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CAPÍTULO 2
Antecedentes perdidos y encontrados 1. Otra genealogía de la performatividad: crónicas,
historias, una bruja proyectada y un autor inexistente

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Existe una serie de trabajos previos a la institucionalización académica de los estudios de/sobre cine, algunos considerados fundacionales, como los dos tomos de Historia del cine argentino (1959-1960) de Di Núbila. Otros se perdieron o quedaron fuera del corpus canónico, aunque por motivos disímiles. No solo por las condiciones de producción de escrituras afectadas por el exilio y la represión, sino por otras menos evidentes, como en el caso de un texto casi desconocido que podría considerarse no solo antecedente truncado de estos estudios en lo que concierne a la relación entre cine y filosofía, sino que una lectura a contrapelo de este texto permitiría analizar el cine y algunos artefactos precinematográficos como dispositivos que provocaron, a su vez, impactos y efectos a partir de imágenes y símbolos que, como productores de género, involucran directamente al cuerpo de las mujeres y a otras corporalidades.

En 1947, se publicó en Buenos Aires Historia y filosofía del cine, de Teo de León Margaritt.1 Si bien sería una versión más de las historias universales de la época que perdieron su valor epistémico sobreviniendo ruinas de un saber enciclopédico, presenta una versión en la que los dispositivos técnicos se moralizan, se producen valoraciones culturales, así como el lugar de una pedagogía, en lo que respecta a la “misión civilizadora” del cine (De León Margaritt, 1947: 19, 481). El interés por este libro no supone la regresión hacia un origen fundante, sino que, dada la paradoja misma del concepto de discontinuidad en los estudios de cine y de la delimitación de un umbral filosófico, permitiría no tanto una comparación con aquella línea que generalmente suele considerarse fundante o canónica (la historiografía), sino pensar otra genealogía acerca de la performatividad de las imágenes y el género, así como las mutaciones de la relación entre cine y filosofía.

Esta línea de investigación, donde la filosofía a la que alude De León Margaritt remite a tópicos platónicos, valoraciones morales, estéticas o psicológicas, no tuvo continuidad en ese momento, ni después. Generalmente, suele considerarse como primer antecedente las crónicas de Di Núbila, que inventariaban estrenos, obras, directores (introduciendo la función “autor”), actores, productores, técnicos, actrices como Libertad Lamarque, Niní Marshall o María Duval, donde, en lo que respecta a un género y al género, se citaban testimonios que destacaban el “esfuerzo” de directores “para dotar de alma y nervios a vacías muñequitas decorativas”, como las del “cine de ingenuas” del cual los mismos que lo producían y consumían parecían estar hartos (Di Núbila, 1959).

Se trataba de un “estudio troncal”,2 lo que especialistas llamarían historia-panteón, global o formativista, que consideraba al cine como hecho artístico. La idea de la narrativa cinematográfica era evolucionista, mejoraba cuando imitaba el modelo narrativo y de producción del cine clásico hollywoodense. Desde allí se periodizaba en prehistoria e historia, estableciendo las ventajas industriales de las películas sonoras. Estos libros, según se asegura en la segunda edición, aparecían en medio de la “mayor desorientación que paralizó al cine argentino” y cuando no solo había que investigar y contar su historia, sino hacer una evaluación crítica (Di Núbila, 1998: 6).

Pero el texto de De León Margaritt, tan enigmático como su autor aunque sus enunciados fueran adecuados a determinados discursos de la época, y, si bien no está exclusivamente dedicado al cine argentino, muestra el interés que comenzaba a tener no solo entendido en su forma institucional, sino como dispositivo de dimensiones técnicas, sociales, morales, psicoanalíticas, pedagógicas y de género, aunque esta enumeración evidencie anacronismo. También podría considerarse una historia panteón, dedicada a la crónica de pioneros, así como una historia tecnológica (la mitad del libro se dedica al análisis de dispositivos, sobre todo, a la linterna mágica y a su antagonista endemoniada, la fantasmagoría), que excedía la especificidad del cine. Tampoco se trataba de una historia interna o un análisis de películas, dimensión narrativo-expositiva que caracteriza a las primeras crónicas e historias.

