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3.1. Bergson y Deleuze: imagen-movimiento e imagen-tiempo 15

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Para Deleuze la filosofía es creación de conceptos y algunos de estos (imagen-movimiento e imagen-tiempo, entre otros) articulan sus estudios sobre cine, donde parecieran esfumarse los límites hacia un pensamiento no conceptual. No obstante, para Deleuze, los conceptos no se reducen al enunciado, ni tampoco los considera objetos del discurso. El concepto sería un elemento específico de la filosofía, porque es la producción que lo diferencia. Mientras que la ciencia crea funciones y el arte, agregados sensibles, perceptos, figuras, afectos, singularidades, repeticiones (diferencias sin conceptos), el objeto de la filosofía es la creación conceptual (Deleuze, 1997). Aunque en los estudios de cine de Deleuze estos enunciados se difuminan en la idea de que el cine y quienes lo realizan “piensan” a través de imágenes, que, a su vez, son clasificadas a través de conceptos, además de la afectación que producen, y que no se definen por la universalidad de su representación, sino por sus singularidades internas. Este horizonte filosófico del concepto y sus paradojas se diferencia del que proponía Foucault, orientado a la práctica de la historia crítica, la arqueología y la genealogía, Deleuze pone de relieve su dimensión problemática. Esto permitiría rastrear cómo habría llegado a formular, a través de Bergson, los conceptos de imagen-movimiento e imagen-tiempo, así como mostrar otras dimensiones que los vuelven colectivos. Se trata de un caso particular, pero estos conceptos han circulado en las diversas líneas que atraviesan los estudios de cine, a nivel local y global.

Aquí concepto es algo diferente a lo que define la tradición filosófica: “Durante mucho tiempo, los conceptos han sido utilizados para determinar lo que una cosa es (esencia). Por el contrario, a nosotros nos interesan las circunstancias de las cosas –¿en qué caso?, ¿dónde y cuándo?, ¿cómo?, etc.–. Para nosotros, el concepto debe decir el acontecimiento, no la esencia” (Deleuze, 1996a: 44). Al no remitir a una sola pregunta, sino a una multiplicidad, al mismo tiempo que se hace singular, puesto que las determinaciones de las diferentes preguntas se alejan de una perspectiva general. Deleuze señalaba esto indicando que un concepto tiene componentes: se relaciona con un problema, una historia, un devenir, un plano, unos personajes. No todos los conceptos tienen todos estos componentes (no se busca el concepto general del concepto), sino que estarían delimitados por sus componentes de tal forma que su definición es una cuestión de articulación.

Entre estos componentes, interesaría aquel que remite a unos problemas sin los cuales el concepto carecería de sentido. Deleuze sigue aquí tanto a Kant como a Bergson, para quienes la prueba de lo verdadero o lo falso habría que aplicarla a los problemas antes que a las soluciones. Para Kant la razón estaba asediada por ilusiones y falsos problemas, la prueba kantiana implicaba definir la verdad de un problema a partir de la posibilidad de una solución. Esto implicaba que esta verdad debería buscarse en un elemento exterior. Bergson, por el contrario, reclamaba que la verdad de un problema remita a una característica interna. No habría entonces que confundir un problema con sus soluciones, pero tampoco desaparece este en cuanto se descubre una. Los problemas persisten o insisten. La historia de un problema es la historia de sus soluciones encarnada en un campo científico (Deleuze, 2002).

En unas conferencias pronunciadas en la Universidad de Oxford, “La percepción del cambio” (1911), Bergson afirmaba que todo movimiento se nos presenta como indivisible. Si bien cualquier movimiento podría detenerse a la mitad, ya no se trataría del mismo movimiento: habría dos con un intervalo. Es cierto que el trayecto puede dividirse en diferentes partes, pero solo una vez que el movimiento ha finalizado. Como la trayectoria ha sucedido en el espacio y este puede ser dividido indefinidamente, podemos imaginar que el movimiento también puede dividirse indefinidamente. Pero se trata de un ejercicio de la imaginación. La realidad, va a decir Bergson (1972), es el movimiento mismo.

Aquí Bergson apelaba a la relatividad de los movimientos para indicar que lo inmóvil se explica a partir de lo móvil, como dos trenes desplazándose a la misma velocidad uno a la par del otro. Cada uno de ellos estaría inmóvil para el otro. Esto se aplica no solo al movimiento, sino a cualquier tipo de cambio. La percepción también es movimiento y lo que se pone en juego son dos duraciones distintas. Esto es lo que significa, para Deleuze (1987b: 31), una regla metodológica que enuncia cómo utilizar la duración para afirmar y reconocer otras duraciones que pueden estar por encima o por debajo de nosotros, abrirnos a lo “inhumano” y a lo “sobrehumano”. El tiempo permitiría, entonces, dividir las diferentes naturalezas, aquellas que cambian al variar su duración.

