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Capítulo X

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Al día siguiente, cuando me disponía a salir, entró un amigo, y me dijo que corría por Madrid la noticia de que dejaba el Ministerio de Gracia y Justicia el Sr. Lozano de Torres. Esto varió de improviso el curso de mis ideas, obligándome a apresurar mi visita al mencionado señor, y quitándome al mismo tiempo las pocas esperanzas que tenía de conseguir de él lo que a solicitar iba, por ser muy difícil tocar la fibra de la piedad en un ministro sentenciado. Pero no había dado veinte pasos por la calle Ancha, cuando otro amigo, oficial en el Ministerio de Gracia y Justicia, me detuvo, diciéndome:

— En la casa se asegura que sucederá a D. Juan Esteban el señor marqués de M***.

Nuevas confusiones en mi cabeza. Poco después estaba en el despacho de Su Excelencia. Cuando yo entraba entró también el Sr. D. Ignacio Martínez Villela, circunstancia que no carecía de significación para mí. El Sr. Lozano estaba meditabundo y como acongojado, sin duda porque veía encima el palo con que la Majestad de Fernando recompensaría pronto un amor desmedido. A nuestras preguntas, no obstante, contestó que nada sabía de destitución, y que el Rey se había mostrado la noche anterior más cariñoso que nunca, lo cual, en puridad, no quería decir nada. Pero lo que más me sorprendió desde el principio de mi visita, causándome mucho gusto, fue que el ministro recibió a Villela con extraordinarias muestras de aprecio.

— Ya le he dicho a usted -manifestó este-, que ha tiempo que el marqués le mina a usted el terreno. Usted no quiere hacer caso de mí, no quiere seguir mis consejos…

El Zorro no contestó nada, y seguía muy taciturno.

— Ya nos cayó que hacer -dijo jovialmente Villela, sacando su caja de tabaco-, porque el Sr. D. Buenaventura va a entregarse a la persecución de masones con un celo lamentable, y ahora… ya se sabe… vamos a ser masones y jacobinos todos los que no pensamos como él. Seré masón yo, será masón usted…

— ¡Yo!… -dijo el ministro.

— Sí, ahora, amigo mío, todo aquel que no tenga la suerte de agradar al señor marqués… ya se sabe.

— Pues que no me busque el señor marqués -exclamó Lozano, súbitamente arrebatado de ira-, porque me encontrará.

Villela rompió a reír. Su doble barba temblaba al compás de la risa.

— Pero hombre, si se lo estoy diciendo… -gruñó D. Ignacio-, y usted no quiere creerme; y usted cada vez más condescendiente con el señor marqués; y usted erre que erre, creyendo que el señor marqués es el brazo derecho de la nación. Hace tiempo que en esta casa somos tratados como perros todos los que tenemos esa acendrada admiración y culto por el ínclito marqués de M***.

— ¿Como perros?

— O como masones. Hace tiempo que aquí le niegan a uno hasta los favores más insignificantes, si no obtienen la venia del Sr. D. Buenaventura, de esa lumbrera, sin cuyos resplandores parece que los de esta casa no se ven la punta de la nariz…

— Pues qué, ¿no he accedido a todas las peticiones de usted? -dijo el ministro con pena.

— A ninguna, Sr. D. Juan Esteban. En cambio el señor marqués, a quien se indica para sucesor de usted, y que tanto trabaja para conseguirlo, no ha tenido más que boquear para ver realizados toda suerte de antojillos. Ya se cobrará los favores que ha recibido, descuide usted. Ahora, es corriente, todos somos masones. Preparémonos, Sr. D. Juan Esteban, a que caiga sobre nosotros la familiaridad del familiar.

— ¿Qué dice a esto, Pipaón? -me preguntó el ministro.

— Sólo sé que en Madrid no se habla de otra cosa que de la entrada del Sr. D. Buenaventura en este Ministerio -dije con gran aplomo.

— No se habla de otra cosa… -repitió Lozano, sin poder disimular que tenía traspasado el corazón.

— Y un amigo mío que ahora venía de Palacio me lo dijo también -añadí-. Si aquí nadie está seguro… ¿De qué sirven una lealtad acrisolada, una disposición extraordinaria y una experiencia no común?… Pero consuélese usted, Sr. Lozano de Torres, con saber que quedarán en el país excelentes recuerdos de la paternal administración de usted…

— ¿Sí, eh?

— Es evidente. El hombre honrado, el hombre inteligente, el hombre que cumple con su deber, tiene por premio la admiración y el respeto de los pueblos, ¿qué más quiere?… Goza usted de fama además de hombre benigno y que aborrece las crueldades…

— Lo que es eso…

— Hasta cierto punto -dijo Villela sonriendo.

— Hasta donde se ha podido -dije yo-. El Sr. Lozano no abandonará esta casa sin dar la última prueba de su caritativo corazón y sentimientos cristianos. Sí, ¿por qué no he de decirlo de una vez? Hoy vengo aquí con una pretensión de generosidad que proporcionará a usted, amigo mío, ocasión de mostrar la bondad de su alma.

— Para pedirme una obra de caridad no se necesita tanto aparato -dijo el ministro-. Si no es más que eso…

— