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Capítulo VIII
ОглавлениеVeamos lo que pasaba en mi casa. Detenido en ella el Sr. D. Miguel de Baraona por ciertos achaquillos en las piernas que no le permitían zarandearse en paseos y cafés, mataba el aburrimiento escribiendo cartas o perorando, si por mi desgracia lograba echarme el guante. Jenara hacía vida muy distinta. Menos ocupada que antes en sus labores de mano, salía a la calle con alguna frecuencia, pasando largas horas fuera. Todo revelaba en la hermosa Jenara que traía entre manos un asunto importante, asunto de verdadera acción que requería tanta actividad como cavilaciones. No tuve que hacer grandes esfuerzos para descubrirlo, porque ella misma me lo reveló todo una noche junto al brasero, después que Baraona se recogió en su cuarto.
— ¿Ha averiguado el Gobierno -me preguntó- el paradero de Salvador Monsalud? ¿Sabe que está conspirando?
— El Gobierno, señora -le respondí-, lo sabe todo y no sabe nada; mejor dicho, sabiendo que se conspira a más y mejor, es completamente incapaz de descubrir y más aún de castigar las conspiraciones.
— ¡Qué Gobierno! -exclamó Jenara-. Bien dice mi abuelo que estos que hoy mandan son como los muñecos que se ponen en el campo cuando se acaba de sembrar: espantan a los pájaros, pero no a los hombres. Diga usted que sabe tanto -añadió con jovialidad-, ¿por qué no se habían de encargar a las mujeres ciertas cosas del Gobierno?
— Porque no. Ahí están Catalina de Rusia, Isabel de Inglaterra y otras, que gobernaron a sus pueblos…
— No, no es eso lo que digo. Gobiernen a los pueblos los hombres; lo que, según mi entender, podía confiarse a las mujeres, es un trabajo menudo y que no requiere ciencia de libros; por ejemplo, el descubrimiento de las conspiraciones.
— En Francia dicen que hay muchas mujeres empleadas en la policía secreta.
— Las mujeres -dijo Jenara con gravedad y gracia-, son más leales que los hombres, sirven con más ardor y más honradez a una causa cualquiera, son menos accesibles a la corrupción, poseen instinto más fino y mayor agudeza de ingenio, mayor penetración. Ustedes piensan; nosotras adivinamos.
— Es verdad; ustedes adivinan -dije con mucha sorna-. Vamos a ver: ¿ha adivinado usted el paradero de Salvador Monsalud?
— Sí señor -repuso mirándome con fijeza, y sonriendo vanidosa y triunfalmente-. Sí señor; lo he adivinado, lo he descubierto, lo sé.
— ¿Pero es broma, es sospecha o presunción?… -pregunté lleno de asombro.
— Es certidumbre, Sr. D. Juan.
— ¡Es usted un tesoro, es usted una diosa, Jenara! -exclamé con entusiasmo-. Pero dígame usted: esas salidas diarias, esa multitud de recados, esa ocupación constante durante más de una semana, ¿se han consagrado al servicio de la patria y del Rey? Me parece inverosímil.
— Si he de hablar con verdad, no he atendido gran cosa al servicio de la patria y del Rey… He tenido fijo el pensamiento en mi esposo, acuchillado y moribundo.
— Verdad es que la persona a quien queremos castigar ha sido por mucho tiempo la pesadilla y el espantajo de su familia de usted.
— Yo no sé hacer nada a medias -dijo Jenara con solemne voz-. Me impulsaba a dar estos pasos un sentimiento que inflama mi corazón, un sentimiento criminal que ofende a Dios, lo sé; un sentimiento…
— ¡Jenara!
— Sí, Sr. de Pipaón, el odio; hablo del odio que se ha fijado en mí desde hace algunos años como un puñal que me atraviesa el corazón. Incapaz de tranquilidad, escandalizada de la debilidad de los hombres, que han dejado sin castigo a tan grave criminal, me he lanzado resueltamente y con todo el ardor de mi carácter a un trabajo impropio de mi sexo y condición. He desfallecido muchas veces, he sufrido grandes sonrojos; pero al fin la fuerza de mi propia pasión me ha dado energía, y con la energía una luz extraordinaria. ¡Qué no conseguirá la voluntad de una mujer, su penetrante instinto, su admirable sagacidad!…
— Esas prendas, señora, han revuelto el mundo muchas veces, han provocado guerras y revoluciones -dije contemplándola fijamente, por ver si descubría cuáles eran las verdaderas ideas y los sentimientos efectivos de Jenara en aquella ocasión.