La conceptualización de Bergson (1972) acerca del cambio iba más allá del movimiento. Si la duración es tiempo, el tiempo es cambio y, por lo tanto, también deberíamos concebirlo como indivisible. No habría entonces un ahora, precedido por un antes y seguido de un después. Esto implica que el pasado debe representarse de forma diferente a lo que indica el sentido común, pero también la tradición filosófica occidental, para la cual es inexistente, excepto por una función del presente: la memoria. Sin embargo, Bergson pensaba la relación entre instante y tiempo de la misma forma que la relación entre punto espacial y movimiento. Solo un análisis posterior puede dividir un tiempo en diversos instantes, pero en el momento mismo que el tiempo transcurre somos conscientes del presente como cierto intervalo de duración, un intervalo que varía de acuerdo con el campo de atención de la conciencia. Solo cuando cesa la atribución de un interés actual, el presente cae en el pasado.

Pasado y presente son parte de un mismo movimiento continuo e indivisible que puede, a su vez, extenderse según un interés. Para Bergson, una persona desprendida de todo interés práctico podría abarcar toda su historia de vida consciente como un movimiento continuamente presente. Ya no sería necesario un soporte que conserve el pasado, se conservaría por sí mismo como parte indivisible del movimiento actual de la conciencia. El problema no sería entonces descubrir el mecanismo que hace que el pasado se conserve, sino cómo es posible que no esté continuamente presente. Esta es, para Bergson, la función del cerebro. Su finalidad es apartar la atención del pasado para que se centre en un porvenir, escogiendo con sentido práctico aquel pasado que se hará presente. No conserva este pasado, sino que lo selecciona y simplifica.

Deleuze comienza sus estudios sobre cine retomando estas tesis de Bergson acerca del cambio y el movimiento. Sin embargo, el cine expresado en los términos bergsonianos resultaba ser un falso movimiento, una sucesión de instantáneas fijas. El movimiento estaría dado desde afuera, impuesto por una máquina cuya velocidad a la hora de presentar las imágenes es la que crea la ilusión. Para Bergson, en la La evolución creadora (1907), el cine, entonces invento reciente, era una ilusión mecanicista del movimiento, era entendido como una actualización moderna de la forma en la que la percepción entiende el movimiento. En esta forma, general y propia del sentido común, la realidad estaría formada por diversas instantáneas capturadas por una máquina, el cerebro, que les provee de un movimiento “abstracto, uniforme, invisible”, de este modo, el “mecanismo de nuestro conocimiento usual es de naturaleza cinematográfica” (Bergson, 1963: 701). Bergson mencionaba un “método cinematográfico” del conocimiento, haciendo del cine una expresión externa del modo como internamente el conocimiento se produce cuando se orienta de modo práctico.

Para Deleuze, por el contrario, la ilusión del movimiento en el cine no sería algo negativo. Si se trata de un movimiento artificial, la ilusión no está dada por un movimiento que se añadiría a unas imágenes estáticas. Deleuze toma otro concepto que Bergson elaboró en el primer capítulo de Materia y memoria (1896), cuando el cine todavía no había sido inventado como tal: el de corte-móvil. El cine no sería entonces una composición de cortes inmóviles a los que se le suma un movimiento externo, sino una composición constituida por cortes móviles. Si la cinematografía en sus comienzos imitaba la percepción natural, con una toma fija y un plano espacial, finalmente alcanzaría su originalidad al hacer uso extensivo del montaje, la cámara móvil y los planos temporales (Deleuze, 1984b: 16).

¿Qué serían estos cortes móviles? Si un instante es un corte inmóvil del movimiento, el movimiento es un corte móvil de la duración. El movimiento expresa un cambio en la duración. Podemos pensar en un movimiento que va de un punto a otro sin que aquello que se mueve cambie. Sin embargo, esto supone que sus estados son independientes del movimiento. Por el contrario, si el movimiento es propio, interno, también cambia la naturaleza de aquello que se mueve. Deleuze usará otro término bergsoniano para definir esto: el todo. El movimiento cambia el todo. Frente a la evidencia de que el todo, concepto problemático, no puede ser algo dado, se ha creído que este concepto carece de sentido. Para Bergson, sin embargo, si el todo no puede darse, es porque es lo abierto y lo que le corresponde es cambiar sin cesar o hacer surgir algo nuevo, es decir, durar. Esto significa que, cuando nos encontramos ante una duración, estamos ante un todo abierto que cambia. Esta totalidad es lo que hace indivisible al cambio, ya que no se define por su límite, sino por su estado de apertura. Deleuze (1984b) define el todo como relación, y esta no sería una propiedad de los objetos, sino del conjunto. Cuando se produce un movimiento, las relaciones cambian, entonces el todo cambia de cualidad o naturaleza.

