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Capítulo IX
Оглавление— No entiendo una palabra de esta monserga -dije, devolviendo el papel.
— Pero basta fijarse un poco para comprender que es una cita amorosa. La firma de la dama es Andrea.
— ¡Andrea!… -conozco yo varias Andreas.
— A mí no me importaba conocer a la dama: lo principal era saber el punto en que se verificaría la cita amorosa, y esto bien se descubría reflexionando un poco.
— ¿En dónde?
— En la esquina de la calle de la Aduana vieja.
— Es verdad… el domingo. ¿Y fue usted?
— ¿Pues no había de ir? Aquella noche Paquita y yo la pasamos también en claro. Vi a los dos amantes. Se me figura que él no está muy entusiasmado; ella debe de valer poco; separáronse pronto.
— ¿Y le siguió usted de nuevo?
— Por todo Madrid; hasta que después de diversas paradas y escalas aquí y allí, paró cerca de la madrugada en la casa donde vivía y donde vive ahora.
— ¡Admirable, sorprendente!
— Desde que descubrí su nuevo albergue comenzó Dios a favorecerme, porque Paquita reconoció en aquella la casa donde vive una parienta suya y paisana, con la cual tiene muy buena amistad. Fue a visitarla al día siguiente, y por ella supe que el marido de Doña Teresona (que así se llama la de Daganzo) es portero, conserje o guardián de la tal casa, perteneciente a bienes mostrencos y habitada por un administrador de estos. El Sr. Roque pertenece en cuerpo y alma al habitante principal de la casa. Es difícil corromperle; pero no así la señora Teresona, que insensible primero a mis ruegos, se ablandó con los regalos que le hice. Todos mis ahorros y el producto de parte de mis alhajas que vendí, lo he empleado en tentar la codicia y ganarme la voluntad de aquella mujer. He penetrado anoche en la casa, y escondida en un miserable cuarto trastero que da al patio y a la escalera grande, he visto entrar a Monsalud con otros dos, encender luz y encerrarse en la única pieza habitable del piso alto, cuyos largos corredores desnudos, abiertos, fríos y solitarios tiemblan y crujen cuando alguien pasa por ellos. Nada más necesito decir a usted sino que cuando la justicia quiera apoderarse del conspirador, puede hacerlo cómodamente y sin peligro ni ruido.
— Mañana mismo -dije frotándome las manos de gozo-. ¡Gracias a Dios! España verá al fin un día de justicia, ya que ha visto tantos de bajezas, debilidades e infames sobornos.
— ¿Y se hará justicia?, pregunto yo ahora -dijo Jenara con energía-. Este indigno espionaje que he referido, ¿será un vano capricho de mujer furiosa?
— La Inquisición sabe dónde tiene la mano derecha.
— La Inquisición no sabe nada -repuso ella con desprecio. Sueño con la justicia, y la justicia debe hacerse, debo hacerla yo misma. ¿Para qué he de fiar mi justa venganza a la Sala de Alcaldes o a la Inquisición? ¿Necesito acaso de ellos? ¿Por ventura no estoy yo aquí?
Al decir esto, el vivo rayo de sus ojos indicaba una contumacia y una virilidad (permítase la palabra) que me infundían miedo. Aquella mujer no necesitaba de nadie para realizar sus ideas.
— Veo -le dije-, que usted será capaz de suplir con su acerada voluntad a nuestra débil e impotente justicia. A tanto vilipendio han llegado el siglo y los tiempos, que una mujer sola, sin más auxilio que su corazón de fuego y su iniciativa poderosa, podrá dar satisfacción a la moral pública y a la patria ultrajada. ¡Admirable espectáculo! ¡Cuán grande es la mujer cuando quiere serlo! ¡Qué heroísmo! ¡Qué lección a los vanos y corrompidos hombres, señora!… Dios infunde a una mujer esta energía potente; Dios envía un destello de su justicia sobre el ser más débil y más bello de la creación, para que la gran idea no se extinga en el mundo. Yace la autoridad hecha pedazos en el fango de las logias y en las alfombras de los palacios. Dios da a una mujer el encargo de recogerla, y la gran fuerza vuelve a brillar como un acero terrible sobre la cabeza de los pueblos, atontados y embrutecidos por el democratismo y la revolución…
Jenara, profundamente abstraída, no contestó nada a mis ditirambos.
— Pero yo -continué con el mismo calor-, yo, en cierto modo representante de esa justicia oficial que tan mal cumple sus deberes, estoy interesado en que recobre su esplendor; he adquirido cierto compromiso en este asunto, y por tanto, me atrevo a reclamar el delincuente.
— ¿Para prenderle mañana y soltarle pasado mañana? -dijo con el mayor desdén.