Reforzando una dimensión fabulosa y espectral, sobre todo a partir de la descripción de las fantasmagorías, expuestas después de la Revolución francesa, De León Margaritt sugería que aquella superficie mnémica de las imágenes rodea a una ausencia. Una caracterización del dispositivo que se encuentra en algunas de las teorías cinematográficas y fotográficas contemporáneas,3 hasta la irrupción de la imagen digital. Pero en este caso se describía y valoraba moralmente el dispositivo y los textos citados –de Roberston (Étienne-Gaspard Robert), descripciones de época de las fantasmagorías de celebridades (Rousseau, Marat) o de multitudes– situados en un pasado determinado. Podría decirse, a partir de las narraciones de Roberston citadas por De León Margaritt, que las fantasmagorías habrían actuado como el duelo escenificado de la Revolución francesa. Dispositivo luego asimilado al concepto de fetichismo de la mercancía y más adelante para designar la alienación en la modernidad tardía, donde toda experiencia en el capitalismo sobreviene fantasmagórica. Así se encuentra ambivalentemente descripto por Benjamin en su obra inconclusa y luego criticado por Adorno, donde se interpreta como imagen engañosa que enmascara relaciones de producción y dominio, mientras que en Benjamin mantiene un cierto sentido de imagen desiderativa.

Fuera de este marco conceptual, antes que la crítica a una dialéctica de la colonización, de la industria cultural o de la fantasmagoría como concepto, De León Margaritt produce valoraciones sobre los artefactos y la “misión civilizadora” del cine, exaltando su función social y pedagógica, casi una década después de que se creara el Instituto Cinematográfico del Estado.4 La “prehistoria” del cine se desarrollaba con la descripción de artefactos y juguetes ópticos, apoyada en disciplinas científicas (filosofía, astronomía, matemáticas, historia natural, química, física y mecánica), pero también en religiones y doctrinas esotéricas (liturgias, taumaturgia, nigromancia, magia o brujería, astrología, alquimia, exorcística, ritos masónicos, ilusionismo y fantasmagoría), artes representativas, profecías e invenciones literarias (De León Margaritt, 1947: 17).

Se produce, además, una especie de genealogía de artefactos precinematográficos a partir de conceptos sobre el movimiento e ideas físico-ópticas. Presentando así el origen travestido del cine desde dimensiones fabulosas, según De León Margaritt, como la leyenda del emperador Wu-Ti y las sombras chinescas que un mago escenificaba haciéndose pasar por la emperatriz muerta para curar la melancolía del emperador,5 hasta los diversos artilugios de iluminación, proyección, reflexión y refracción, los autómatas y fantoches, así como distintos juguetes ópticos. El estudio comenzaba con una serie de definiciones sobre el término “cinematógrafo”, apoyándose en la autoridad de personajes de renombre y en el inventario de dispositivos tecnológicos que produce una moralización.6 En esta prehistoria, situada unos siglos antes que la de Di Núbila,7 se introduce un capítulo “único”:

Cuando se escriba la historia del cine argentino (la estamos ya preparando, en realidad, para su publicación, debiéndose considerar el presente capítulo como un adelanto de ella) habrá que averiguar y establecer la exactitud de la noticia sobre la llegada de linternas mágicas a suelo americano, en la época de Kircher, según lo señalamos oportunamente. Por parte nuestra, no vemos en ello ninguna probabilidad o extrañeza; antes bien nos parece cosa lógica y natural que los primeros misioneros enviados por la Compañía de Jesús, a fines del siglo XVII y principios del XVIII, a nuestro continente, se hayan valido de linternas mágicas en su obra de conversión entre las tribus de los nativos americanos. (De León Margaritt, 1947: 481)