A partir de estos conceptos, Deleuze definía el programa de sus estudios sobre cine, es decir, a partir de una metodología y poética inspirada en Bergson, aunque a lo largo del texto el concepto de memoria deleuziano adquiere otras dimensiones más allá del bergsoniano. Parte del supuesto de un falso problema, aquel que sitúa las imágenes en la conciencia y los movimientos en el espacio, en el mundo externo. Al diferenciar estas dos naturalezas de modo espacial, no se entiende cómo una imagen puede surgir a partir de un movimiento (percepción) o cómo una imagen puede producir un movimiento (acción voluntaria). Desde el punto de vista del tiempo, no hay diferencia, sino continuidad. Imagen, entonces, es movimiento (Deleuze, 1984b). Una imagen se confunde con sus acciones y sus reacciones. Siguiendo la fórmula de Spinoza, podría decirse que una imagen es aquello que ella puede. No habría diferencia por lo tanto entre el ojo y lo que percibe. Ambas son imágenes, porque ambas son movimientos. Ambas son moléculas, átomos en movimiento. Lo que existe es una universal variación.

Deleuze afirmaba, entonces, la identidad entre imagen-movimiento y materia-flujo. La imagen-movimiento es la cosa misma “captada en el movimiento como función continua” (Deleuze, 1987: 46). Por ejemplo, se supone que en la percepción hay más que en el objeto dejado en la oscuridad: es el objeto más una perspectiva, una luz, que se le añade y que implica la subjetividad del observador. Sin embargo, Deleuze (1984b) dirá que en la percepción hay menos que en el objeto. Es el objeto menos todo aquello que no interesa en función de intereses vitales. La subjetividad quedaba definida entonces de forma sustractiva. Deleuze va a utilizar el concepto de imagen pura para hacer referencia a la imagen que la materia es en sí, no constreñida por las necesidades vitales de la percepción. Sin embargo, ¿cómo pensar imágenes en sí que no son para nadie y no se dirigen a nadie? Para Bergson, la luz no proviene del espíritu, sino que es la materia. La imagen es movimiento como la materia es luz. Si existen imágenes en sí, es porque su luz todavía no ha sido reflejada ni detenida.

¿Puede tener alguna importancia esta conceptualización de la imagen en sí para un pensamiento que se enmarca en la percepción natural? Había quedado dicho por Bergson que no percibimos el objeto o la imagen completa, siempre percibimos menos, solo aquello que interesa subjetivamente. Deleuze dirá: no percibimos más que tópicos. Sin embargo, es posible que los esquemas sensorio-motores no funcionen, que se interrumpa el circuito entre acción y reacción. Esto interrumpe el flujo de la imagen-movimiento. Entonces puede aparecer otro tipo de imagen, una “óptica-sonora pura, la imagen entera y sin metáfora que hace surgir la cosa en sí misma, literalmente, en su exceso de horror o de belleza, en su carácter radical o injustificable…” (Deleuze, 1987: 36). Estamos ante la imagen-tiempo y el cine moderno, después de una crisis de la imagen-movimiento y de aquello que puede interpretarse como una subjetividad cinematográfica trascendental.16 Si la imagen sensorio-motora solo retiene aquello que interesa, si solo se prolonga en la reacción de un personaje-cuerpo encadenando una imagen-percepción con una imagen-acción, las imágenes-tiempo no se prolongan en una reacción, sino que entran en relación con una imagen-recuerdo que ellas mismas convocan.

La imagen-recuerdo es entonces aquella que se produce en el hiato entre la acción y la reacción. En el universo de las imágenes pareciera como si nada nuevo se pudiera producir sin la intermediación de ciertas imágenes, sin la intermediación de un cuerpo. ¿De qué imágenes se trata? Según Bergson, se trataría de la memoria. Para un cuerpo, orientado a la acción, el universo de imágenes es constante movimiento. Las imágenes son, ante todo, percepciones porque la percepción selecciona del objeto una imagen guiada por su interés. Pero la memoria es la que introduce la duración en las imágenes. Es lo que provoca que la acción y la reacción no sean inmediatas en una corporalidad. Aquellas imágenes que se suceden en este hiato amplían el mundo de lo posible. Si la subjetividad a partir de la percepción se entiende como sustractiva, a partir de la memoria, se entiende como creativa (Bergson, 2006).

Siguiendo la interpretación de Deleuze, entonces, podría decirse que los conceptos encuentran sentido en un problema, así la creación de conceptos en un campo intelectual puede interpretarse como la creación de problemas específicos. Entonces, no sería la originalidad de un concepto lo que define la autonomía de un campo, sino su especificidad. Así, la experiencia corporal no busca en los estudios sobre cine una respuesta, sino que evoca un nudo donde el cuerpo se hace presente y ausente, y determina, antes que una respuesta, una búsqueda que se realiza a través de conceptos, perceptos, afectos, experiencias e imágenes cinematográficas y en el límite de estos cuando surge una imagen. En este sentido, en la filosofía de Deleuze es posible rastrear cómo pueden ser creados conceptos a partir de una reflexión sobre las imágenes que encuentran en el cine un punto de partida para una idea de la ciencia y el mundo modernos. En este universo abierto de imágenes en constante movimiento, dos imágenes-conceptos serán intensamente transitadas tanto por la reflexión de Bergson como por la de Deleuze, en tanto constituyen un giro de libertad: cuerpo y memoria. El cuerpo deleuziano, dirá más adelante una autora feminista que en un primer momento había planteado una crítica al concepto de “devenir mujer”, es en última instancia una “memoria corporizada” (Braidotti, 2000: 159).17

