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Capítulo XIV

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— Gran bien me ha hecho tu huéspeda sacándome de dudas. Al fin veo que no he perdido el tiempo con venir aquí.

— ¡Con que era ella!

— ¡Esta! -exclamó con júbilo-. ¡Oh!, amigo Juan, qué dulce es ver que sólo nos hacen daño nuestros enemigos… Sospechar de un amigo, de una persona amada, es el mayor de los martirios.

— Quién lo había de decir -indiqué yo, haciendo un esfuerzo para que no me cogiese en mentira-. Cómo había de figurarme yo que Jenarita…

— ¿Y no sospechabas nada?

— Ni una palabra.

— ¿Y no te había confiado nada?

— ¿A mí? Si no nos podemos ver… si somos el perro y el gato. ¡Cuánto me alegro de que venga Carlos, a ver si esta gente se marcha de una vez de mi casa!

Antes de pronunciar estas palabras me cercioré de que el espionaje había concluido. Nadie nos oía. Cerradas cuidadosamente todas las puertas, me senté junto a mi amigo, resuelto a poner en ejecución el hábil plan que había concebido.

— ¿Pero es cierto que no os lleváis bien los Baraonas y tú? -me preguntó Salvador en tono que indicaba alguna desconfianza.

— No nos podemos ver, te he dicho. Ya conoces las ideas del abuelo. Es un hombre insolente. Respecto a la implacable soberbia y a los rencorosos sentimientos de Jenarita, ¿qué puedo decirte que tú no sepas?… Pues digo, si llegan a saber que yo he intercedido por tu infeliz madre… Cuando se les habla de tal asunto, son fieras el abuelo y la nieta.

— No me hables de esto -dijo Salvador pálido de ira-, porque me olvidaré de que estoy en casa ajena y en situación poco a propósito para pedir cuentas a nadie… Los Baraonas y los Garrotes son autores de la prisión y del martirio de mi pobre madre. ¡Venganza miserable! Todo porque le herí en un duelo leal, provocado por él… ¡Si vieras cuánto he luchado aquí para conseguir la libertad de la pobre mártir!… Diferentes veces se ha logrado lo que hoy te concedió el ministro; diferentes veces, por empeño de poderosos amigos míos, ha dado órdenes generosas al Consejo Supremo. Mientras Carlos ha estado en la Rioja, todo ha sido inútil. Yo no sé cómo se las compone el maldito, que puede allá más que el Consejo Supremo aquí.

— Tiene amigos y parientes en la Inquisición de Logroño, y es familiar de ella.

— Mi madre será puesta en libertad pronto gracias a que Carlos ha salido de allí, a que las órdenes de ahora son muy enérgicas, y sobre todo a la revolución que se aproxima… Pero sálvese o no la infeliz señora, la infamia de esa gente rencorosa y vengativa como las furias antiguas no quedará sin pago… ¡Me parece mentira que Carlos Garrote viene a Madrid y que le he de ver delante de mí!

Diciendo esto, eran tan enérgicas la expresión y los ademanes de mi amigo, que me aparté de su lado, temeroso de alcanzar alguna señal dolorosa de su indignación.

— Esta gente es atroz -dije-. No veo la hora de que se marchen de mi casa. Estamos riñendo todo el día. ¡Cuántas veces les he echado en cara ese furor inútil contra Doña Fermina, por no poder cebarse en ti!

— Por eso te llamará tanto la atención verme en esta casa, albergue de mis implacables enemigos, y que al mismo tiempo lo es de un rabioso absolutista.

— ¡Absolutista yo! -exclamé comenzando a desarrollar mi plan-. No me insultes.

— Yo vacilé largo rato antes de presentarme a ti, pero el deseo de que me sacaras de una cruel duda me decidió. Por un lado, sospechaba que tú, como familiar del familiar, no dejarías de tener parte en mi persecución; por otro, el saber que habías implorado la libertad de mi madre me inspiraba cierta confianza hacia ti, a pesar de tu absolutismo.

— ¡Absolutista yo! Vuelvo a decirte que no me insultes. Bien sabes tú que no soy servil. Si lo creyeras así, no te atreverías a venir a mi casa.

— ¿Por qué no?

— Porque temerías que te detuviese y te entregase a la justicia. Monsalud se echó a reír, burlándose descaradamente de mí.

— Pues qué, ¿si yo fuera absolutista de los de D. Buenaventura, estarías tú tan tranquilo delante de mí?

— Dices eso, pobre hombre, porque ignoras que aunque seas absolutista de los de D. Buenaventura, no puedes nada contra mí dentro de tu propia casa.

— ¡Cómo que no!

— Mírame -añadió desembozándose-. No traigo armas. Esto prueba mi confianza.

— Y si yo quisiera… -dije lleno de confusión-. Verdad es que algunos de mis criados está vendido a la masonería.

— Lo están todos.

— ¡Todos! De modo que en mi propia casa…

— Estoy yo más seguro que lo estuve esta noche en la mía me contestó riendo-. No te alarmes por eso. Además, el mal es irreparable, porque si despides a tus criados y tomas otros, sucederá lo mismo… ¿Sabes que me encuentro bien aquí? Si me lo permites, descansaré un poco -añadió, acomodándose holgadamente en el canapé.

