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Amanda entró en la oscura tienda de Crawley acompañada de Callum. Al cerrar la puerta, ahuecó las manos sobre los labios para calentarlas con su propio aliento. A pesar de los guantes le dolían los huesos por la humedad gélida del día. El invierno había llegado con la fuerza que a ella le faltaba.

—Menudo año nos espera —exclamó la señora Abbott, la tendera, al verlos—. He tenido que pedir que encendieran los braseros en los dormitorios esta mañana para atrevernos a salir de debajo de las mantas.

Amanda asintió, pensando en las pobres sirvientas que no tenían más remedio que salir de la cama para encender los braseros de sus señoras y caldear los cuartos para hacer sus despertares más soportables. La mayoría de ellas, ayudadas por siervos silencios a los que nadie preguntaba si tenían frío.

—¿Qué te ha obligado a venir al pueblo tan temprano en esta mañana tan cruel? —preguntó la tendera con una sonrisa expectante.

Dio un paso hacia el mostrador.

—El desayuno —bromeó. Había pasado casi un mes desde que lograra salir de la cama, y aunque no tenía ganas, se obligaba a bromear y a socializar un poco todos los días—. O más bien la falta de desayuno. No nos queda nada de té en casa.

La señora Abbott frunció los labios y se llevó las manos a las caderas.

—Pues me temo que no puedo ayudarte. Llevan un gran retraso en el pedido de té, y no saben explicarme el por qué. He intentado contactar con otros proveedores, incluso, de Londres y nadie tiene té. ¡Es como si se hubiera evaporado!

—Eso es muy extraño.

La tendera alzó las manos.

—Ni que lo digas. Eres la tercera que viene pidiendo hoy. Tengo la impresión de que en dos días no quedará ni una sola taza en todo Crawley. ¿Cómo se supone que vamos a soportar este invierno terrible sin una gota de té?

Amanda inclinó la cabeza ante lo que escuchaba.

—Deme un bote de cacao de Fry’s entonces y me pasaré otro día de esta semana a por el té —pidió sin darle más importancia—. Y esas galletas de paquete azulado.

La señora Abbott asintió, mientras se giraba para buscar el cacao en sus estanterías abarrotadas y polvorientas.

—Debería llegar pronto.

Amanda saldó su cuenta con la tendera y salió del local. No había dado dos pasos por la calle principal de Crawley cuando se topó con Jenny Hopkins, una vieja compañera de escuela, con las mejillas y la nariz rojísimas por el frío. Miraba hacia el suelo con el ceño fruncido.

—Cielos, Jenny, ¿a dónde vas tan concentrada?

La muchacha alzó el mentón al escucharla.

—No te había visto —explicó, esbozando una ligera sonrisa que deshizo su ceño—. Iba a correos para enviar esta carta a mi tía. Anoche me llegó una correspondencia suya de lo más desalentadora, y le llevaba la respuesta.

—¿Está todo bien?

Jenny apretó los labios en una mueca de fastidio.

—En realidad, no. Mi tía vive en Milton, donde trabaja en una fábrica de algodón —comenzó a explicarle—. Iba a conseguirme un puesto en su fábrica para que por fin pueda dejar este aburrido pueblo y ganar algo de dinero; pero en su última carta me dice que ya no van a contratarme.

Amanda asintió, atenta.

—¿Y por qué no?

—Al parecer, han cerrado los puertos de China para el comercio británico. Oriente ya no va a comprarnos más algodón, y, por lo tanto, les sobran trabajadores a las patronas de mi tía.

Amanda tragó saliva.

—Eso explica lo del té —dijo más para sí misma. Jenny la miró confusa, y Amanda sacudió la cabeza para que no le hiciera caso—. Hay otras fábricas en Milton… ¿Por qué no pruebas en alguna que no sea de algodón? Les falta mano de obra porque muchas mujeres han decidido dejar a sus siervos en casa como protesta porque no les paguen un sueldo por el trabajo que efectúan sus hombres.

Jenny asintió con vehemencia.

—Lo sé, lo he visto en los periódicos, pero no conozco a nadie más allí. —Se mordió el labio, pensativa—. Quizá pueda quedarme en casa de mi tía, mientras visito otros lugares en busca de trabajo.

Amanda odiaba la idea de vivir en un lugar como Milton, frío y lleno del humo industrial, y abandonar la tranquilidad y el clima de Crawley, pero Jenny parecía ansiosa por cambiar de aires y buscarse una ocupación.

—¿Cómo llevas la lucha por la liberación masculina? —le preguntó la joven a su vez—. He oído que has ido a manifestaciones en Londres.

—Sí, pero me da la impresión de que estamos perdiendo el tiempo.

Al principio, acudir a las manifestaciones y ofrecerse a hacer entrevistas para periódicos liberalistas la había llenado de fuerza y esperanza. Conforme pasó el tiempo sin que nada cambiara, su esperanza comenzó a tornarse en tedio y desilusión.

Al menos, seguía adelante y no se había olvidado de sí misma por amar a otra persona. Volvió a salir para ver a sus amigas, volvió a jugar con su hermana, volvió a pasear por el bosque, a nadar en el estanque, a negociar ventas de muebles con clientas. Y aunque todo goce estaba entumecido por la mitad de su corazón que Callum se había llevado, aprendió a vivir con la otra mitad.