Deleuze, sin embargo, no fue el único que abordó este concepto bergsoniano de memoria, reinventándolo y provocando un redimensionamiento epistemológico y poético como lo hizo también Benjamin. Resulta ineludible mencionar a Maurice Halbwachs, para quien la diferencia con Bergson se acentuaba en la dimensión colectiva de la memoria desde el marco social, lo que resultaba inadmisible de la filosofía bergsoniana era la existencia de una memoria pura, empíricamente inaccesible, puesto que todo recuerdo, tan personal como sea, incluso el de aquellos acontecimientos de los que solo se ha sido testigo, o el de pensamientos y sentimientos no expresados, se relaciona “con personas, grupos, lugares, fechas, palabras y formas del lenguajes, también con razonamientos e ideas, es decir, con toda la vida material y moral de las sociedades de las cuales formamos o hemos formado parte” (Halbwachs, 2004: 55). No habría entonces dos memorias, sino una que resulta de una articulación social. Sin embargo, a diferencia de Halbwachs que murió en Buchenwald en 1945, en Deleuze este problema está ligado en primer lugar antes que a la memoria social y colectiva, al cine y a la crisis de los esquemas narrativos que comienzan a definirse desde la reinvención del concepto bergsoniano de imagen-recuerdo en el segundo tomo de sus estudios sobre cine. Pero el concepto deleuziano de memoria se aproximaba a Halbwachs cuando en el octavo capítulo de La imagen-tiempo…, describe al cine político moderno tercermundista como aquel donde no existiría frontera que asegure el mínimo de distancia o de evolución: “el asunto privado se confunde con el inmediato-social o político” (Deleuze, 1987: 289) y donde se refiere a este como eminentemente político y de memoria, pero de minorías. Cuestión que ha provocado diferentes respuestas entre quienes analizaron las dimensiones etnocéntricas de esta afirmación, así como de la fabulación bergsoniana, como Gonzalo Aguilar (2006, 2015).

Si para Deleuze el cine político era aquel que buscaba una concienciación del pueblo, luego de la crisis que vivieron Europa y Estados Unidos (cuyos desenlaces fueron las guerras mundiales, los genocidios y masacres programados: Guernica, Auschwitz, luego Hiroshima, o la guerra de Argelia), tal cine solo se podía afirmar a través de imágenes en donde el pueblo ya no estaba. Lo que faltaba era una imagen que pudiera conferir una unidad a aquellos personajes que ahora se mostraban dispersos y errantes. De ahí que para Deleuze los cineastas políticos del Occidente moderno fueron Alain Resnais (La guerra ha terminado, 1966), Jean-Marie Straub y Danièle Huillet (No reconciliados, 1965).

Donde todavía existía el cine de un “pueblo en devenir” es en la cinematografía del tercer mundo (Deleuze lo escribe en minúsculas). Esto significaba una valoración positiva del estado de crisis permanente en el que se encontrarían estas identidades colectivas periféricas. Crisis, trance y memoria son conceptos-acontecimientos que aparecen siempre interconectados. Un momento de crisis o trance era un momento de actualización de la memoria, porque el circuito de la percepción no es el mismo que en el funcionamiento habitual de los esquemas sensorio-motores, cuando la acción es seguida por su correspondiente reacción.

A lo largo de sus escritos, el concepto de memoria con que trabaja Deleuze (1987b) se va transformando. En un primer momento, se identificaba con la duración bergsoniana, mientras que en sus estudios sobre cine Deleuze da un sentido topológico a la memoria: una superficie o membrana entre dos afueras. En este punto, se resignifica el concepto como una membrana que hace presente entre sí lo colectivo y lo individual, un límite permeable entre lo privado y lo público. No se trata entonces de una memoria psicológica al modo de una facultad que evoca recuerdos, pero tampoco de una memoria colectiva o histórica como algo dado o vinculado al pasado, sino que, en tanto devenir, tiene que ver de algún modo con el futuro que ya está en el pasado. La memoria era también un asunto de minorías, porque es en ellas donde lo privado se vuelve inmediatamente político. Las minorías no buscan volverse mayorías o ser hegemónicas, por el contrario, producen un devenir singular en el que cada yo enuncia un pueblo tanto por todo lo que le falta como por aquello que puede inventar (Deleuze, 1987). El momento del fracaso, tanto de la memoria como del reconocimiento atento en la percepción, cuando el yo no actúa ni recuerda, es un momento de creación de imágenes. En este cine, como en las literaturas menores, no habría grandes individualidades ni identidades nacionales fijadas en un Autómata mayor (Hitler), ni los enunciados eran los del Autor, sino de un autor-catalizador, en un acto de habla pronunciado entre la ideología colonizadora, los mitos y los discursos intelectuales. En el cine tercermundista, según Deleuze, no había mito de un “pueblo pasado” (objeto de las cinematografías clásicas), sino fabulación del “pueblo que vendrá”, memoria del futuro, memoria-creación, memoria del afuera: un cine ni totalmente colectivo, ni únicamente individual. Pero estas consideraciones deleuzianas que lanzan “toda la memoria del mundo” hacia ese territorio que fue más que un lugar un proyecto, además de dejar afuera otras tendencias del cine tercermundista latinoamericano, como el documental, no tienen en cuenta que, cuando escribe sus estudios, aquello que habría intentado mostrar el cine era otra falta –producto de transiciones que habrían sido hacia el capitalismo neoliberal y las dictaduras–, la de los cuerpos desaparecidos. Esta diferencia resignifica todo el concepto de cine de cuerpo deleuziano y el grito filosófico kierkegardiano con el que comienza el capítulo 8 de la La imagen-tiempo: “Dadme, pues, un cuerpo” (Deleuze, 1987: 251).