Volvió de nuevo el miedo a apoderarse de mí; pero yo había resuelto seguir la corriente a que me impulsaban mis nuevos propósitos y las ideas de mi amigo, y le hablé de este modo con amabilidad.

— Por supuesto, Salvador, la traición de mis criados es perfectamente inútil, porque has de saber que no sólo soy incapaz de perseguirte, sino que te ocultaré y protegeré en caso de que otros te persigan.

— Vamos -dijo sonriendo amistosamente-, no me confundas más de lo que estoy. Di que eres mi amigo, di que conservas algo del afecto que hace años nos teníamos. Lo creeré, no sólo porque mi corazón es crédulo en materias de amistad, sino porque has dado pruebas de ello hoy mismo intercediendo por mi madre, lo cual te agradezco en el alma. Dime eso, querido Juan; dime que eres leal y honrado y generoso conmigo; pero no me digas que no eres absolutista, porque me echaré a reír.

— Pues te lo repito. Vamos, me enojaré de veras si insistes en tal absurdo. Ven acá -añadí mostrando el paquete de folletos que me había dejado D. Antonio Ugarte-. ¿Es absolutista el hombre que se ocupa en repartir estos papeles?

— ¡El folleto de Flórez Estrada!

— He repartido ya más de cien. Asómbrate, Salvadorillo: he hecho llegar este cuaderno a las manos de Su Majestad y de los Infantes.

— Esto es algo -dijo con formalidad-; pero no es una prueba completa de enemistad con el absolutismo. Quizás tu entendimiento se incline a otras ideas; pero ya estás muy amoldado, Bragas, estás endurecido en la forma de los Lozanos de Torres, de los Buenaventura, de los Eguía, de los Elío… Necesitarías que te derritieran y que de nuevo te fundiesen en otro crisol.

— Tonto -repliqué con brío-, ¿y quién te ha dicho que no me he puesto ya al fuego?

— ¡Tú!, el covachuelo, el oficial de Paja y Utensilios, el director de la Caja de Amortización, el amigo del Sr. Chamorro, el brazo derecho del Sr. Ugarte, el tertulio de Palacio, el mandadero de Su Majestad…

— ¡Yo, yo, yo, sí! -afirmé con enfado-. ¿Quieres que te convenza de una vez con dos palabras, Salvador?… Pues para que comprendas mi decidida ruptura con todos esos deplorables antecedentes y personas, óyeme lo que voy a decirte. Quiero ser masón.

Monsalud manifestó el mayor asombro.

— Ser masón es no ser nada, si no se conspira -me dijo.

— ¡Quiero conspirar! -exclamé dando fuerte puñetazo sobre la mesa y metiéndome después las manos en los bolsillos.

— Pero no se conspira para aumentar la autoridad de la Corona, sino para disminuirla. No se conspira en pro del Rey, sino en pro de la Nación.

— Pues en pro de la Nación.

— Se conspira para restablecer el Gobierno liberal y la Constitución, es decir, lo que tú llamabas la mamancia cuando escribías enLa Atalaya.

— Para restablecer el Gobierno liberal y la mamancia-repetí frunciendo el ceño y con los ojos fijos en el suelo.

— Y para dar al traste con la infame polilla de España que mina el Trono y el País, y al mismo tiempo se los está comiendo.

— ¡Para eso, para eso!

— Debo añadirte que hoy se hila un poco delgado debajo de Madrid.

— ¡Debajo de Madrid!

— ¿No me entiendes? En las logias y reuniones secretas, quiero decir. Hoy se toman precauciones. Cuando un señorón de categoría elevada, sea quien fuere, ofrece su ayuda a la revolución, lo cual ocurre todos los días, queda ligado por compromiso solemne; y las veleidades, querido Bragas, los arrepentimientos, suelen costar caros a quien los padece.

— Sí, ya sé… -dije, inspeccionando otra vez la puerta, para cerciorarme de que nadie nos oía-. Hay pruebas rigurosas, palabras enigmáticas, juramentos que hielan la sangre en las venas… y el que hace traición muere sin remedio.

