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Capítulo XVI

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Sentí que la sangre se me trocaba en hielo, los cabellos se me pusieron de punta y por breve rato estuve sin respiración. Mi primer impulso, cuando pude tener impulso, fue buscar con la vista un hueco por donde echarme fuera de allí. Mi mayor confusión consistía en no poder asociar estas dos ideas: la Inquisición y el Sr. Mano de Mortero.

— No te asustes -dijo Monsalud-; aquí estamos tan seguros como en tu casa. Después de todo, esto no es tan feo como parece desde arriba.

Acudió en tropel a mi mente todo lo que había oído, visto y leído referente al temible tribunal. Aquel solitario y lúgubre sitio en que me encontraba desmentía un poco con su silencio y abandono las ideas de espanto que invadieron mi cerebro, porque ni se oían lamentos, ni se veían los humanos cuerpos arrastrando cadenas sobre el ensangrentado suelo. Con todo, aquel lugar, bastante pavoroso por sí, lo era mucho más desde que la fantasía lo asociaba a la tremenda Inquisición. No podía uno menos de considerarse sepultado allí. No bastaba que la razón dijera: estoy libre; el corazón se sentía estrechado por una mano de bronce, y el cuerpo se reconocía cobarde hasta para huir.

Era imposible dejar de ver en los indefinidos objetos que obstruían el paso horribles aparatos de tormento, que, como manos ávidas, alargaban sus garfios para agarrarle a uno las carnes; era imposible dejar de ver en movimiento toda aquella maquinaria infernal, y los apagados hornillos encenderse, cual miradas del Infierno, ascuas que resplandecían contemplando y llamando a sus víctimas; y los tornos girar, zahiriéndolas con su irónico chirrido, semejante a pullas de vieja; y los potros estirarse, deseosos de descoyuntarse a sí mismos mientras no les dieran cuerpos humanos que desbaratar; y abrirse las cajas, murmurando un gruñido sordo, como bostezo de Satanás, para cerrarse luego, tragándose un cuerpo humano palpitante aún de rabia y dolor. Era imposible dejar de ver brazos amenazadores, escuetas figuras de angustia, semblantes doloridos, luengos trajes negros y garabateadas dalmáticas de ignominia, monteras de papel llenas de gatos y diablillos pintados, y horribles caperuzas sin rostro, con dos agujeros por donde asomaba la Suprema sus insaciables ojos, buscando la herejía.

Al cabo de un rato de observaciones, distinguí varias puertas a un lado y otro.

— ¿Son esas las mazmorras donde están los presos? -pregunté a mi amigo.

— Mazmorras son; pero no hay presos.

— ¡Que no hay presos en la Inquisición!

— No: esto es ya una broma, un cachivache histórico que sólo asusta a los niños de teta. Los dos o tres presos que hay están en el piso segundo, y se pasean por los corredores tomando el sol.

— ¿Y estos instrumentos de suplicio?

— Tú ves visiones: aquí no hay nada que sirva para dar tormento -dijo Monsalud, dando un puntapié a una caja vacía que retumbó con lastimero acento-. ¿Ves esto? Pues es una caja de botellas de vino.

— Desechos de la comilona que tuvieron el otro día los señores -dijo Mortero.

— ¿Y aquellos maderos que allí se ven? -pregunté señalando unos palos en cruz, cuyo aspecto me parecía el más siniestro que se podía imaginar.

— Es un catre de tijera colocado patas arriba.

— ¿Y aquello que luce y parece metal?

— Un brasero viejo.

— ¿Y aquello que tiene cadenas y unas como pesas?

— La garrucha vieja que estaba en el pozo del patio grande -repuso Mortero.

— ¿Y aquel cilindro horrible?

— Un tambor que servía al pregonero de la Bula.

— ¿Y aquella argolla enorme?

— El aro de una pandereta con que jugaba en las Pascuas del año pasado el niño del conserje.

— Por allí veo unas al modo de mandíbulas, que parece se van a comer a todo el género humano.

— Si es un fuelle viejo sin cuero.

— Y una caperuza.

— Fue la que me puse el Carnaval pasado.

— Algunos cachivaches de tormento deben de quedar aquí -dijo Monsalud.

— Pero están hechos pedazos y cada pieza por su lado -repuso Mortero-. Yo cojo todos los días madera y hierro para remendar las guitarras, y hacer obra nueva. Si no fuera esto no tendría materiales para la juguetería… Hago caballitos, nacimientos, peonzas, aros, ballestas y mil diversiones para los niños… Lo que servía para atormentar se lo llevaron hace poco a la cárcel de la Corona en la calle de la Cabeza… lo pidieron las comisiones de Estado… Lo que ahí queda, entre los ratones y yo lo acabaremos.

