Читать книгу Pitré no es verde - Belén Boville Luca de Tena - Страница 11
ОглавлениеEl toro de Osborne
El ruido abrumador de los toneles rodantes y de los cascos del toro contra el suelo de adoquines advirtieron al capataz, a la señorita y a los demás chicos, que llegaron corriendo para ver qué pasaba. El capataz, con los ojos a cuadros, no podía creer lo que estaba viendo, las botas de Don Tomás rodando por todas partes y el toro en estampida... Cuando quiso poner remedio, ya no tenía solución.
Los chicos corrían tras el toro, que bajaba por la calle de Los Moros dirigiéndose al mercado. Los coches, al verlo, se detenían. La gente se echaba a un lado, asustada. El toro quería un espacio libre, la dehesa donde se había criado. Estaba bastante desorientado pero seguía calle abajo. Pronto se asomó la gente a los balcones.
Los chicos seguían a cierta distancia al animal. π3 era el más valiente porque no sabía mucho de toros; a él le había lamido y para él era como Mukiko en grande. García y Malocotón corrían a su lado y Carmen detrás. Cuando llegaron a la plaza del mercado todo el mundo salió de los puestos y de los bares; había un toro suelto, el toro de Osborne, todo un espectáculo de día de fiesta.
El pobre toro no sabía qué hacer. Ya se había acostumbrado a la gente y no les pensaba embestir, pero nadie sabía esto y todos se apartaban al verlo. Algunas mujeres se ponían histéricas y empezaban a correr. El toro se decía: «¿Pero qué he hecho yo?» «¿Por qué se asustan?»
José, acompañado de Mukiko, estaba en el bar de Vicente tomando su manzanilla cuando oyó el clamor en la calle. Había un toro suelto y una muchedumbre asustada. Sin pensarlo dos veces agarró un capote que adornaba la pared y empezó a torear al morlaco. La gente le hizo corro mientras José se lucía:
−Olé, y olé −José hizo media verónica, después se puso de rodillas y el toro jugueteó con la tela pasando deprisa.
Tras varios pases la gente empezó a aplaudir. El torero se sentía en la gloria, como en las tardes de éxito en Las Ventas. José ya había comprobado que el toro era manso y que no lo iba a empitonar: se acercó y lo agarró por los cuernos y le dio un cabezazo en el testuz a modo de saludo. Para entonces ya habían llegado la policía y los bomberos. Estos le pasaron una cuerda y él amarró al animal, que echaba espuma por la boca y que estaba feliz con el paseíllo. π3 se acercó, el toro le lamió la mano y se la llenó de saliva y a π3 le volvió a entrar la risa. Tanta que se la contagió a José y a todos los que estaban alrededor.
Al rumiante lo metieron en el remolque de un camión y a José lo subieron a hombros; había sido el héroe de la tarde. Todo el mundo lo conocía y lo quería. π3 se sentía orgulloso de tener un amigo tan querido y esperó a que José pisara el suelo para unirse a él.
La pandilla rodeaba a π3. Todos estaban un poco temerosos de la señorita, que bajaba enfurruñada y con cara de muy pocos amigos. Menuda la que habían montado. Estaba realmente enfadada. Aunque todo había sido muy aparatoso, afortunadamente ninguno de los barriles había estallado. No se había perdido ninguno de los néctares divinos, que eran vinos de más de cien años.
Cuando la señorita llegó a ellos con el ceño fruncido, π3 intentó disculparse, pero solo pudo decir:
−¡Tooooro...! −poniendo los dedos como cuernos y embistiéndola, lo que provocó una carcajada general y relajó bastante a la señorita. Sabía que el seguro se haría cargo de todos los desperfectos, y aunque había sido un susto importante, nadie se había accidentado, por lo que se unió a la alegría general.
En el bar Vicente pidieron chocolate con churros para todos. Tras la carrera estaban hambrientos. Los camareros fueron sirviendo el chocolate a la taza mientras una comisión, en la que también estaba la señorita −por si acaso−, se encargaba de los churros.