Podría considerarse así el momento en que Deleuze escribe estos libros. En 1985 se estrenó el documental de más de nueve horas Shoah que, bajo un encargo del gobierno israelí, llevó casi diez años a Lanzmann realizarlo. Este trabajo dio un vuelco no solo al problema de la memoria y la representación en el cine, sino a la historia del siglo XX europeo a partir de la difusión de las tesis de La destrucción de los judíos europeos (1961) del historiador Raul Hilberg expuestas en el film. La importancia del largometraje se evidencia en que el término “Shoah” se incorporó al léxico internacional después de esta obra.18 Desde el título y la duración, sin imágenes de archivo y sin mayor protagonismo de mujeres, como señaló Hirsch, este documental llevó al límite el problema de la representación a través de imágenes, poniendo toda la fuerza en un coro inmenso de testimonios, incluso en algunos momentos forzados. Calificado como una obra maestra por Simone de Beauvoir el mismo año de su estreno, Shoah dio que pensar sobre la figura del testigo, en todos sus participantes y desde el comienzo con las palabras de Simon Srebrnik: “Es difícil de reconocer, pero era aquí”. Este posicionamiento de Lanzmann respecto al documental de testimonio frente al de archivo estuvo presente en los debates en torno a lo “irrepresentable”, desde Rancière (2005), Nancy (2006) y, en un tono más polémico, en el libro de Didi-Huberman Imágenes pese a todo (2004), en el cual hizo una crítica no del documental en sí mismo, sino de los posicionamientos posteriores de Lanzmann sobre los archivos.

Pero, a diferencia del análisis del cine de Resnais (desde la hipótesis de una “memoria mundo” y un “cine de cerebro”), visto como una superposición de mapas que define un conjunto de transformaciones de capas de memoria, redistribuciones de funciones y fragmentaciones de objetos (las edades superpuestas de Auschwitz) y a diferencia de la definición de Noche y niebla como “la suma de todas las maneras de escapar al flashback y a la falsa piedad de la imagen-recuerdo” (Deleuze, 1987: 166), no se menciona nunca el largometraje Shoah en los estudios sobre cine deleuzianos. El cine de Resnais (como la memoria) no tenía que ver para Deleuze tanto con el archivo, la representación o el testimonio, sino más bien con lo imaginario. Tampoco el concepto y el problema de la representación19 están planteados como en otros de sus textos (en relación con la repetición y con la diferencia), ni del modo en que los enunciará luego Rancière entre otras perspectivas, teniendo en cuenta, además, la crítica que se haría del problema de la representación y del concepto de “tercer mundo”, en Deleuze, Foucault y otros, desde los estudios subalternos.

Es también a mediados de los 80 cuando comenzaba el Juicio a las Juntas y cuando más producciones que aludían explícitamente a la dictadura se realizaron. Desde la ficción, el documental y el experimental, con La historia oficial (Luis Puenzo, 1985), El exilio de Gardel (Tangos) (Fernando Solanas, 1985), La noche de los lápices (Héctor Olivera, 1986), el díptico La República perdida I y II (Miguel Pérez, 1983-1985), el documental Juan, como si nada hubiera sucedido (Carlos Echeverría, 1987) y un film experimental que, al igual que el de Echeverría, tendría menor distribución y circulación, Habeas Corpus (Jorge Acha, 1986), entre otras producciones alegóricas como Camila (María Luisa Bemberg, 1984), Asesinato en el Senado de la Nación (Juan José Jusid, 1984) o Darse cuenta (Alejandro Doria, 1984). Sin embargo, sin mencionar estas películas, Deleuze sigue pensando la producción tercermundista como cine de memoria20 y “trance” desde el cine de Rocha. No tiene tampoco en cuenta otras versiones como el Cine Liberación, el Cine de la Base, otras corrientes documentalistas como la de Bolivia o la cubana, aunque algunas circularon a través de revistas francesas como Positif. Tampoco se estaba refiriendo a la producción latinoamericana de ese momento, que, en el caso del cine argentino con el llamado “realismo melodramático” o las formas alegóricas, configuró una narrativa extensa y explícita en relación con otras cinematografías de la región. Este anacronismo, que dejaría fuera la singularidad de otras cinematografías,21 sin embargo, produce una brecha en la misma articulación de los estudios deleuzianos, así como en la máquina de clasificación en la que podría volverse, a partir de los conceptos de imagen-movimiento e imagen-tiempo. Como si se produjera una fuga en el interior mismo del segundo de sus libros sobre cine. Porque cuando Deleuze aborda el cine político y el del tercer mundo, las categorías de imagen-tiempo e imagen-movimiento que se diferencian y escinden entre sí dividiendo en dos los estudios a partir de una crisis y una serie de acontecimientos históricos22 ya no funcionan del mismo modo. Como si la imagen-tiempo se escindiera a su vez, o se fugara de sí misma en una proyección utópica, en una fuga que se desvincula de la memoria del pasado europeo, pero de algún modo también del presente del tercer mundo. Así produce una cierta analogía con la tradición judía a través de Kafka, aunque Deleuze se manifestara por la causa palestina, en un acontecimiento que se expresa como devenir pueblo, un devenir minoritario, ante un pueblo que no existe todavía o falta, pero que no es el que “nunca hubo” en cuanto negación colonizadora, y que reenvía el problema de lo político, lo literario y lo artístico a este devenir.

