Читать книгу Pitré no es verde - Belén Boville Luca de Tena - Страница 12

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Averiguando

El Puerto es una ciudad pequeña y todo se hace a pie. Y como está llena de bares y de cafés, es mejor hacer las gestiones en estos sitios, donde se reúne la gente a desayunar o merendar.

El periodista Melchor Bocaboca, tras terminar su programa en la radio, se dio un paseo por los lugares acostumbrados hasta llegar a las inmediaciones del mercado donde se concentraba mucha gente. La Policía local había acordonado la zona y unas vallas impedían el tráfico de vehículos. Un camión de bomberos esperaba en un lateral; los flashes de las luces avisaban de que había pasado o estaba pasando algo. Bocaboca se acercó y preguntó a una de las mujeres pechugonas que esperaban tras la valla.

−Un toro que han soltado unos gamberros.

−¿Un toro?

−El toro de Osborne... que ha empezado a correr calle abajo, y aquí mismo, aquí mismito, lo han toreado. −Bocaboca estaba sorprendido. Desde que habían instalado al toro de Osborne en el corral de las bodegas nunca había pasado nada. El toro, de la misma estampa que los toros de cartón de las carreteras, vivía tan contento en su toril. Era un semental de casta fina que cubría a las vacas bravas, pero de bravo no tenía nada; se había terminado amansando, y los turistas se acercaban y le tocaban el belfo.

El periodista contempló con curiosidad al toro, que esperaba paciente en el remolque del camión, aunque coceaba sus paredes metálicas, que retumbaban. El espectáculo había terminado. Bocaboca entró en el bar Vicente y vio de refilón a José y a π3, que estaban con un grupo de chavales. Mientras tomaba un carajillo, uno de los camareros le contó el lío que se había montado, y como José había conseguido capturar al toro. «Otra noticia interesante», pensó Bocaboca. Pero ahora no podía entrevistar al camarero ni a los testigos; tenía que concentrarse en la historia de π3 y sus orígenes ocultos. No quiso hacerse notar ni que José siquiera le viese merodeando.

Inmediatamente después se encaminó hacia la playa de la Puntilla, y llegó a la comisaría. Allá la cola para hacerse los carnets era bastante larga, así que optó por el bar de enfrente; allí se enteraría de todo lo que le interesaba.

En la barra había dos polis uniformados y otros dos de civil, que actuaban de policía secreta, aunque los conociera todo el mundo. Bocaboca entró y todos le saludaron.

−Buenas, Bocaboca.

−A ver, ¿qué te vas a tomar? −preguntó el camarero.

−Una tacita de caracoles y un fino −dijo Bocaboca. Mientras chuperreteaba los caracoles iría preguntando.

−¿Y qué te cuentas? −le preguntó un policía.

−No os enteráis de nada. Unos espontáneos han soltado al toro de Osborne que ha salido corriendo por las calles −apuntó el periodista.

−Anda, esa era la llamada de emergencia −comentó el otro policía−. Han ido hasta los bomberos.

−Ha sido todo un espectáculo. Unos gamberros que han montado la marimorena en las bodegas −añadió el periodista con habilidad, esperando que los otros soltaran algo.

−Sí, sí −afirmaba otro policía−, han empezado a rodar barricas de hace más de cien años; me lo ha contado por radio un municipal.

−Pues eso. Un muchacho un poco revoltoso que han rescatado de la bahía −continuó Bocaboca.

−¿Un muchacho?

−Sí, un chico de unos trece años. Se llama Pitré. ¿Sabéis algo de él?

−Que yo sepa, no −dijo el uniformado.

−Ni yo −dijo el otro uniformado.

−Pues yo me voy a enterar con mis informantes; los gorrillas lo saben todo −dijo uno de la Secreta.

Los gorrillas son los aparcacoches vagabundos que viven en la calle. Así quedo la cuestión. Bocaboca se terminó los caracoles y adiós muy buenas.

Él ya sabía que no había ninguna denuncia por chico extraviado. Y mucho menos por chico desaparecido. Desde la 13:oo horas de la tarde que habían encontrado al muchacho, los padres ya debían echarlo de menos...

Bocaboca no quería que se le fuese el chaval de las manos. Sabía que estaba bien con José; no le deseaba nada malo al chico, pero si la NASA comprobaba que su nave había cruzado el firmamento, la cuestión ya cambiaba. El muchacho había caído en terreno español, en aguas territoriales españolas. ¡Y tan españolas!, la bahía de Cádiz; entonces, aunque fuese un inmigrante intergaláctico, estaba bajo jurisdicción española y solo podía ser llevado a la base con la autorización de la autoridad competente, que en este caso no era la Policía sino un juez de menores.

Ya era tarde para ir al café de la Victoria. Allí se reunían cada mañana todas las fuerzas vivas de El Puerto. Si llegaba entre las diez y once de la mañana podría encontrar al juez y engatusarlo. Así que se fue a su casa a descansar y a mirar en Internet si encontraba algo interesante de otras galaxias.

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Pitré no es verde

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