— No, yo juro a usted por Dios que nos oye, que Salvador no quedará esta vez sin castigo… Pues no faltaba más… Respondo de ello…
— Es usted como todos -me dijo gravemente-. Pero este asunto me causa tanto terror, que no puedo empeñarme en llevar adelante mi primer pensamiento. Es una locura, un extravío… Mi corazón irritado y furioso me ha impulsado hacia un fin terrible; pero en mi alma hay también destellos de luz religiosa; tiemblo, retrocedo y me digo: «Jenara, ¿qué vas a hacer?…». Mientras buscaba a mi insultador y asesino de mi esposo, no me causaba espanto el considerar la merecida expiación de sus culpas; pero ahora que le tengo, ahora que le veo en mi poder, casi puedo decir dentro de una jaula, siento frío en el corazón. «¿Qué debo a hacer?» me pregunto. Si fuera hombre, la cuestión estaba resuelta. Si mi esposo estuviera aquí, también. Pero me encuentro sola. ¿Qué puede hacer una mujer? Antes me condenaré a los tormentos del despecho toda mi vida, que comprar con oro una mano extraña. Si tan horrible idea cupo un día en mi cerebro, hoy la rechaza mi corazón… Le tengo en mi poder y vacilo… Cuando le perseguía, todas las ferocidades del castigo, hasta el asesinato, me parecían naturales… Mi mano le coge al fin, y todo es congoja e indecisión… Ahora me acuerdo -añadió sonriendo-, de un caso ocurrido el otro día y que no por trivial, deja de ser muy apropiado a lo que ahora nos ocupa. Dispénseme usted lo frívolo del cuento y óigalo. Durante muchas noches me mortificaba en mi cuarto un miserable ratoncillo, quitándome el sueño y adjudicándose multitud de objetos de mi propiedad. Cuanto ideamos Paquita y yo para apoderarnos del vándalo fue inútil. Yo me desesperaba, y desvelaba por las travesuras ruidosas de nuestro intruso, tramaba mil proyectos de exterminio contra él. Estrujarle, aplastarle, quemarle vivo, ahogarle, todo me parecía poco. Oyendo el rumor de sus dientes y sus menudos pasos, mi corazón se abrasaba (no se ría usted) en furores de venganza. Ningún placer había comparable al placer de verle en la boca de un gato o en las tenazas de la cocinera, o en las manos de un pilluelo de las calles… Por último, le cogí en la ratonera que usted nos dio. Cuando le vi preso y en capilla, toda aquella tempestad de crueldades que rugían en mi corazón desaparecieron como por encanto: aparté la vista con horror y repugnancia, y entregando la ratonera a Paquita, le dije: «mátale donde yo no le vea ni le sienta»… ¿Querrá usted creer que me puse nerviosa… que casi estuve a punto de llorar… que fui corriendo de mi cuarto, porque desde él se sentían los chillidos lastimeros del pobre animal?
— ¡Corazón generoso en voluntad firme! -exclamé-. Bien, señora mía; entrégueme usted esa ratonera donde acaba de caer el vándalo. Yo juro…
— Usted jurará todo lo que quiera; ¿pero de qué valen todas sus buenas intenciones contra la flojedad del Gobierno? Le prenderán hoy, y mañana…
— Hay una gran irritación contra él; y no es fácil que se le suelte. Vea usted cómo la señora Fermina Monsalud cayó en poder de la Inquisición hace años, y aún se pudre en un calabozo, a pesar de los esfuerzos que hacen los masones para salvarla.
— La prisión y el tormento que han dado a esa buena mujer es una iniquidad que me horroriza.
— ¡También usted se interesa por ella!
— Por la justicia. Toda infamia me irrita, y jamás perdonaré a mi esposo y a mi abuelo la crueldad con que han tratado a esa pobre señora inocente. ¿Es ella responsable de los crímenes de su hijo?
— Hasta cierto punto…
— Hasta ningún punto -dijo bruscamente y con enojo-. ¡Cuántas veces he reñido con Carlos, echándole en cara su conducta en este particular! ¿No es inicuo, no es contrario a todas las leyes divinas y humanas atormentar a una infeliz mujer, para qué?… para que declare que es cómplice de los crímenes de su hijo. Si no lo es, ¿cómo ha de declararlo?
Advertí en el semblante de Jenara una emoción muy visible, fenómeno raro en ella. Era la primera vez que aparecía conmovida durante nuestro largo coloquio de aquella noche.
— Veo que el odio de que hablaba usted hace poco -le dije-, tiene también sus suavidades.
— Sobre mi odio está mi justicia -repuso-. Y qué, ¿puede negarse que esta iniquidad de mi familia atraerá sobre nosotros la cólera de Dios? Yo preveo desgracias, yo preveo desastres en mi casa. ¡Ay!, ¿por qué no somos felices? En este matrimonio, en esta joven familia llena de tristezas, hay una cosa negra que todo lo envuelve.
Quedose meditabunda. Contemplándola y tratando de penetrar en los antros de su alma, yo decía entre dientes:
¿Qué misterios hay en ti, mujer? ¿Qué tienes detrás del cielo de esos ojos?
Luego hablé en voz alta, diciéndole:
— Verdaderamente es una crueldad inútil atormentar a esa desgraciada. Se conoce que Salvador bebe los vientos por librarla de los señores inquisidores. Ya vio usted aquella insolente hoja…
— Debió usted hacer algo en pro de la infeliz mujer -dijo en tono de viva reconvención-. ¡Qué ocasión tiene usted para hacer una obra de caridad y contentarme al mismo tiempo!