El concepto de imagen-tiempo –cuya complejidad y dimensiones no se pretende agotar– en el marco de los estudios de cine en Argentina fue puesto en juego para abordar una serie de películas incluidas a la hora de analizar la cuestión de una memoria en imágenes y el lugar del cine en la construcción de la memoria colectiva, o de producir tecnologías de la memoria. Desde este concepto, Deleuze reinventaba bergsonianamente el análisis del cine moderno, las bifurcaciones del relato en Alain Resnais, Joseph Mankiewicz, Orson Welles y Jean-Luc Godard… con la hipótesis del flashback (imagen-recuerdo) y su función de relato, la imagen-sueño, la imagen-cristal, sus capas de presente, pasado y futuro que producen nuevos signos ópticos y sonoros, en un devenir que atraviesa el concepto de memoria psicológica (representación indirecta) y el de imagen-recuerdo (antiguo presente). Incluso este devenir atraviesa los momentos “patológicos” haciéndolos creativos –olvido, surmenage, alucinación: el fracaso del reconocimiento atento– hasta llegar a una conceptualización de una memoria más profunda: aquella que explora directamente el tiempo, y alcanza en el pasado lo que se sustrae al recuerdo. Este concepto de imagen-tiempo circula y está presente no solo como concepto metodológico, sino con todas sus dimensiones poéticas, afectivas y perceptivas en muchos de los trabajos que abordaron el cine argentino, como los de Ana Amado (2009) y Gonzalo Aguilar (2006, 2015). Mientras que el posicionamiento deleuziano acerca del cine tercermundista produjo una trama de respuestas acerca de la proyección hacia el tercer mundo, si el devenir se entiende como utópico, así como acerca de lo menor en el cine (Aguilar, 2015), lecturas críticas del devenir que se asemejan a las primeras críticas feministas de este concepto, como las de De Lauretis, en cuanto “devenir mujer”.

La primera parte del capítulo 8 de La imagen-tiempo comenzaba con lo que Deleuze había llamado un “grito filosófico”.23 Allí enuncia un “cine de cuerpo”, yendo más allá del esquema sensorio-motor, que articula la narración cinematográfica de la imagen-acción, al reescribir el gesto brechtiano, atravesando las actitudes corporales en la nouvelle vague y en la pos-nouvelle vague. A partir de ahí, mencionaba una primera creencia de Antonin Artaud en la carne y en el cuerpo (aunque no utiliza aquí el concepto de “cuerpo sin órganos”, ni el de carne como en su trabajo sobre Francis Bacon), y desde allí, la relación entre cine y teatro, describiendo como “cine de cuerpo” cotidiano o ceremonial las producciones de Michelangelo Antonioni, Carmelo Bene, John Casavettes, y, entre ambos, el cine experimental de Andy Warhol, entre otros, así como el paso de las posturas al gestus con Jacques Rivette y el cine de Jean-Luc Godard (no menciona la producción del último considerada militante). Pero, finalmente, terminaba expresando un cierto hastío del “cine de los cuerpos” y sus ceremonias repetidas, llamándolo culto de la violencia gratuita en el encadenamiento de las posturas y la instalación de una cultura de las actitudes catatónicas, histéricas o asilares, lo cual podría considerarse como una nueva histerización y una dimensión biopolítica del cine. Aunque Deleuze no lo mencione, la relación entre histeria, cine y artes visuales no comienza con la nouvelle vague. Estaría en la hipótesis de la invención del dispositivo visual en el hospital de la Salpêtrière. No solo con Jean-Martin Charcot, que utilizaba en sus sesiones dispositivos como la linterna mágica (también instrumento de evangelización y producción de género, como podría verse a partir de su llegada a América), sino, además, con la escultura, el grabado y, sobre todo, la fotografía que obligaba a posar e inmovilizar el cuerpo, como ha mostrado Didi-Huberman (2007), aunque sin relacionar expresamente este dispositivo con la construcción del género.

