Читать книгу Pitré no es verde - Belén Boville Luca de Tena - Страница 5

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¡Vaya paseo!

El Universo está cuajado de silencio y estrellas. Millones de galaxias, nebulosas y agujeros negros. ¡Como para perderse! π3 paseaba en moto por la galaxia que le quedaba más cerca de casa. Siempre había soñado con una moto intergaláctica: silenciosa, rápida, inteligente. Había pasado la secundaria con muy buenas notas y por fin la había conseguido. Significaba mucho para él. Se había esforzado bastante, no solo en aprender cómo funcionaba su mundo tecnológico, sino también los mundos lejanos en los que todavía existía la vida.

Su curiosidad lo movía tanto o más que su vehículo. Sus piernas se apretaban contra el chasis que protegía el ordenador de a bordo. Notaba el calorcito de los centenares de microcircuitos y sentía la excitación del viaje. Ya tenía una moto, su moto, que le permitiría explorar más allá de su aburrido planeta, tan limpio y ordenado.

π3 metió un acelerón y derrapó justo cuando una estrella cortaba su camino. Contempló la estela plateada y decidió seguirla. Así se metió en la cola de un cometa que lo llevaría a vivir una auténtica aventura.

Nunca se había atrevido a alejarse mucho, pero ahora había un no se qué en la estela que lo invitaba a seguir su paso. Se tranquilizó pensando que las estrellas fugaces eran un simple grano de arena de un cometa. Su huella quedaba grabada en el cosmos; no tendría problemas en volver a encontrarla más tarde y reanudar el camino de vuelta a casa.

π3 se fue alejando de su galaxia y entremetiéndose por estrellas y planetas que no había visto nunca. Si alguno le llamaba la atención se acercaba hasta rozar su atmósfera y sentir el cosquilleo de las radiaciones en su traje de fibra óptica.

A lo lejos vio un planeta con varios anillos; parecía una feria, un planeta de juguete. Más allá otro planeta tenía tres lunas como tres pecas. Y en medio había uno que brillaba especialmente.

Dio un par de vueltas y paró su vehículo. Se fijó en este planeta azul y blanco, en su satélite sumiso, y en otro planeta rojo un poco más alejado, y entonces lo reconoció:

−¡El Sistema Solar! Y su planeta vivo, la Tierra. Y aquello es Marte.

Para no equivocarse dio un acelerón y se paseó por el resto del sistema: Júpiter, Mercurio, Venus. Ahí estaban todos los planetas que bailaban alrededor del Sol. Se pegó más a la gran estrella y empezó a sentir demasiado calor, metió un acelerón formidable y se alejó de la masa de fuego para dirigirse a la Tierra, cuya biosfera había estudiado a conciencia.

Podía tocarla con la mano, podía entrar en su atmósfera. Ya no era una imagen dentro de un telescopio, ni de una pantalla, ni de un ordenador, por muy grande que fuera. La tenía ahí delante.

Tan fascinado estaba reconociendo lo que había estudiado en Geografía Universal que penetró en la estratosfera peligrosamente. Tanto, que la potencia de su moto no pudo con la fuerza de la gravedad, mucho más poderosa que cualquier motonave ingeniada o por ingeniar. Sintió que perdía el control. De nada servía acelerar o tratar de salir de allí. Apretaba los botones con fuerza pero su nave no lo obedecía.

El planeta Tierra lo succionaba con una fuerza brutal. Parecía que fuera a ser devorado por uno de sus volcanes o tragado por un remolino de sus océanos. Todos los mandos bailaban; los relojes digitales y el ordenador central se habían vuelto locos. Las cifras pasaban a una velocidad vertiginosa. Sintió entrar en caída libre. Por un momento le entró el pánico. Traspasó nubes, cúmulos y cirros a toda pastilla. Temiendo un posible accidente, tomó con fuerza los mandos y empezó a planear. Aunque no pudiera evitar la caída, al menos podía ir sentado y contemplándolo todo. Una experiencia única. Las corrientes de aire caliente le hacían elevarse y luego de golpe caer centenares de metros para ser vapuleado por el viento de un lado a otro. Cada vez se iba acercando más e iba perdiendo la noción de donde estaba, de las líneas que configuraban los continentes.

«Espero caer en blando; si no, me voy a romper los huesos y los chips...» se dijo mientras iba cayendo y sintiendo por primera vez un frío distinto, un frío húmedo.

Bajo él se extendía una masa enorme, azul y blanca, que se movía y removía mientras él se iba aproximando a ella hasta que:

−¡Plofff!

Menudo chapuzón. Cuando quiso darse cuenta ya estaba empapado y bajo algo denso y a la vez ligero que se movía. Burbujas de aire salían de su boca. Miles de burbujillas diminutas se escapaban de las distintas partes de su cuerpo.

