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El néctar de los dioses

Tras el almuerzo los jóvenes habían subido calle arriba, entre casas blancas, palacios abandonados y bodegas centenarias. Habían llegado a un recinto grandísimo y encalado, con un patio que explotaba de color y aromas de jazmín. Los chicos ya estaban acostumbrados a todas estas cosas que tanto gustaban a los turistas. Al fin y al cabo vivían en un pueblo blanco de la sierra con callejuelas estrechas y patios llenos de geranios y claveles.

A ellos lo que les flipaba era la moto de π3. Sin embargo, para él todo era como una película. Nunca había estado en una ciudad ni había conocido construcciones antiguas. Al entrar en el patio de la bodega y ver aquellos ventanales enormes y las rejas invadidas por enredaderas con flores, se quedó hechizado.

No sabía dónde mirar cuando una de las chicas, Carmen, de ojos morenos y flequillo travieso, lo tomó de la mano y lo llevó hasta una de las rejas del patio, por donde trepaban los brotes tiernos del jazmín. Cortó una ramita y se la puso en la nariz. π3 cerró los ojos y trató de respirar por completo la flor y a Carmen, como si se las pudiera comer. Luego abrió los ojos. A él también le gustaba la chica; tenía una sonrisa muy linda. Se acercó a ella y la besó en la mejilla; también olía a flores. Pero después siguió jugando porque todos lo reclamaban y querían jugar con él.

El patio era el recinto principal al que daban cinco naves diferentes, las bodegas donde se guardaban los toneles de vino. A un lado del patio había un corralón descubierto, y en mitad de él pacía un toro enorme, un semental de la Casa de Osborne, el prototipo que había servido para poner toros en toda las carreteras del país, y que estaba allí, aburrido de ver tantos turistas. Cuando los chicos se apostaron en la barrera, el toro se acercó bramando. Los cuidadores dijeron que había que tener cuidado, pero π3, que nunca había visto un toro, puso la mano delante y el toro le lamió. Su lengua era rasposa y a él le dio la risa. Carmen se atrevió y también puso su mano. El toro volvió a lamerla y también le dio la risa y así a varios hasta que empezaron todos a reírse a carcajadas.

Cuando la señorita Mariví los vio tan cerca del toro, se asustó y les pidió que fueran inmediatamente tras de ella, pues les iban a enseñar las bodegas.

Un hombre muy estirado, vestido con traje negro, chaquetilla corta y pantalón encogido, les fue guiando. Aunque entraron en una de las bodegas que tenía muy poca luz, no se quitó el sombrero, un sombrero de ala ancha que debía ser muy bueno en las tardes de toros para quitarse el solazo, pero que ahí no tenía sentido. Claro que π3 lo veía todo con ojos nuevos; no tenía ninguna gana de volver a casa.

Los chicos seguían las explicaciones del hombre de la bodega, al que llamaron «venenciador». Este se acercó a una barrica que estaba en el medio, sacó una varilla larga que se remataba con un cilindro, un vaso alargado, lo introdujo en la barrica y extrajo un vino dulce, muy sabroso, que probó la señorita en un catavinos. Los jóvenes la rodeaban en círculo y el venenciador fue sirviendo en vasitos de plástico un traguito a cada uno, y les contó como antiguamente ese vino –la quina Santa Catalina− era una medicina para los niños que sufrían raquitismo o estaban enfermos y no querían comer.

Los chicos saborearon el caldo, y aunque todos querían repetir, ninguno lo consiguió porque el venenciador cerró la bota. Dijo que el vino era una medicina si se tomaba en pequeñas dosis y un veneno si se abusaba de él. π3 también disfrutó cerrando los ojos. Él, que había llegado del cielo, se sentía realmente en el paraíso: con el aroma del jazmín en la nariz, un montón de amigos y una chavala que lo miraba con ojos tiernos. Como para perdérselo.

Mientras, el grupo principal seguía andando por la bodega. π3, Carmen, y otros dos chicos se habían quedado atrás escuchando extasiados las historias de García, un chico cuya fantasía se desbordaba con cierta frecuencia:

−Mi tío trabajó aquí de capataz, que es el que manda. Guardan el vino con siete llaves porque es... a ver si me acuerdo, es nectarina de los dioses, eso es.

−¿Nectarina? Néctar, so burro −contestó uno de sus compañeros.

−¿Y si probamos el néctar de los dioses? −propuso Carmen.

−Vale −dijo π3.

Para entonces Malocotón, un chaval regordete, intentaba abrir una de las barricas, pero no lo consiguió. Llamó a π3 para que lo ayudara, y este tampoco fue capaz de abrir el grifo, ni Carmen, que no se separaba de él. La pandilla se había quedado al margen del grupo principal. A Malocotón se le ocurrió subirse a uno de los toneles para tocar las palmas y cantar por soleá, mientras zapateaba con arte sobre una de las botas. π3 lo encontró muy divertido y se subió a otra, e igual hizo el resto de la pandilla. Para entonces la señorita Mariví y los demás chicos habían salido de la bodega y entraban en otra de las naves.

Las botas, barricas viejísimas que llevaban ahí más de cien años, empezaron a tambalearse. La humedad y el tiempo habían ido desprendiendo las sujeciones de la pared. En un momento Malocotón sintió que aquello se movía. Clac.

El soporte a la pared no pudo aguantar su peso y la barrica empezó a rodar con más de 300 litros de vino dentro. Al principio despacio, para después coger fuerza y alcanzar a las otras botas que también se desprendieron y rodaron.

Aquello era imparable. Unos toneles empujaban a otros y todos juntos hacían un ruido formidable, el rugido de un trueno. Los chicos no podían hacer nada. Si querían detener los barriles podían ser aplastados por ellos. Como el suelo estaba inclinado, los toneles iban cogiendo velocidad y saliendo con muchísima fuerza. Parecía una manada de rinocerontes asustados. Unos se estrellaron contra las paredes del patio, mientras que otros dos se estamparon contra el corral del toro rompiendo la valla.

El toro, que llevaba más de un mes encerrado, dijo «esta es la mía», salió de su toril y empezó a corretear por el patio ante la sorpresa de los turistas y de los empleados que no sabían qué hacer ni dónde meterse.

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Pitré no es verde

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