No era fácil averiguar esto, y en vano clavaba mis ojos en la marmórea beldad que ante mí tenía. Por experiencia sabía yo que respecto al conocimiento del alma de Jenara, era preciso atenerse a lo que decían sus labios, dejando al tiempo o al acaso la misión de describir el color y los astros de aquel cielo siempre cubierto de nubes. Al mismo tiempo no podía hacer grandes observaciones fisiognómicas, porque mis ojos, lo mismo que mi atención, se distraían con el recreo y embobamiento que tan grande hermosura les producían. ¡Lástima grande que bajo aquella serenidad majestuosa, aunque algo artificial como los papeles del teatro, se escondiese, cual serpiente en nido de rosas, el odio tan ponderado verbalmente por ella!
— Si es cierto -dije-, que merced a las averiguaciones que ha hecho usted, como principal agraviada, se logra descubrir y capturar a ese hombre, el Estado y el Rey están de enhorabuena. Precisamente nuestro amigo el Sr. Lozano bebe los vientos por ponerle la mano encima. ¿Pues y D. Buenaventura?… Poco contento se va a poner cuando yo le diga… Como que nuestro paisano es el alma y la clave de las conspiraciones. Parece mentira que una señora haya conseguido lo que intentaron hasta ahora en vano tantos y tan buenos espías…
— ¡Espías! Los de la Inquisición, lo mismo que los del Gobierno, están vendidos a los masones -afirmó Jenara con desprecio.
— Cuénteme usted todo; cuénteme esos prodigios.
Ella sonrió, y por breve rato puso los ojos en el brasero, sin dejar la sonrisa que parecía esculpida en su rostro.
— Si le contara a usted todo lo que he hecho -dijo al fin-, se asombraría de algunas cosas y de otras se reiría, formando mala idea de mí.
— Vamos a ver.
— Es preciso hacerse cargo de la impresión que produjo en mí la vista de ese hombre en la iglesia del Rosario, para comprender las locuras que he hecho. Yo estaba aterrada; parecía que me apretaban el corazón con tenazas de hierro; yo no podía dormir; la terrible imagen iba tras de mí a todas horas, infundiéndome miedo y una congoja extraña.
— Lo conocí.
— Yo presagiaba toda clase de males; atribuía a ese hombre un poder maléfico; tenía un desasosiego inexplicable. Era tal mi turbación y lo preocupada que yo vivía, que una noche creí verle deslizarse por esos pasillos como un fantasma.
— ¡Jenara!
— Sí; la imaginación me lo puso delante… ¡y con cuánta verdad! Vi su cara, sentí el ruido que hacía su capa rozando en las paredes…
Yo me quedé frío.
— Pero no… no se asuste usted… yo no creo en fantasmas. ¡Cosas de mis ojos, que suelen ver lo que no existe!… Ya me ha pasado lo mismo otras veces… Ello es que la propia exaltación mía me dio fuerzas para sobreponerme al miedo, a la congoja, y furiosa me revolví contra mi atormentador. El placer de castigarle, de hacerle sentir el peso de una mano justiciera dirigida por mí, dio mayor fuerza a mi voluntad. ¡Era preciso buscarle, burlar su astucia, sorprenderle, cogerle, destrozarle!
— Veamos lo que hizo usted.
— Desde luego, sabiendo que ese hombre estaba en Madrid parecía natural creer que vivía en alguna parte.
— Eso no tiene la menor duda.
— Yo pensé de otra manera; yo pensé que viviría en muchas partes.
— Ya… es decir, que cambiaría todos los días de domicilio para desorientar a sus perseguidores.
— Justamente. Pero esta idea tenía poco valor, mientras no se averiguase una por lo menos de las guaridas del miserable. Empecé sin resultado mis pesquisas, cuando de repente vino en mi ayuda la casualidad, proporcionándome un nuevo encuentro con él cierta noche que volvíamos a casa Paquita y yo un poco tarde.
— ¿Y le habló a usted?
— ¡Qué disparate! No me conoció: yo sí le conocí perfectamente, a pesar de que iba embozado hasta los ojos.
— ¿Y dónde fue ese encuentro?
— En la calle Mayor. Eran las nueve. Él iba en dirección a la plaza de la Villa. Paquita y yo veníamos de casa del Sr. Grima, corregidor que fue de Vitoria.
— Y usted y Paquita, llenas de terror, avivaron el paso para huir de él.
— Al contrario, volvimos atrás… y le seguimos.
— ¿Le siguieron?
— Sí, señor. Nos arrebujamos muy bien en nuestros mantones y le seguimos a cierta distancia. Como él anda tan aprisa, llegamos sin aliento a la calle de Santiago.
— Donde se escurrió por algún portal, y aquí paz y después gloria.
— Entró, sí, en una casa; pero yo no me desconcerté por eso, y con toda serenidad examiné el edificio detenidamente. Era un palacio enorme, pesado y triste, con grandes balcones y un escudo formidable sobre el del centro. Parecía la vivienda de un Grande de España, y Monsalud, al entrar en ella, iba a visitar a alguien; de ningún modo a quedarse allí.