¿Qué era eso? ¿Dónde había caído? ¿Por qué estaba tan mojado? ¿Por qué había caído en esa cosa líquida, hasta casi cinco metros, y ahora empezaba a subir? Su cuerpo parecía traspasar distintas zonas térmicas. Sus ojos no podían ver. Los había abierto con todas sus fuerzas pero el viento y la caída los habían encogido tras perder la visera protectora. Ahora aquello le hacía bizquear; apenas percibía algo, solo turbulencias mientras iba elevándose hasta la superficie y podía respirar de nuevo. Sintió una caricia líquida en sus mejillas. Trató de atrapar eso, pero no se dejaba. Soltó uno de sus guantes y también flotaba, como él mismo. Nunca había visto tanto líquido junto rodeándolo por todas partes.

¿Sería eso el agua? ¿El planeta azul que tanto había estudiado? Trató de recordar: sí, debía de ser eso, un planeta líquido, de agua. Pero ya no era azul, sino verde, y transparente, turquesa y marrón. Y eso, ahí donde estaba ahora mismo, donde flotaba, debía ser el mar.

Nunca había visto agua, ni mar, ni océanos, porque en su planeta no había H2O. Intentó atrapar el líquido, dejarlo entre sus manos, pero el agua le tenía atrapado a él.

Flotaba en su traje de fibra óptica al igual que su moto, que había volcado a unos metros. Aunque habían hecho todo el recorrido juntos, el impacto había sido tan fuerte que se habían separado. Sintió la sal en su boca; quiso beber y se atragantó. Qué asquerosa. Quizás los humanos bebían eso, pensó mientras escupía los restos de salitre e intentaba dar la vuelta a la moto.

Entretenido en el esfuerzo no percibió que se acercaba una nave. Una sirena imponente le hizo dar un respingo:

−Buuuu... buuuuu...

Casi le deja sordo. Al volverse vio una nave de madera, un poco desvencijada y pintada de rojo y azul. Y además con ¡seres humanos!

Había oído tanto de ellos. Historias de su pasado común, de diluvios, guerras y huidas, de viajes y exploraciones. En un momento de su evolución genética habían estado juntos pero ya hacía miles de años que se habían separado y cada familia había evolucionado a su manera. Los mayores siempre le hablaban de los seres humanos con gran cordialidad y ternura. Y ahí estaban... eran sus primos... ¡Qué emoción, por fin los iba a conocer!

En estribor unos cuantos hombres se afanaban con un bichero y una boya para ayudarlo. Discutían entre ellos.

−Que lo he visto caer del cielo, cohone... −decía un hombre flaquito.

−Tú estás chalao, tanto vino te tie los sesos a remojo... −replicaba el encargado del atraque.

−Pacá, pacá −gritó el marinero, dirigiéndose al náufrago mientras lo acercaba con el bichero.

−Menúo remojón. Anda sube −y lo agarró de los brazos, ayudándolo a saltar a la embarcación.

Para π3 todo era nuevo; aunque solo tenía trece años, era mucho más alto que todos los marineros. Embutido en el casco y el traje de fibra óptica parecido al de los surferos apenas podía hablar, pero sí observar y escuchar. Se sentó en uno de los bancos. Estaba un poco cansado, y sobre todo, sorprendido. Los marineros entretanto amarraban su vehículo para arrastrarlo junto al barco.

−Vaya moto chula: ya me dejarás dar una vuelta... eh −decía el marinero, intentando entablar conversación.

π3 estaba atontado mirándolo todo y sin quitarse todavía el casco. No sabía muy bien qué hacer ni cómo comportarse. Su organismo, mucho más evolucionado que el nuestro aunque con los mismos rasgos, contaba con poderes especiales y, el más importante de ellos, el de adaptación.

Podía aclarar u oscurecer su piel y su cabello y matizar el tono de sus ojos a voluntad, en un ejercicio de mimetismo orgánico, un proceso de aceleración que en otros organismos habría supuesto cambios a lo largo de milenios pero que él podía provocar en apenas unos minutos aunque luego no pudiera retransformarse sino pasados varios meses. Claro que no era un camaleón, ni un bicho de feria. Pero en determinados momentos, en momentos de máximo peligro, podía adaptar su aspecto al de la mayoría y así pasar, de alguna manera, desapercibido.