Después del temor que yo había experimentado, sufrió mi alma una transición notoria: un vivo sentimiento de lo cómico se apoderó de mí. Produjo estos efectos la disparidad que resultaba entre el terrible tribunal, como la mente lo concebía, y la grotesca realidad de sus calabozos; pero lo que principalmente había enfriado de súbito mi terrorífica excitación, era la voz, el gesto, la figura del miserable viejecillo, cuya persona en aquellas oscuridades inofensivas se asociaba al siniestro exurge domine. Era aquello como el despertar en sainete después de haber soñado tragedias. Como alta torre que se desploma, así cayó ante mis ojos el tremendo aparato fantástico de la Inquisición de Corte, y roto el negro capuchón, aparecía desnudo el vil mamarracho, cuya grotesca risa más inspiraba desprecio que horror.

— Pero ¿usted quién es?, ¿qué hace usted aquí? -pregunté a Mortero sin poder refrenar mi curiosidad.

— Yo barro las salas bajas -respondió-, limpio el patio, hago recadillos a los señores, les arreglo el calzado, subo agua, voy por una onza de rapé, saco a paseo los niños del conserje, y remiendo y compongo los sillones, las cajas, las mesas y la estantería del archivo.

Mirándole y recordando al fin su historia, no pude menos de echarme a reír. Era un antiguo chalán del Rastro, contrabandista y capitán de matuteros, gran maestro de las tomadoras del dos y hombre de empuje para todas las empresas difíciles de Madrid las industrias de compra y venta establecidas en la Ribera de Curtidores. Mano de Mortero tuvo mala suerte. Parece que la justicia dio en decir que el almacén de aquel varón insigne se abastecía del hurto, teniendo por principales acopiadores a todos los ladrones de la Corte.

¡Infame y vil calumnia! Víctima de ella, el pobrecito Mano de Mortero hubiera sido indignamente perseguido sin la caritativa intervención de los padres de la Merced que le tenían particular afecto; y no sólo le libraron estos de las execrables garras de la justicia, sino que lograron colocarle en un puesto humilde, pero honroso, dependiente de la conserjería de la Inquisición de Corte. El sueldo era casi una limosna; pero Mortero era Mortero y se las ingeniaba en aquellas profundidades. Llevó toda su hacienda al lóbrego departamento que le destinaron y no le faltaban industrias que ejercer. ¡Extrañas anomalías del siglo! La casa de la Inquisición ofrecía un refugio al inválido de la matutería, al insigne Aquiles retirado de las epopeyas del contrabando, al atleta de las luchas con la autoridad civil. Cuando le hacían notar esta coincidencia singular y el amparo que recibía en su vejez, decía sonriendo:

— Buenos barriles de vino les he regalado en mis buenos tiempos. No volvía nunca a Madrid de mis viajes sin traerles la sarta de chorizos, la pieza de cotonía inglesa, el jamón de Portugal o las docenas de pañuelos del Bearn…

La Inquisición no era muy escrupulosa en aquellos tiempos para elegir el bajo personal que le servía. Todo el mundo sabe que cuando la de Murcia se encargó de los presos políticos después de fracasada la intentona de Torrijos en 1817, tenía por carcelero a un gitano. Fácil fue a los conspiradores que no habían sido puestos a la sombra, salvar de la prisión a sus compañeros. La respetable persona que los guardaba hizo lo que puede suponerse. El historiador que se ocupa del gitano, dice que en Madrid no estaba la Inquisición mejor servida que en Murcia; pero no nombra al insigne Mano de Mortero, sin duda porque este gitano era más oscuro y subterráneo que el de Murcia. Lo que sí dice es que ciertos conspiradores habían encontrado medio de penetrar en la Inquisición desde una casa cercana, a la cual por el mismo camino, vamos a pasar ahora Monsalud, yo y mis lectores, si quieren por entre estas tinieblas seguirme.

Pronto dejamos las bóvedas de la Inquisición, subimos otra escalera, pasamos a un patiecillo, donde despidiéndonos cordialmente nos abandonó el Sr. Mano. Salvador llamó a la puerta que allí se veía, y abierta por un hombre de aspecto común, nos encontramos en una casa, en una verdadera casa, como todas las que habitamos los hombres. Me parecía mentira que estaba ya fuera de la región de oscuridad y miedo.

— Aquí se respira, aquí se vive -dije a Salvador.

Después de atravesar varias piezas, llegamos a una en que había varios estantes con libros, mapas, planos, esferas geográficas y otros objetos que convidaban al estudio.

— ¿Pero estamos en una academia? -pregunté-. Hemos pasado de la Inquisición a los libros… ¡Cuán cerca están el gato y el ratón!