La linterna mágica fue utilizada como instrumento de liturgia y evangelización no solo en América. La lámina del Ars Magna lucis et umbrae (1645-1646) reproducida muestra una imagen indefinida en cuanto a su género, pero identificada como la de “una pecadora desnuda entre llamas del purgatorio” y ejemplo del repertorio evangelizador: “¡Ningún otro instrumento mejor que la linterna para impresionar a los indios acerca de las glorias del paraíso y las penas del infierno!” (De León Margaritt, 1947: 482). Puesto que “donde las palabras y los gestos de los sacerdotes, en los prolegómenos de su obra misional, fallaban por resultarles indescifrables a los nativos la didáctica de la expresión idiomática y mutográfica, apoyábanse aquellos en el lenguaje figurado de los objetos, de las imágenes, de los símbolos” (481). La hipótesis estaba justificada en el relato de un informador del museo kircheriano que afirmaba que las linternas, conocidas por los indios argentinos simultáneamente o antes incluso que los europeos, fueron trocadas por objetos enviados por misioneros que formarían parte de una de las colecciones arqueológicas de civilizaciones precolombinas más grandes. Así, “la sencillez de aquellas gentes no podía menos que quedar profundamente impresionada por esas visiones beatíficas o infernales, que aparecían y desaparecían, como por obra sobrenatural” (482).


Grabado anónimo. Tres mujeres quemadas vivas

en el mercado de Guernsey (siglo XVI).


Detalle del grabado de la linterna mágica.

La liturgia proyectiva era comparada con el escalofrío y pavor que produjeron luego en Europa las fantasmagorías, a las que De León Margaritt (1947: 79) consideraba “aberración ilusionista o de falsa interpretación de la finalidad moral de la linterna mágica” (cursivas en el original). La imagen que describe, dotada de una fuerza performativa capaz de impresionar a los indios, es similar (las llamas, la posición del cuerpo) a los grabados del siglo XVI que mostraban la quema de brujas. Esta genealogía de la linterna mágica continúa en la colonización de la sexualidad en Europa con la invención de la histeria en el hospital de la Sâlpetrière8 (vinculada a la hechicería en el documental La brujería a través de los tiempos, de Benjamin Christensen, 1922), que, a su vez, será reapropiada como metodología por actrices como Sarah Bernhardt y en otro nivel, problemático, situada en la historia del arte por Didi-Huberman. Otros estudios de la época también mencionan que las jóvenes que asistían al cine, ante las actuaciones de Pina Menichelli, enfermaban de “menichellismo”, como si existiera, butlerianamente, una especie de libreto o guion de género.

Todo el estudio de dispositivos y juguetes ópticos de De León Margaritt, que involucraba cuestiones sobre la persistencia retiniana, autómatas, fantoches, procesos de la fotoquímica como la daguerrotipia y la heliografía, hasta llegar al film como espectáculo, está siempre atravesado por una valoración que responde a una idea de historia de una civilización, la occidental católica, en la que se va construyendo –desde la descripción de dispositivos técnicos hasta el primer bosquejo de una historia del cine argentino– una demonización de algunos artefactos (fantasmagorías) o glorificación de otros (linterna mágica). En la medida en que eran instrumentos más o menos acordes a la misión evangelizadora, en este caso, asimilada a la idea de civilización, que muestra una noción de evolución técnica en lo que respecta a su misión, puesto que los artilugios pueden “degenerar”, como habría sucedido con las fantasmagorías, representando así un duelo reprimido.


Reproducciones de grabados de la linterna mágica y la máquina catróptica de Kircher en Historia y filosofía del cine de Teo de León Margaritt (1947).