La churrería estaba a un costado del mercado, en mitad de la plaza donde también se vendían lechugas, tomates y caracoles. Como π3 quería conocerlo todo, se unió a la profesora, a Carmen y a García. Mientras esperaban a que frieran una rosca entera de churros, observaba a los vendedores de fruta y verdura. La maestra no le quitaba ojo. Ya había comprobado lo revoltoso que era. Carmen lo cogió de la mano y le preguntó a la profesora si podían alejarse un poco a ver los puestos. La señorita les dijo que sí, pero que solo cinco minutos.
Carmen y π3 se separaron y empezaron a contemplar los puestos de verdura y fruta. π3 acercaba su cara hasta las mismas hojas de las lechugas y las olía. Parecía que se las comía con la nariz de cómo tragaba el aire. La chica le iba diciendo:
−Lechuga, tomate.
El frutero arrancó un par de uvas de un racimo y se las dio a probar:
−Uvas, chaval, de donde sale el vino.
π3 las apachurró entre sus manos y luego se las comió. Sabían totalmente distintas a las gominolas, aunque se parecieran de aspecto. Luego avanzaron hasta una gitanilla que vendía caracoles. π3 se sentó sobre la acera cruzando las piernas y mirando los pequeños animales que subían y bajaban los cuernos entre las babas. La gitana le puso un par de caracoles en la mano; π3 no dejaba de mirarlos, mientras Carmen le cantaba:
−Caracol, col, col... saca los cuernos al sol −y él repetía:
−Caracol, col, col.
Se había quedado tan fascinado, que la gitana le preparó una bolsita con hierbabuena y unos pocos caracoles para que se los llevara al barco y jugara con ellos en alta mar.
π3 nunca había visto caracoles. Ni siquiera en el ordenador. Aunque hubiera estudiado parte de la biosfera terrestre y otras biosferas, no le había dado tiempo a conocer todos los animales que habitaban en nuestro planeta. La Tierra tenía muchas cosas y más el Universo. En su planeta, todos los animales y vegetales se habían extinguido hacía mucho tiempo y por eso π3 amaba la vida en todas sus formas, en los pequeños animales como el caracol y en el olor de las lechugas y el jazmín.
La señorita los llamó de nuevo:
−Pitré, Carmen, ayudadme con los churros −y fueron hasta el puesto que olía a fritanga.
La churrera les ofreció uno calentito. π3, que estaba muerto de hambre, se lo metió de golpe en la boca y empezó a aullar porque quemaba, pero no lo escupía y todo fueron risas mientras se dirigían al bar.
En el bar los esperaban el resto de los alumnos, José y Mukiko. El chocolate humeaba en las tazas. Se sentaron y esta vez fue Malocotón quien dijo:
−Pitré, ahora no te vayas a meter toa la taza en la boca. Se bebe despacio, que quema.
π3 agarró la taza como hacían los otros, fijándose para no volver a meter la pata, o mejor, la mano, y sorbió el chocolate, que de nuevo le supo a néctar divino.
No entendía por qué no había ninguno de esos manjares en su planeta. Bien es verdad que la Naturaleza allí había desaparecido y entonces tenían que comer a base de sintéticos: caldos y sueros esenciales y gelatinas que llevaban todas las vitaminas y nutrientes. Sabía que ese tipo de comida se obtenía de otros planetas en donde habían establecido bases de aprovisionamiento. Pero no sabía dónde estaban. De eso se ocupaban los adultos, de que no faltara nada en su planeta, sobre todo la comida y el agua, que desalaban. Eran los mayores quienes hacían incursiones en los distintos planetas vivos, y entre ellos la Tierra, donde entraban siempre por los Polos. Sabía que para poder transportar bien los alimentos tenían que sintetizarlos y por eso comían todo tan simplificado que apenas se parecía a la comida de los humanos, y sí mucho a las medicinas, esas pildoritas de fibra, vitaminas o minerales como las que tomaba la señorita Mariví que había dejado tres frascos distintos sobre la mesa e iba cogiendo pastillas de unos y otros.
Todo esto se decía π3 mientras saboreaba el chocolate. Si todo era así de rico, no quería volver a casa. ¿Para qué?
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