— Muy bien pensado; pero las casas de los grandes, sobre todo si los que las habitan no son muy grandes, suelen tener bohardillas que se alquilan a gente pobre, y a las cuales se sube por la escalera de servicio.
— También pensé yo esto -dijo Jenara demostrándome su prodigioso método de raciocinio-; y para salir de duda me decidí a preguntar al portero.
— Lo que no dejaba de ser aventurado y sospechoso.
— No me importaba: yo entré resueltamente y dije al portero: «¿Vive en las bohardillas de esta casa una pobre viuda enferma, llamada Doña Petra, que ha puesto un anuncio en el Diario, pidiendo una limosna a las almas caritativas?». El portero me informó de lo que yo quería saber, diciendo: «En esta casa no hay bohardillas alquiladas, ni aun vivideras, ni aquí vive nadie más que mi amo el Sr. Conde…». Ya estaba segura de que Monsalud no vivía allí y de que más tarde o más temprano saldría. Paquita y yo nos llenamos de paciencia, y aguardamos.
— ¡Qué valor, qué constancia sublime!… En una noche fría… dos mujeres solas en la calle.
— Nadie se metió con nosotras. Antes de las once Monsalud salió.
— ¿Y le siguieron ustedes?
— Le seguimos. Él miraba atrás algunas veces; pero viendo transeúntes indiferentes o mujeres, seguía tan tranquilo.
— ¿Y fue larga la segunda caminata?
— No muy larga. Entró en el café de Levante, pero no por la puerta del local público, sino por otra lóbrega y estrecha que hay al costado y por la cual creo se sube a la tertulia.
— Así es en efecto. Supongo que no entrarían ustedes en el café ni aguardarían tampoco la salida del aventurero, porque tales garitos no se vacían hasta la madrugada.
— Entrar no; pero aguardar sí -me contestó con una serenidad que me dejó pasmado-. En aquella acera, que es de gran tránsito a causa de las puertas de los cafés cercanos, hay muchas mujeres y chicos que piden limosna, castañeras, ciegos que venden villancicos, y también muchos rateros y gente sospechosa, con la cual alternan en amor y compaña los alguaciles. Paquita limpió el lodo junto a la puerta por donde él había entrado y por donde esperábamos que saliera, y…
— ¡Jesús, María y José! -exclamé interrumpiéndola-: ¿fue usted capaz?
— Sí señor; nos sentamos allí -repuso con la mayor naturalidad del mundo-. Con los mantos sobre la cabeza, no nos diferenciábamos gran cosa de la sociedad allí reunida… Yo no me acobardaba ante ningún obstáculo. Resuelta a marchar derecha a mi objeto, llena y encendida toda el alma con la llama de un aborrecimiento que era mi sostén y mi martirio, no reparaba en dificultades. Sólo así se vence, Sr. Pipaón.
— ¿Y hasta cuándo duró la guardia?
— Hasta las cuatro de la mañana. Fue aquella noche que estuve fuera de casa. ¿Se acuerda usted? Entré por la mañana diciendo que había estado acompañando a una amiga parturienta.
— Me acuerdo, sí.
— Hasta las cuatro, sí. Nos levantamos de allí medio heladas -continuó riendo-. Él salió con otros tres; marchó hacia la calle Mayor. A la entrada de la de Boteros, uno de ellos se separó, y Monsalud con los dos restantes entró en la plaza. Les seguimos a bastante distancia; pasaron a la calle de Toledo y pasamos también nosotras. Detuviéronse en la esquina de la calle Imperial, y entonces resolvimos adelantarnos y pasar junto a ellos para que no sospecharan que les seguíamos. Cuando pasamos oí claramente la voz de Salvador, que decía a sus compañeros: «Estoy muy fatigado, y me voy a acostar…». Siguiéndole, pues, hasta el fin, era seguro que sabríamos dónde vivía.
— ¡Qué admirable paciencia! El más astuto y diligente alguacil no haría otro tanto.
— Esto no puede hacerlo la justicia que es mercenaria y venal; lo hace una mujer.
— ¿Y dónde vivía?
— En la calle de Segovia. Detúvose en una puerta, y después de dar varios golpes, bajaron a abrirle y entró.
— Dando fin con esto a las investigaciones de usted, pues no creo…
— No entramos… ¡qué disparate! Pero examiné cuidadosamente la casa. En los balcones del piso segundo de ella había los papeles que suelen ponerse en las casas de pupilos. En la parte exterior del portal vi una muestra que anunciaba lo siguiente: Pepita Rojo, bordadora en fino. En el principal, otra tabla decía Planchadora; y en el tercero había un balcón roto y algunos tiestos.