Dijo esto, y se levantó con la súbita agitación de una persona impaciente.
— ¿Qué más deseo yo sino agradar a usted?
— Dirá usted que es capricho; pero mi conciencia me repite que es ley.
— Y lo será.
— Usted tiene buenos sentimientos.
— Sin duda.
— Pues haga lo que piden la justicia y la piedad: empéñese usted con Lozano para que mande poner en libertad a la mártir Fermina Monsalud.
Yo me quedé perplejo. La animación de Jenara, su encendido color y el rayo de sus ojos indicaban sensibilidad muy viva. El cambio repentino de aquella alma que había pasado de la fría impasibilidad inquisitorial a un arranque de compasión ardiente, me confundía.
— Es difícil que Lozano de Torres consienta…
— Pues me quedo con mi prisionero -exclamó, con un destello de ira-. Yo haré de él lo que me convenga.
Alcé los hombros, y sin decir nada, acerqué las palmas de mis manos a la lumbre.
— Me guardo mi prisionero; me guardo mi víctima; me guardo mi reo. Yo le pondré en capilla cuando me convenga.
— Bueno -dije sencillamente-. En ese caso no hay nada que añadir. Lo más que puedo hacer es hablar a Lozano de Torres.
— Y hacerle ver la injusticia y atrocidad que están cometiendo -añadió suavizándose-. ¡Ay, Pipaón; desde hace tiempo deseaba yo que alguien de esta casa se interesase por esa pobre mujer! No me atreví a decirlo por no enfadar a mi abuelo; pero créalo usted, ¡me causaba tanta pena!… Tenía vergüenza de manifestarlo; ¡parece mentira que cause bochorno la piedad!… Se me figura, además, que esta horrible injusticia ha de traer grandes calamidades a mi familia; pienso mucho en esto, estoy viendo venir el castigo de Dios.
— Nada, nada, señora, por mí no quedará.
— Pero qué locuras digo -añadió, tranquilizándose-. ¡He dicho que guardaba a mi prisionero!¿Para qué le quiero yo?… No, la obra de caridad que solicito nada tiene que ver con ese hombre. El perdón de la madre inocente hará resaltar más la justicia si se castiga al hijo malvado.
— Usted ha dicho que se reservaba para sí el prisionero.
— Una tontería, Pipaón. ¿Quiere usted saber ahora mismo dónde está Salvador? En la calle del Divino Pastor, núm. 4, junto a Monteleón.
— Gracias, gracias.
— Justicia, pido justicia; y pues usted se presta a hacerla en mi nombre, ponga usted en libertad a Fermina Monsalud; líbreme usted de ese remordimiento que sufro por crueldades ajenas; aparte usted de mi familia y de mí esa sangre que está cayendo gota a gota sobre nosotros, y lo agradeceré con toda mi alma.
— Lo intentaré, señora; pero estoy confuso. Los extraños sentimientos de usted no se explican fácilmente. De pronto una furia inquisitorial contra el hijo… de pronto una sensibilidad plañidera en favor de la madre. ¿Qué es esto?
— ¿Acaso lo sé yo? Amigo D. Juan, la holgazanería del corazón trae estos extremados apasionamientos.
— ¡La holgazanería del corazón!
— La falta de afecciones tranquilas. Mi soledad, el alejamiento de mi marido, el no ser ni madre, ni hermana de nadie, traen un estado en que el corazón ocioso trabaja buscando afectos. Es como un desheredado que ha de ganarse la vida. Trabaja, discurre o coge lo que encuentra.
— Me alegraré de que el Sr. D. Carlos vuelva pronto. Entre tanto, señora, abogaré por la mamá; y en cuanto al hijo…
— No le nombre usted más -repuso, volviendo el rostro con repugnancia-. Lo que resta por hacer no me corresponde a mí. Cójale usted, enciérrele, mátele, descuartícele enhorabuena. No me verá usted conmovida ni alarmada, con tal que el castigo se haga lejos de mí.
— Le cogeré, le encerraré, le mataré, le descuartizaré.
— Le entrego a usted la ratonera -dijo riendo-, y aparto la cara y me tapo los oídos. Mi rencor acaba donde empieza el verdugo.
— Muy bien; en el otro asuntillo yo hablaré mañana mismo al ministro.
— No diga usted que es cosa mía. Si Carlos lo supiera…
— No, lo haré por mi cuenta. Dudo mucho que consiga nada…
— Insista usted. Ponga usted ese favor por condición ineludible para la entrega del conspirador más atrevido de estos tiempos.
— No es mala idea. ¿Y no se nos escapará de aquí a mañana?
— ¿Cree usted que he gastado en balde mi dinero y mi tiempo? -dijo en tono de seguridad-. Esté usted tranquilo.
— Pues no hay más que hablar.
— Nada más.
Y nos despedimos para retirarnos.