El concepto de civilización no circuló del mismo modo en el siglo XIX que en el XX. Si adquiere mayor densidad en el uso que le da Sarmiento en Facundo. Civilización y barbarie (1845), donde comienza a polarizarse con el de barbarie, no suponía inmediatamente una identificación con un proyecto evangelizador, sino, más bien, con un liberalismo político-económico y antilatifundista; no se trataba, como en algunas interpretaciones anacrónicas, de que Sarmiento estuviera en contra del “campo” (categoría imprecisa), sino de ciertas formas de agricultura extensiva. El problema es la polarización racista que se acentúa en Conflicto y armonías de las razas en América (1884), donde, además, Sarmiento criticaba la evangelización jesuita por considerarla no civilizadora, a diferencia de De León Margaritt, sino comunista y utopista. En este contexto, es conocida la respuesta de José Martí al concepto de civilización sarmentino como “falsa erudición” en su ensayo Nuestra América (1891).9

En De León Margaritt, “civilización” suponía una idea de evangelización con la linterna mágica. A partir de la octava parte del libro, se tramaba una historia tecnológica y una idealización estética acerca de las prerrogativas del “film como arte puro y autónomo” a pesar de sus medios mecánicos de reproducción industrial y relaciones con el teatro y la literatura. La décima parte iba no solo a los alcances del cine como “instrumento moralizador, educador y civilizador”, sino a sus aspectos “negativos o antiéticos, y sus correctas atribuciones éticas”, y el “punto de vista filosófico” era una versión del platonismo, en cuanto “Platón fue uno de los primeros, tal vez el primero de los sociólogos de la humanidad, en recomendar el contralor directo del Estado en la práctica de las Bellas Artes” (De León Margaritt, 1947: 629). Esta interpretación, mediada por Benedetto Croce, se expresaba en las advertencias sobre los usos inmorales de daguerrotipos, estereógrafos, quinetoscopios, folioscopios, puesto que hasta las sombras chinas y juguetes habían perdido su inocencia, pasando a servir “sesiones clandestinas en la bolsa negra de la pornografía”, de modo contrario a “nuestra ética social y cristiana” (630). Cotizaban, así, desde la institución del sex appeal, del star system, en formas como el “naturismo”, el “realismo” y el “freudismo” (“subespecie de la pornografía”), formas que contaminaban las premisas “esencialmente educativas, moralizadoras y civilizadoras” del cine (632).

A pesar de los tópicos de las historias de la época, la documentación exhaustiva y las ilustraciones, tanto en lo que respecta a la técnica como a la hipótesis sobre el comienzo de la cinematografía argentina, el libro es prácticamente desconocido. Entre 1930 y 1960, cuando De León Margaritt, personaje o seudónimo conceptual, publicó su hasta ahora conocido único texto, se consolidó la industria cinematográfica. En las publicaciones periódicas surgían debates sobre la formación de un star system local, la intervención del Estado y sobre qué era el cine nacional. Las revistas de la época (Radiolandia, Astros, Sintonía, Sideral) sostuvieron imágenes míticas de artistas, difundiendo conductas y modelos fascinantes a imitar (Kriger y Spadaccini, 2003). Magma fantasmagórico urbano en el que abrevaron Evita (el libro de De León Margaritt se publicó el mismo año en que se sancionó la ley 13.010 de sufragio femenino) y escritores como Manuel Puig. En el caso de De León Margaritt, la fascinación se entremezclaba con consejos moralizantes y pedagógicos, alusiones a investigaciones, encuestas, “códigos de ética” norteamericanos y discursos prescriptivos. Advertencias no solo sobre la pornografía que, en otro contexto, produciría décadas más tarde una polémica que llegó a aunar a algunas feministas con el control de la administración de Ronald Reagan, sino sobre cualquier plano sospechoso, así como acerca del cine como escuela del crimen. Aunque estas admoniciones no se producen desde una versión crítica, como otras acerca de la pornografía hegemónica y la violencia, ni desde el concepto de industria cultural que surgía en esa época junto con las reflexiones de Adorno y Horkheimer acerca de los mecanismos proyectivos del antisemitismo, sino a partir de la imagen de “misión civilizadora”. Si bien el libro no entró en el canon del campo de los estudios de cine, a contrapelo surge como documento sobre la misión del cine y la voluntad de articular ese auspicio con otras funciones. Aunque el discurso y estilo de De León Margaritt resulten ingenuos o disparatados en su magnificencia y sus valoraciones proyectivas de la linterna mágica, parecen acercarse al nacionalismo católico, o a pretensiones evangelizantes y colonialistas más que a una de cientificidad positivista, muestran aquello que Foucault (2007: 81) veía, por ejemplo, en los discursos de los psiquiatras del siglo XIX, el “sentido del acontecimiento”. En este caso, del acontecimiento que había significado no solo la llegada del cine a América, sino también de los primeros dispositivos de precine (concepto liminal) y su utilización en una “misión evangelizadora”, que, a diferencia del dominio a través de la escritura, se pretendía, identificando un cuerpo como femenino (produciendo interpelación y violencia en un cuerpo-imagen: bruja proyectada, fantasma, pecadora…), como ejemplo del castigo, más acorde a la comunicación con los nativos.

