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3. Del concepto a la imagen

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Desde una perspectiva filosófica, se sitúan los conceptos en una línea que no solo diferencia su expresión, sino que permitiría pensar cómo emergen desde la positividad de los discursos en los estudios de cine. Pero también en relación con las imágenes cinematográficas a las que aluden o eluden y en relación con sus límites como herramientas teórico-prácticas, teniendo en cuenta una cierta dialéctica negativa y una imagen dialéctica que desborda la visualidad. No se trata, sin embargo, de la descripción metodológica de un campo donde, debido a su constitución inter y transdisciplinar, se trabaja con conceptos y herramientas de la historiografía, la filosofía, la sociología, la teoría literaria, los estudios culturales, la antropología o la etnografía. Siempre teniendo en cuenta que uno de los conceptos más importantes en este caso, el de imagen, parece rebasar cualquier pretensión de territorialización y especificidad y desplazar, incluso epistemológicamente, al concepto mismo12 y su larga tradición donde una de las líneas más reconocidas ha sido la de la filosofía francesa contemporánea.

Dentro de esta tradición, Georges Canguilhem, a diferencia de Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty, proponía una filosofía no basada en el sujeto, sino en el concepto. Si bien la obra de Canguilhem fue escasa, sus posiciones fueron encontrando ecos en los textos de Deleuze, Badiou y Foucault, así como en Lacan, Derrida, Althusser y, menos presente hasta hace poco en la academia argentina, en Donna Haraway, quien redefinió los conceptos de cyborg y género. Foucault indagó acerca del estatuto epistemológico del concepto en La arqueología del saber (1979), revisando los métodos utilizados en las investigaciones de archivo de sus libros, y postulando que la historia de un concepto no es la de un perfeccionamiento progresivo, sino la de diversos campos de constitución y validez, la de reglas de uso y medios múltiples de elaboración. Aunque llegaría a reconocer que si hubiera conocido la teoría crítica o Escuela de Frankfurt, habría evitado cometer muchos errores en esos libros.13

A diferencia de esta larga tradición sostenida en el concepto, actualmente la filosofía francesa y otras contemporáneas estarían, como la sociedad, capturadas por las imágenes. La imagen habría expandido tanto su territorio que, según Didi-Huberman (2012: 10), omnipresente en estos debates, si la categorización moderna se enunciaba en la pregunta kantiana “¿qué significa orientarse en el pensamiento?”, hoy más bien se vuelve difícil “pensar sin tener que «orientarse en la imagen»”. Esta cuestión no se limita a una disciplina como la estética, o a lo que desde el campo anglosajón suele clasificarse en estudios, sino, incluso, al conocimiento histórico: “habría que reescribir toda una Arqueología del saber de las imágenes, y, si es posible, hacerla seguir de una síntesis que se podría titular Las imágenes, las palabras y las cosas. En resumen, retomar y reorganizar un inmenso material histórico y teórico” (11). La imagen y sus diferentes objetivaciones (pintura, cine, video, digital…) ya no son objeto de estudio de distintas disciplinas, sino que las transforma, como a la historia (poshistoria) y a formas, estructuras y tecnologías de transmisión de memoria. Aunque en el caso de la imagen cinematográfica o audiovisual esta idea se vuelve un tanto totalizante si la imagen se identifica solo con la visualidad, dada la importancia de los sonsignos, el sonido y la música. También sería necesario repensar, aunque Didi-Huberman no lo diga, la relación entre las imágenes, las palabras y los cuerpos.

Este trabajo, sin embargo, no sigue una metodología exclusivamente foucaultiana, ni pretende producir una arqueología de imágenes. Al comenzar desde la hipótesis de que los estudios de cine se constituyen como un campo, aunque esto no pretenda anular las diferencias y contradicciones, esta noción de campo intelectual y de producción cultural permite ampliar las referencias al mundo social más allá de otras como “contexto”, “medio”, “trasfondo social”, con los cuales se contentaban, según Bourdieu (2000), generalmente la historia del arte y de la literatura. Ahora bien, un campo se entiende como un conjunto de líneas de fuerza en conflicto o como un juego. Pero estos conflictos no suelen ser explícitos. Así, a través de Foucault, podría verse en la formación de los conceptos no aquella unidad que remite a un género lógico, sino las discontinuidades que supone su emergencia. En otro nivel, la teoría de los umbrales, que describía diferentes tipos de relaciones entre enunciados, permitiría ver continuidades y discontinuidades, sin necesariamente referirse a etapas. No se busca, entonces, dejar constancia de la aparición de un concepto o un enunciado, sino la dimensión de discontinuidad en sus condiciones de existencia, sus relaciones con otros enunciados, y, de este modo, mostrar qué otras formas de enunciación que cumplen estas condiciones han quedado excluidas (Foucault, 1979).