Observó una vez más al pasaje y a los marineros. Unos estaban sentados contemplando la bahía y refrescándose con la brisa marina; parecían de paseo. La mayoría eran rubios con ojos claros y piel pálida, rosita. Y los marineros eran más cetrinos; su piel parecía quemada por el aire y el sol y sus cabellos eran oscuros. Así que π3 se adaptó al tono paliducho y al color de gamba de la mayoría de los turistas. Pero como estos no decían nada, se fijó en los hombres de piel quemada, que parecían simpáticos. Esos serían sus amigos. Tomó aire, lo tragó, lo paseó por cada una de sus células y lo expulsó. Dejó que su traje de fibra óptica se secara totalmente, adaptándose a su cuerpo como un guante. Ya estaba listo. Se quitó el casco y esperó.

Su cabello rubio parecía frito de tan rizado. Sus ojos azules observaban muy abiertos; su boca mostraba unos dientes muy pequeños y una permanente sonrisa.

−Que si me dejas dar una vuelta luego −preguntó el marinero.

π3 no entendía muy bien lo que le decían. Algo sobre la moto, estaba claro. Levantó los hombros y sonrió. No sabía cómo decir: «No entiendo nada».

−No te entiende, Manue...

−Es que es guiri.

Y Manuel entretanto gesticulaba y le daba un toquecito en el brazo queriendo ser su amigo:

−Que si lue-go, ru-la-mos juntos. Una vuerta, hombre.

Y el muchacho sonreía.

−Yo, Manuel, ¿y tú?

−π-3 −contestó nuestro amigo despacito, poniéndose la mano en el pecho.

−¿Pi-ter? ¿Pi-tré? Muy bien Pitré, este es mi amigo José, el torero más grande de España.

José se acercó cojeando levemente y le ofreció la mano. π3 dudó un momento y levantó la mano con los dedos abiertos. Nunca había chocado una mano.

El otro la agarró entre las suyas y la sacudió:

−Quiyo, parece un erizo. Cierra la mano que te va a dar calambre.

π3 solo podía sonreír. No entendía mucho pero ya tenía dos amigos, Manuel y José, que no paraban de hablar y decirle cosas. En un momento El Vaporcito metió otro bocinazo:

«Buuu, buuu...», indicando que estaban entrando en la bocana del río.

El barco cruzaba la bahía entre Cádiz y El Puerto mucho antes de que existieran las carreteras. Todo el mundo le llamaba El Vaporcito pero hacía años que había sustituido el carbón y el vapor por el gasoil y el motor de combustión .

Manuel se alejó de la pareja y empezó a preparar la escala y los amarres previos al atraque. Entretanto José no paraba de hablar y observar al joven; no parecía el típico guiri. Él sabía mucho de guiris. Había paseado por todas las plazas de España y también había estado en América y en Japón. Poco antes de cortarse la coleta le había pillado un toro, le había zarandeado como a un muñeco de trapo. Tras casi desangrarse habían conseguido salvarlo, pero ya nada sería igual. Las astas le habían rebanado un tendón y ahora corría encogido. Ya no podía echar la carrera delante del morlaco, ni siquiera hacer los pases.

π3 oía sin entender mucho; su cerebro iba registrando todas las palabras y los gestos de José, que parecía estar contándole su vida. Si su moto funcionaba de nuevo, conseguiría entender el lenguaje de los humanos pues tenía una tecnología muy avanzada, GPS y traductor de ondas cerebrales. También tenía una provisión de chips y otras herramientas que −aplicadas a animales de sangre caliente− le podían servir para adaptarse hasta que pudiera comunicarse con su casa y volver. No estaba preocupado, aunque sí perdido. Claro que sabía donde estaba: en el planeta Tierra, y que toda esa gente eran sus parientes.

Cuando El Vaporcito estuvo bien pegado al muelle, Manuel extendió la pasarela y quitó la barrera. Cada vez que un guiri pasaba, José señalaba el puente de madera que había sobre sus cabezas para que no se rompieran la crisma. Y uno a uno, guiris y guiras, agachaban la cabeza e iban pasando.

π3 se había sentado en uno de los bancos de madera de la cubierta, mirando como faenaban José y Manuel. Echó una mirada al muelle y vio unas cuantas personas esperando un nuevo viaje del Vaporcito y también un animal negro y peludo, sentado sobre sus cuartos traseros y moviendo las orejas.

De pronto se acordó de su rata peluda, Muki. ¿Estaría esperando a que volviera de su paseo por las galaxias?

Cuando el último guiri bajó, José sujetó del brazo al muchacho:

−Bienvenido al Puerto de Santa María.

En cuanto pisaron el muelle, el animal se abalanzó sobre José.

−Pitré, este es mi perrillo, Kiko... –y el animal ya saltaba y lamía a π3, que lo rebautizó:

−Mukiko, Mukiko −y lo ponía a dos patas sobre la calle, dando vueltas como una peonza. Acababa de conocer al primer perro galáctico, pues en su planeta solo había ratas peludas, bastante parecidas a los perros terrestres, aunque estas se pirraban por las gominolas de fresa.

Pitré no es verde

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