— ¿No ha venido nadie? -preguntó mi amigo al hombre que nos guiaba.

— Sí señor -repuso este-. Allá están los señores López Pinto, Infante, Zorraquín y media docena de paisanos.

— ¿Pero en dónde estamos? -pregunté con viva curiosidad cuando nos dirigíamos al sitio que el portero, criado o lo que fuese designó simplemente con la palabra allá.

— ¿No has oído decir que Su Majestad nombró en 1814 una Comisión de oficiales del ejército, para que escribiese laHistoria de la guerra de la Independencia?

— Sí. Dicen que la obra está atrasadilla.

— ¿No sabes que se dio a la Comisión un edificio de Mostrencos para que en él se reuniese, y con todo recogimiento y comodidad pudiera dedicarse a sus trabajos?

— Sí, en la calle de la Flor Baja.

— Pues en esa calle y en el edificio de la Comisión estamos. Sólo que los señores oficiales…

— En vez de dedicarse a escribir, se dedican a conspirar. También lo había oído decir. Pero hace poco, ¿no se disolvió la Comisión?

— Sí; pero ellos conservan las llaves del edificio y se reúnen aquí algunas veces. Has de saber que esto no es logia masónica; es una junta de patriotas. La iniciación es sencillísima, y basta ser presentado por cualquiera de nosotros.

— Pero esta reunión… ¿cómo la tolera el Gobierno?

Monsalud alzó los hombros.

— Yo creo que el Gobierno tiene noticia de ella; pero el Gobierno está también minado, como está minada hasta la misma Inquisición.

— Por cierto que no acabo de explicarme…

— A poco de frecuentar esta casa, descubrieron algunos que, haciendo una pequeña obra, se podía pasar fácilmente por los sótanos del edifico al cercano de la Inquisición. El arquitecto de estas viejísimas casas previó la confusión que había de venir con los tiempos nuevos y el trabajo socavador de las ideas que por todas partes se meten y toda histórica muralla horadan. Logramos seducir primero a dos o tres empleaduchos del Tribunal, y por último al conserje mismo. Hasta se me figura que algún inquisidor debe de tener noticia de que solemos pasar allá y revolverles un poco el archivo, pero no se atreve a decir nada, porque nos tienen miedo.

— ¡Miedo los inquisidores!

— O simpatía… también puede ser. La Inquisición es hoy una cosa que se aburre, un instituto infinitamente fastidiado de sí mismo. Sus procesos son un bostezo. Si en los Tribunales de provincia se conserva bastante rigor (testigo de ello, mi madre), el de Corte es una decrepitud lela, un aburrimiento, como te he dicho, que anuncia la paralización del sepulcro. Nos burlamos de este perplejo estafermo, que se duerme con el azote en la mano. El tunante Mortero, convirtiendo en juguetes para la industria los instrumentos de suplicio, te dirá más que todos los razonamientos. Por cierto que no se ve tipo más truhanesco que este antiguo chalán del Rastro, a quien la Inquisición ha dado asilo en su casa. Una noche estaba yo en la habitación de él admirando sus industrias y oyéndole contar graciosas historias, cuando vi entrar a doña Fe. Mientras nosotros ganábamos al buen gitano, este había explorado la vecindad y héchose amigo de tu sirvienta. Los dos se entendían admirablemente. En prueba de ello, busca bien en tu casa y encontrarás no pocos platos de menos.

— Ya lo he notado.

— Comprenderás que sentí curiosidad y deseos de entrar en tu casa, y que, dado el carácter de Doña Fe, no me fue difícil conseguirlo.

— Tú mismo me dejaste el papel… ¡Si supieras qué rato me hiciste pasar…!

— Esta noche entré como has visto y por los motivos que ya sabes. Vine aquí después del lance ocurrido en mi casa, y hallándome en esta misma sala, lleno de confusión, perplejidad y amargas dudas, resolví hacerte una visita. Ya ves cuán fácil y natural explicación tiene lo que a ti te ha parecido efecto de masónicos conjuros. No tengas por masones a Doña Fe y al criado que ella misma te propuso; tenlos por dos grandes tunantes; échalos a la calle y cuida mejor las puertas de tu casa.

— ¡Vive Dios, que has hablado como un libro! Ahora dime qué vamos a hacer aquí, y con qué clase de gente tenemos que habérnoslas.

— Ya te he dicho que esto es una reunión de patriotas pura y simple, no una logia masónica. No esperes nada misterioso ni formulario. Eso lo hay en otras partes; pero la revolución es tan urgente y tiene tanta prisa, que ha dejado a un lado los floretes para tomar las espadas.

— Pues adelante; entremos.

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