— ¿Significan algo el balcón roto y los tiestos?
— Nada; pero lo digo para que vea usted cómo examiné uno por uno todos los accidentes de la fachada de aquella casa, como se examinan las facciones del facineroso que nos ha robado, para poder dar sus señas a la justicia.
— ¿De modo que le tenemos allí?
— No cante usted victoria todavía, señor mío, que aún falta mucho por contar… Nos retiramos a casa. Yo calculaba que un hombre que se acuesta a las cinco de la mañana no podría levantarse muy temprano.
— ¿Pues qué? ¿Proyectaba usted nuevas excursiones? -pregunté con la mayor sorpresa.
— A las ocho, después de charlar un poco con mi viejo, estábamos en la calle Paquita y yo. ¿No se acuerda usted?
— Sí, me acuerdo.
— Salimos, sí, en dirección a la calle de Segovia. Llegamos; pregunté en el portal por Pepita Rojo, bordadora en fino, y dijéronme que vivía en el sotabanco; Paquita entró en la casa de huéspedes del segundo pidiendo pupilaje.
— ¡Qué demonio! Fue cuando Paquita estuvo fuera de casa tres días, y usted dijo que había ido a Daganzo de Abajo a ver a su madre, enferma.
— Eso es. Yo entré en casa de la bordadora a encargarle una obra muy difícil y costosa. Sin hacer alarde de riqueza, me mostré generosa; volví al día siguiente, llevando un regalito a sus niños; conocí a su marido, que es herrero, y no parecía tener trato alguno con revolucionarios; pero ni mi observación ni mi dinero me dieron luz alguna.
— ¿Y Paquita?
— Vivió allí tres días. Hízose, por encargo mío la desenvuelta, para comunicarse fácilmente con los demás huéspedes, y principalmente con un tal Núñez, algo misterioso, que en la misma casa vivía, teniendo consigo a un primo, que se decía recién llegado de Valencia.
— Ese primo…
— Yo iba a visitar a Paquita, porque esta no podía hacer gran cosa sola. Apenas había visto la fisonomía de Monsalud y no conocía el metal de su voz. El tercer día de mi visita temblé de pavor y al mismo tiempo de alborozo; había oído la voz del miserable en una habitación inmediata. Al punto nos encerramos, y Paquita, practicó sigilosamente un agujero en el endeble tabique detrás de un cuadro. Oímos algo; pero nada importante. Núñez y Monsalud habían llamado a la patrona y contaban el dinero para pagarle, pues se marchaban de la casa. Su conversación era indiferente, y ni una palabra dijeron que indicase cuál iba a ser su nuevo domicilio. Llegó entonces un tercero, salieron todos, y metiéndose en un coche que a la puerta les esperaba, partieron, sin que fuera posible averiguar nada.
— ¡Perdido otra vez! ¿Y no se dio usted por vencida?
— Nada de eso. Paquita y yo entramos después en conversación con la patrona, tratando de descubrir algo; pero nada sacamos en limpio. La buena mujer ponderó la puntualidad y largueza con que semanalmente le pagaba Núñez, calificando a este y a su primo de excelentes sujetos. No hacía un cuarto de hora que habían salido, cuando llegaron… ¿quiénes dirá usted?
— No sé.
— Los alguaciles de la Inquisición de Corte, con un señor familiar a la cabeza.
— ¿A prenderles? ¡Estuvieron buenos!… Esa gente es como el humo: lo ve uno y no puede echarle mano.
— Tranquilizada y en paz la casa, luego que los alguaciles, con el señor familiar al frente se marcharon, reanudamos nuestra conversación Paquita, la pupilera y yo. Fingí ser persona de escasos posibles, viuda de un militar, y dije que me acomodaría en aquella casa al lado de mi amiga, si me admitían por poco dinero. Era mi deseo penetrar en la habitación abandonada por los fugitivos, para ver si habían dejado algún objeto que aclarase un poco las tinieblas en que me encontraba. Enseñome el cuarto la posadera, y al punto lo examiné todo, paredes, muebles, piso. En un rincón de este había varios pedazos de papel, una carta rota. En un momento en que estuvimos solas, los recogí, y guardados cuidadosamente, me los traje a casa para juntarlos y leerlos.
Diciendo esto, sacó de su costurero un papel en que estaban pegados los pedazos de la epístola.
— Lo que pude reunir y junté de este modo -dijo mostrándomelo-no es más que una tercera parte de la carta, y sólo resultan frases sueltas de oscuro sentido. Vea usted: «… mingo a las nueve de la noche te espero en la esquina… ana vieja no puedes venir a mi casa… que mi ma… Caraban…, enojada, furiosa y no mereces… Andrea».