—Leí tu artículo en aquel periódico… Me hiciste llorar, Amanda. —La muchacha sacudió la cabeza con la confesión—. Desde entonces, siento cierta curiosidad cuando miro a Charles y me pregunto qué hay dentro de esa cabeza. Quizá si proponen otra votación…

Amanda cerró los ojos.

—El sur no está preparado para la liberación masculina… —reconoció con voz temblorosa—. Quizá debería ir contigo a Milton. Intentarlo allí, donde todo va más deprisa y tienen un pensamiento más evolucionado. Me da la impresión de que vivimos una década de retraso con respecto a otras ciudades inglesas.

Jenny asintió con vehemencia, dándole toda la razón, y ambas se sonrieron. Era un alivio hablar con alguien un poco menos provinciano que las demás mujeres de Crawley.

—Estoy segura de que mi tía puede acogerte, si estás determinada a venir —le ofreció Jenny a modo de despedida.

—Lo pensaré —prometió con una sonrisa, y observó a la joven alejarse a toda prisa.

Se dio cuenta, entonces, de que Callum no estaba a su lado y le dio un vuelco el corazón.

—¿Callum…? —chilló sin aliento. Su cabeza giraba como un resorte de un lado para otro. A la izquierda, tenía el bosque que debía atravesar para llegar a su casa, y, a la derecha, la sucesión de tiendas y casas de la avenida principal.

Su aliento formó vaho frente a su rostro. Gotas de agua diminutas pintaban una niebla espesa que dificultaba la visión a más de diez pies. Su corazón empezó a trotar enloquecido en su pecho mientras daba varios pasos y retrocedía, dando vueltas sobre sí misma.

Entonces, lo vio.

Estaba en el callejón junto a la panadería.

Corrió hacia él y se lo encontró parado, contemplando la nada.

—¿Callum…? —murmuró con el aliento entrecortado. Le temblaba todo el cuerpo.

Él se giró despacio hacia ella al escuchar su nombre, pero su rostro seguía vacío, sin vida.

Amanda se llevó la mano a la garganta.

—¿Qué haces aquí? Yo no te he ordenado que vinieras. —Su voz sonó tan alienada como la situación en la que se encontraba.

Miró la fachada lateral de la panadería y recordó que fue allí, a la vuelta de la esquina, donde entre las basuras se rieron juntos por su travesura con el sombrero de la señora Whipple.

¿Es que él lo recordaba?

Dio un paso hacia el muchacho que miraba inerte por encima del hombro de Amanda.

—Callum, yo no te he ordenado que vinieras aquí, ¿es que recuerdas este callejón? ¿Nos recuerdas a los dos aquí?

El muchacho no respondió.

Amanda comenzó a llorar desesperada. Lo cogió de un hombro y lo sacudió.

—Callum, ¿por qué has venido hasta aquí? ¿Lo recuerdas? —Se ahogaba en su propio llanto al intentar hablar—. Callum, ¿aún estás ahí? Dime algo… Dame una señal, ¿recuerdas este callejón? ¿Recuerdas cuándo le quitaste el sombrero a la señora Whipple?

Nada.

Amanda cerró los ojos y dejó que su llanto aflorara, desesperado, desde lo más hondo de su ser.

—¿Estás ahí? —continuó, desquiciada. Le golpeó el pecho con las manos. Sus palabras eran casi ininteligibles por la llantina, pero no podía parar. Temblaba como una hoja en mitad de una tempestad—. ¡Respóndeme! ¿Lo recuerdas? ¡Has venido solo!, ¡debes recordarlo!

Le golpeó rabiosa el pecho varias veces y el muchacho reculó hasta dar con la pared. Pero no la miraba.

—¿Por qué me haces esto? —Se dejó caer contra él, enterrando su nariz en el cuello caliente del joven—. ¿Sabes lo que es tenerte delante de mis ojos todos los días? Cogerte de la mano, poder abrazar este fantasma que has dejado. Notar su calor, pero que no estés.

»Como si no fuera suficiente tortura cada recuerdo que tengo contigo en cada estúpido rincón de este maldito pueblo. Me recuerdan constantemente la felicidad que me dabas. Tu voz… Cada estúpida ocurrencia, cada mirada. Están por todas partes. ¡Estás por todas partes, Callum! Y, al mismo tiempo, no estás. Es cruel. No puedo soportarlo más.

»Lo intento, ¿sabes? Me recuerdo a mí misma que te has ido, pero sigues aquí. Me siento tan culpable, tan triste… ¿Sabes lo triste que estoy? ¡Podría morirme ahora mismo de este dolor! Es como si me faltara algo esencial, justo aquí, en el pecho… Y no pudiera respirar. Todas quieren que siga como si nada… Pero yo no puedo respirar.

Un par de mujeres acompañadas por sus siervos que pasaban por la calle principal se detuvieron extrañadas por su despliegue emocional. No le importó lo que pudieran pensar de ella. A esas alturas, todo el mundo en Crawley conocía su historia y la sabían partidaria de la liberación masculina. Con eso bastaba para que la creyeran extraña o, incluso, enajenada.

Se apartó del joven para mirarle y recibió una imagen borrosa a través de sus ojos empapados. Así era él, en esos momentos, un calco desfigurado del hombre que había sido. La sombra silenciosa de una de las personas más fascinantes que había conocido.

Suspiró, tomándolo por los hombros.

—No sé cuánto tiempo va a llevarme, pero te juro que haré lo posible y hasta lo imposible por salvarte, Callum —le prometió, aun cuando no estaba segura de si sería capaz de cumplir la promesa.

La mirada de Callum

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