajo el recuerdo de aquella vez en el bosque en la que Callum le confesó que le parecía bella, a su manera, y ella lo abrazó conmovida.

—Esto es un abrazo, ¿verdad, Amanda? —le había dicho en aquel entonces.

—Sí, si tú también me rodeas con tus brazos.

Él la había estrechado con tanta fuerza que se había quedado sin aliento.

Amanda se echó a llorar ante el recuerdo, humedeciendo el pecho de Callum con sus lágrimas. Hacía dos semanas que lo había perdido, pero le parecía una eternidad.

Continuó llorando hasta que notó un bulto contra el muslo que no estaba ahí antes. Apartó el rostro para verle la cara y vio que tenía los labios entreabiertos pero la mirada igual de perdida.

Amanda levantó la colcha para comprobar si sus sospechas eran ciertas y soltó un improperio al verlo con sus propios ojos. Callum tenía una erección cubierta por su camisa, pero allí estaba, empujando contra el muslo de ella. La prueba de que tenía necesidades físicas. Tal era la enajenación de su siervo ante la realidad que la había obtenido mientras ella lloraba.

Volvió a taparlos con la colcha y se secó las lágrimas contemplando el rostro sonrojado del muchacho. Su piel ardía, incluso más que antes.

—Yo… —Sabía que Callum necesitaba alivio. Sabía que se lo había provocado ella con su proximidad. Sabía lo que tenía que hacer y, aun así, no fue capaz de mover un músculo—. Lo siento, Callum, no puedo. Así no. Perdóname, por favor.

El joven no dijo nada y eso no hizo más que acrecentar su sentimiento de culpa. Dependía totalmente de ella y estaba fracasando como ama. No le estaba proporcionando los cuidados esenciales, pero sentía un rechazo innato ante la idea de tocar su cuerpo inconsciente de esa forma.

—Mañana le haremos una visita a Jemina Price —prosiguió, apartándole un mechón de cabello de la frente—. Si es quien sospecho, podrá proporcionarme el antídoto para ti. Volverás a ser el que eras, aunque tendrás que disimular de nuevo, Callum, mientras logramos la liberación masculina.

El joven no dijo nada. Mantuvo sus ojos en el intrincado dibujo del techo de la cama a dosel que los cubría.

—Procura dormir —soltó cansada y se apartó de él para no empeorar la situación.

Se durmió con la idea de que Jemina Price tenía que ser la persona que le había proporcionado el antídoto a Mary para llevar a cabo el experimento. No sabía cuánto tendría que pagarle a la mujer para que la ayudara, pero haría lo que fuera por conseguir que despertara a Callum de nuevo y lo mantuviera inmunizado mientras forzaban otra votación o un cambio de ley. Lo único que la mantenía de una pieza era su determinación de que las cosas ocurrirían de esa forma. Estaba en mitad de un océano sin nada más a lo que aferrarse que ese plan.

La mirada de Callum

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