El estudio de la historia de un concepto implicaba conocer cuáles son sus reglas de formación y, a partir de allí, verificar si distintos conceptos son resultado de las mismas reglas (con lo cual estaríamos ante una misma formación discursiva), o si producían transformaciones en las reglas y, por lo tanto, distintos niveles discursivos. Foucault no negaba que para que haya discurso tiene que haber un autor material de este, pero lo distingue del sujeto del enunciado, que no tiene que ver con la intención significativa de las palabras, ni con una identidad constante: “Hay un lugar determinado y vacío que puede ser efectivamente ocupado por individuos diferentes” (Foucault, 1979: 159). (También, más allá de Foucault, persiste la pregunta si acaso existe un lugar determinado y vacío que no puede ser ocupado por nadie en el discurso y si acaso allí surge una imagen). Lo que habría que estudiar entonces son las relaciones de la enunciación entre concepto y sujeto: ¿qué posición debe ocupar un individuo, o un colectivo, para ser el sujeto de este enunciado? La relación de la enunciación con los objetos planteaba preguntas similares. ¿Cuáles son las reglas de existencia de los objetos que son nombrados en el enunciado? Así, en este caso, esto permitiría repensar el concepto de posmemoria: ¿qué supone el concepto de segunda generación como sujeto productor de posmemoria?, ¿qué condiciones hacen posible la emergencia de esta estructura, según Hirsch, e, incluso, su aplicación a la hora de construir corpus, herramientas hermenéuticas, dispositivos de análisis, clasificaciones?14 ¿Cuáles son sus límites y cuáles sus problematizaciones, resignificaciones y reescrituras cuando se trata de la singularidad de diversas prácticas, de una obra, subjetivación o modo de existencia? También permite relacionar los conceptos con aquello otro que se enuncia en el texto, o bien podría haber sido enunciado (por ejemplo, los corpus de películas). Así el concepto o figura de genocidio en los estudios de cine, desde el umbral filosófico, se habría relacionado en un primer momento con el documental Shoah antes que con el cine sobre la dictadura argentina, como veremos en el último capítulo. Esta perspectiva permite pensar también cómo puede producirse un discurso, o sujeto del enunciado, como el de Teo de León Margaritt, quien, sin embargo, no llegó a existir como autor legitimado dentro del campo, ni como personaje histórico, incluso podría tratarse de un seudónimo. Aquí este autor y su desmesurada Historia y filosofía del cine (1947) es un personaje conceptual perdido, reencontrado en una lectura a contrapelo de los antecedentes de los estudios de/sobre cine, que permite mostrar la genealogía colonialista del género como dispositivo de imágenes. Aunque en este libro no se utiliza la palabra “género” y sería casi diez años después que en las publicaciones del Dr. John Money (responsable de cuestionables prácticas de intervención quirúrgica) se diferenciaría este término de sexo y comenzaría a usarse en el sentido de rol y orientación.

Desde una interpretación de Gaston Bachelard, Foucault distinguió entre diferentes umbrales arqueológicos (positividad, epistemologización, cientificidad y formalización) desde donde se puede pensar la emergencia de una formación discursiva, diferenciación que se tiene en cuenta al distinguir los discursos y prácticas, pero, en el caso de esta arqueología fragmentaria, no se pretende una continuidad analítica que culminaría en cientificidad, sino delinear un umbral filosófico. De este modo se podrían delimitar distintos discursos que se producen dentro de un campo o que, pertenecientes a otras formaciones discursivas, lo atraviesan y que, a su vez, podrían relacionarse con distintas estrategias y tácticas. Teniendo en cuenta entonces no solo una dimensión arqueológica, sino genealógica, en cuanto el cine es entendido como una tecnología social, como tecnología del género, como tecnología de la memoria, tecnologías que atraviesan la corporalidad, y que se han transformado en la era digital, pero que, a su vez, pueden ser puestas en crisis desde la singularidad de una obra o desde formas colectivas de expresión, desde las afectaciones que provocan, del mismo modo que la tendencia a la producción académica fijada en el paper encuentra otra expresión en la ensayística, o cuando el studium es herido por un punctum (Barthes, 1989).

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