Pero en cuanto a la genealogía y arqueología de los estudios sobre cine, es posible señalar una discontinuidad, puesto que, aunque su episteme sea acorde a algunos discursos de la época y a sus imaginarios, este libro no tendrá circulación en los estudios siguientes. Los textos donde empieza a producirse un diálogo entre cine y filosofía presentan características muy diferentes. Además de la Escuela de Frankfurt, se producen intersecciones con versiones de la filosofía y la estética francesa contemporáneas (Baudrillard, Badiou, Deleuze, Didi-Huberman, Rancière) y del autor checo emigrado a Brasil, Flusser. O bien, anteriormente, desde los movimientos de las vanguardias tercermundistas, donde existía una idea dialéctica materialista de la praxis cinematográfica y del tercermundismo, desde escrituras como las de Franz Fanon (Los condenados de la tierra, 1961) y desde un revisionismo crítico que se oponía a la visión liberal de la historia argentina, así como desde los postulados de la Tricontinental de La Habana (1966). En ese marco, desde comienzos de los 60, la producción cinematográfica, aunque precarizada, se diversificó hacia tendencias que incluyeron el cine de autor, el militante, el surgimiento de las vanguardias, el cortometraje y el documental; en consonancia con el “cineclubismo”, la crítica cinematográfica, y, sobre todo, destacándose el encuentro entre militancia y documental, en algunas de las tendencias de las vanguardias (Mestman, 2004), que no coincidieron en muchos casos con otros movimientos de liberación feministas o con el Frente de Liberación Homosexual (FLH).10 En este contexto fue cuando se comenzaron a leer los trabajos de Di Núbila. Pero el libro de De León Margaritt quedó fuera de este trayecto de construcción de archivo, de un canon historiográfico, de una cartografía; en definitiva, de la institucionalización de un campo que se produjo desde la metrópolis letrada.

Aunque fósil del saber enciclopédico, este libro hace pensar no solo una historia y filosofía del cine a contrapelo (teniendo en cuenta mutaciones de imágenes, dispositivos y conceptos, sus reescrituras y resignificaciones prácticas), donde la primera imagen del cine argentino podría ser entonces otra (no la filmación de la bandera de Eugenio Py), sino también otra genealogía de la performatividad de las imágenes (y del lenguaje). En esta genealogía que surge de una cartografía excéntrica, los dispositivos ópticos no son solo productos de una juguetería filosófica, sino, como el lenguaje mismo, pueden ser instrumentos de colonización. Artefactos que indirectamente a través de la demonización y represión de la fantasmagoría muestran su dimensión vinculada al duelo y a la memoria, y, con la linterna mágica, a la proyección como dispositivo no solo técnico sino social y evangelizador, que pone género (femenino) a una imagen que no necesariamente lo enuncia, para nombrar un castigo.

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