En esta parte de sus estudios, cuando mencionaba una pos nouvelle vague, Deleuze se refería a Chantal Akerman, Agnès Varda y Michèle Rosier, señalando un “gesto femenino”, con el que los cuerpos mostrarían actitudes como signos de estados propios, mientras que los hombres darían testimonio de la sociedad, del entorno, de la parte que les toca “del pedazo de historia que arrastran consigo”. Así, pretendiendo diferenciarse del feminismo militante, Deleuze (1987: 260) consideraba que los estados de cuerpos femeninos muestran una cadena no cerrada: “descendiendo de la madre o remontándose hasta la madre, sirve de revelador a los hombres que no hacen más que contarse”. Al mismo tiempo que el cuerpo de la mujer conquistaría un extraño nomadismo, como el de la literatura de Virginia Woolf, que le hace atravesar edades, situaciones, lugares y que captaría la historia de los hombres y la crisis del mundo, innovando en el cine de los cuerpos: “como si las mujeres tuvieran que alcanzar la fuente de sus propias actitudes y la temporalidad que les corresponde como gestus individual o común” (Deleuze, 1987: 261). El gestus femenino no se nombra “devenir mujer” (concepto pos Mayo del 68, largamente debatido en el feminismo, que no tiene el mismo sentido que en De Beauvoir), este concepto no está especialmente presente en los estudios sobre cine. Comienza a aparecer, en tanto devenir, cuando Deleuze se refiere al cine menor, pero siguiendo ahora a otro escritor (Wolf y Brecht aparecen en el “gestus femenino”), es decir, a Kafka, también a Paul Klee, en su imagen del “pueblo que falta”. El capítulo no se escribe, entonces, en términos específicamente cinematográficos, sino desde un retorno a la “imposibilidad” de escribir, al nombrar la situación en la que se encontraba el cine tercermundista, ante un público “cebado” por series televisivas, o como cine de minorías en un callejón sin salida kafkiano como Pierre Perrault, es decir, ante la “imposibilidad de no «escribir», imposibilidad de escribir en la lengua dominante, imposibilidad de escribir de otra manera” (Deleuze, 1987: 288). Lo menor, así como el “devenir mujer”, tendría que ver no solo con imágenes, sino con escrituras.

En esos mismos años de fines del siglo pasado, también se publicaba la primera parte de Maus (Art Spigelman, 1986), que inspiró el concepto de posmemoria según Marianne Hirsch. Es también cuando comienza a jerarquizarse y universalizarse el modelo del Holocausto. Por otro lado, Donna Haraway (1991) empezaba a formular el concepto de cyborg y Teresa de Lauretis (1996) retomaba el trabajo de la crítica feminista hacia el cine narrativo y al género como concepto médico-psiquiátrico, incluyendo, como Deleuze, los debates semióticos y semiológicos de Christian Metz y Pier Paolo Pasolini. Pero, yendo más allá, De Lauretis, desde una escritura construída con conceptos de la narrativa cinematográfica como el “fuera de plano” y a través de Foucault y Althusser, introducía el concepto de “tecnologías del género”, que luego irá reescribiendo en la noción de “sujetos excéntricos”. En ese momento se resignificaba la crítica feminista de cine con Laura Mulvey, quien, ya en 1975, lo había definido como aparato en el que los códigos cinemáticos crean una mirada, un mundo y un objeto y producen una ilusión cortada a la medida del deseo (masculino). Se proponía, así, la destrucción del placer narrativo y visual, como el principal objetivo de un “cine de mujeres”. Para De Lauretis (1992), en otro de sus artículos más citados, “Repensando el cine de mujeres. Teoría estética y teoría feminista” (1985), la cuestión sería: ¿qué marcas formales, estilísticas o temáticas apuntan a una presencia femenina detrás de cámara?, pregunta que no podía ser respondida con una generalización o universalización. Así, en un cine como el de Akerman, no habría solo un gestus femenino, sino dos lógicas diferentes: la del personaje y la de la cámara y el director (generalmente, “un punto de vista masculino”). El cine tenía que ver, entonces, no solo con mujeres o con “la mujer”, sino, como tecnología social y política, con la construcción del género: no habría un gestus femenino per se (antes de cualquier representación o performatividad, para Butler), sino en construcción entre el personaje, la cámara/director y el espectador. Esta representación o construcción no se produciría en un momento histórico específico, ni solo a través de los aparatos ideológicos del Estado, sino también a través de prácticas que lo resisten, como el feminismo.