— No hay nada de eso -me dijo riendo-. Huye de esas reuniones formularias que establecen el sainete en los sótanos. Ahora no se trata de eso. Cuando los pueblos padecen y luchan por su emancipación, obran seriamente y van a su objeto sin necedades de teatro. Ahora, amigo Bragas, las cosas han llegado a un punto tal, que se trabaja por la libertad a toda prisa, con la avidez del náufrago que entre las olas lucha con la muerte y por la vida… Fuera misterios y ritos anticuados y palabras vacías. Todo es acción: las tinieblas y el misterio han dejado de ser vano velo de las chocarrerías de los holgazanes. Yo lo he visto todo desde el principio: he visto las jimias haciendo muecas entre dos calaveras en la ahumada atmósfera de una cueva; y hoy veo a los hombres inteligentes y formales labrando en silencio y sin aparato las palancas poderosas con que pronto ha de moverse lo de arriba. Sólo en las épocas en que no hay nada que hacer existen esas vanidades y espantajos ridículos de que habla el vulgo. Ahora la inmensidad de la tarea une las manos de todos los hombres en una obra común, y desaparecen las máscaras convencionales y las fórmulas aparatosas, que más bien eran entretenimiento que utilidad. Eso no quita que en plena luz, y a la faz del mundo oficial y de la tiranía, se empleen ciertos signos para reconocerse y obrar de acuerdo; pero allá dentro, amigo, en nuestro reino escondido, en aquella vida de catacumbas donde se prepara la nueva vida libre y pública, todo es claridad y sencillez. Se trabaja, se extiende la acción con arte y fuerza; se prepara el golpe con la destreza y habilidad necesarias para que no se malogre como otras veces. Ahora bien, Bragas de Pipaón; tú, servidor declarado de los poderosos de hoy, ¿quieres servir a la revolución?

— Sí quiero -respondí-. Pero dime antes una cosa: ¿esa revolución vendrá?

— ¡Vendrá! Para ti es condición indispensable que la revolución venga. Adoras el hecho, no la idea… No puedo responderte. Puede venir y no puede venir. Eso dependerá de este, del otro, de mí, de los demás, de ti mismo, de todos reunidos. Si hacemos tonterías, ¡cómo ha de venir la revolución!

— Lo preguntaba porque eso es muy importante. D. Antonio Ugarte, uno de los hombres más listos y de mejor ojo que hay en España, me ha asegurado que la revolución vendrá.

Al decir esto, la idea del puesto que me habían negado en el Consejo estaba fija en mi cerebro como la marca de un hierro encendido. Me quemaba.

— ¡La revolución viene, la revolución viene! -proseguí sintiendo en mí una especie de voz interior que así me lo decía-. Lo conozco, lo adivino, lo veo, amigo Monsalud, en la atmósfera que nos rodea, lo veo en la cara misma de los palaciegos. Es un hecho inevitable, lógico. La revolución viene, como viene el día después de la noche. Todo lo anuncia, ilustre amigo. Hasta los pájaros cuando cantan dicen «revolución».

— Esto te infundirá valor y aliento. La revolución no suprimirá los destinos… por eso tu acción tiene poco mérito. Pero en fin, quieres ser de los buenos, y el sistema adoptado es recibir a todo el mundo, venga de donde viniere. Ahora voy a cogerte por la palabra, para que no te arrepientas de aquí a una hora. ¿Puedes salir conmigo esta noche?

— ¿Por qué no? Vamos a donde quieras.

— Es muy cerca; no andaremos mucho.

— Mi capa, mi sombrero… ¡Blas!… pero ¿es posible que este sencillote criado mío esté también vendido a la masonería?

— En cuerpo y alma. Ahora, ciudadano Robespierre -me dijo con donaire-, convendría que tomásemos algo. Quizás tengamos que estar en vela toda la noche. Has de saber que no carezco de apetito: es imposible que en la casa de un hombre que ha servido en tan altos puestos no haya a estas horas excelentes fiambres.

— Todo lo que quieras. ¡Blas, Blas!… Este tunante masón no viene.

Al fin apareció mi criado, al cual no pude mirar sin rencorosa prevención, considerándole traidor, y nos sirvió un bocado confortativo. Mientras comía, meditaba yo sobre aquel nuevo giro que tomaban mis ideas, sobre aquel nuevo camino que emprendía mi actividad.

— Es preciso -me dije para mí- que en este mundo desconocido en que ahora entro procure desde el primer instante disipar los recelos que mi presencia pudiera despertar. Cuidadito, Pipaón, con mostrar tibieza o indiferencia, aunque veas toda clase de extravagancias y locuras. Un celo excesivo y un entusiasmo demasiado ardoroso, no serán tampoco el mejor sistema. Tomemos por modelo al maestro D. Antonio Ugarte. Conviene, pues, adoptar una actitud intermedia, poner cara en cuyas facciones se asocien artística y noblemente el entusiasmo y la dignidad, la templanza del gobierno y la energía revolucionaria… Mi papel es el de un honrado repúblico que, comprendiendo con dolor la incapacidad del absolutismo para gobernar a los pueblos, se acerca grave y triste, pero resuelto a la revolución y le ofrece sus servicios, porque sería lamentable que la revolución, si algo hace, lo hiciera sin él… Animo y disimulo. Seguro estoy de que al poco tiempo de estar en la conspiración, me encontraré tan a mis anchas como en la camarilla de Su Majestad a los dos días de ingreso…; seguro estoy de que mi sutil travesura volverá lo de arriba abajo y lo de abajo arriba, en esas escondidas sociedades que voy a visitar… seguro estoy de que al poco tiempo de mi feliz iniciación, armaré más líos y enredos que vio Creta en su famoso laberinto, y de que no pasarán muchos meses sin que traduzca en provecho propio las tenebrosas artimañas de estos caballeros y mi novel liberalismo. ¡Lo haré sin remedio lo haré! ¡Ay!, me conozco como si me hubiera parido.

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