En cuanto a la lectura de Deleuze, De Lauretis seguía el primer análisis que Rosi Braidotti propuso acerca de las formas que la femineidad asume en el trabajo del primero (también en Foucault, Lyotard, Derrida) y lo que consideraba el rechazo de estos filósofos a identificar la femineidad con las “mujeres reales”. Desplazando, así, no solo la ideología, sino también lo que consideraba realidad e historicidad del género en un sujeto difuso, descentrado o deconstruido. Estos filósofos apelaban a “la mujer” y nombraban “devenir mujer” el proceso de un desplazamiento que niega la diferencia sexual y el género en las “mujeres reales”. Negando esta historia de opresión y resistencia política y la contribución epistemológica del feminismo, en la redefinición de la subjetividad y la sociabilidad, habrían visto en la mujer el repositorio privilegiado del “futuro de la humanidad”, lo que supone el viejo hábito mental de pensar lo masculino como sinónimo de universal (y de identidad) y de traducir a las mujeres como metáfora. Para De Lauretis (1996), el género, como la sexualidad, no eran propiedad de los cuerpos o algo originalmente existente en los humanos, sino el juego de efectos producidos en cuerpos, comportamientos y relaciones sociales, en cuanto imaginarias e ideológicas, en sentido althusseriano. Dicho con otros conceptos, más allá de Althusser, como el despliegue de lo que Foucault llamó en Historia de la sexualidad (donde comenzó a utilizar el concepto de biopolítica), “una tecnología política compleja”, aunque no usara el término “género” y estuviera centrado, en este contexto, en el discurso y otras prácticas y no específicamente en dispositivos visuales, como la fotografía, que intervendrían en la “invención de la histeria”. Invención altamente performativa (luego cinematográfica) y, aunque este argumento del género como “juego de efectos”, paradójicamente, hace difícil pensar en una “mujer real”, anterior a este, incluso cuando el concepto de género, como el de trauma, supone un nivel no representable. Algunos años después de postular la crítica que retoma De Lauretis, Braidotti, sin embargo, afirmó que Deleuze es un gran aporte al feminismo, no tanto por lo que significaba el “devenir mujer” en tanto escritura, sino porque desesencializa el cuerpo, la sexualidad y las identidades. El cuerpo deleuziano, diría Braidotti (2000: 159), es en última instancia una memoria corporizada, diferenciada de lo que entendía como discurso posmoderno sobre el cuerpo y la negación de este último de la materialidad. Así, Deleuze (y su lectura del bergsonismo) producía un neomaterialismo, mezcla de vitalismo bio y geopolítico y lo que Braidotti llamaría “imaginario tecno-teratológico”, en el que intervienen ciencia (tecnociencia y sus consecuencias), ciencia ficción, ciberpunk, arte, cine, literatura. En este contexto, y como crítica al sujeto humanista moderno (aunque Braidotti es también crítica de la posmodernidad), la figura del monstruo es poshumana y se refiere a sujetos para quienes la cultura y las teorías sociales contemporáneas no tienen esquemas adecuados de representación. Aunque podría decirse que esta inadecuación, si alguna es posible, a esquemas modernos (estéticos, éticos y otros, teniendo en cuenta que Butler o Foucault han sido más importantes en los estudios de género, trans y en activismos intersexuales que Braidotti) estaría presente no solo en lo que Braidotti consideraba la cultura contemporánea (y en teratologías basadas en consecuencias de la ciencia moderna, como las explosiones atómicas). La monstruosidad inadecuada tiene también una larga historia para quienes no fueron “humanos” desde el comienzo de la modernidad, con toda la monstruosidad de América, del “Nuevo Mundo”, donde no habría existido en todas las culturas prehispánicas la dualidad de género, como lo expresa el término zapoteco muxe.24

Pero, volviendo a Braidotti (2000: 161), la filosofía deleuziana era necesaria, porque lo que en el feminismo era llamado nostálgicamente “nuestros cuerpos, nosotras mismas” eran “construcciones inmersas en la industria psicofarmacológica, en la biociencia y en los nuevos medios”. En medio de aparentemente ilimitadas promesas protésicas de perfectibilidad y tecnociencia, para Braidotti, como feminista de la diferencia sexual y pensadora migrante europea, esta filosofía prestaba una ayuda preciosa a quienes permanecen “¡orgullosos de ser carne!” (161). Pero habría que recordar que, incluso cuando el concepto de imagen deleuziano es bergsoniano, es decir material, en el cine –y más aún en la era digital– los cuerpos están inmersos en procesos de dispositivos tecnológicos y “la carne” en la industria cultural del mainstream, normalizada, estandarizada o vuelta carne de cañón.25

Este redimensionamiento del pensamiento deleuziano intenta no caer en un fetichismo clasificatorio. La fuerza del pensamiento de Deleuze, que en sus estudios sobre cine parece adquirir una dimensión sistemática, aunque no cerrada, antes que rizomática y se vuelve finalmente una filosofía de la memoria,26 que se diferencia de sus anteriores trabajos con Guattari sobre el tema, así como un dispositivo barroco de análisis fílmico, podría llevar a ver solo esta perspectiva. Esta arqueología fragmentaria no pretende ser una demarcación epistemológica, una aplicación de categorías imagen-movimiento, imagen-tiempo, posmemoria u otras, en una suerte de lecho de Procusto que haga encajar en el análisis o en un concepto dado un corpus de películas, o que pretenda la fijación de un canon de textos de y sobre cine. Por el contrario, además de producir una cartografía, quisiera ser una constancia de la multiplicidad y diseminación de ciertos estudios y prácticas a la hora de analizar la producción cinematográfica en Argentina, que ha llevado a replantear algunos de los problemas inherentes a la representación cinematográfica en el marco de la construcción de la memoria social y personal y a la intersección de los estudios de cine con los de memoria.

Estudios sobre cine

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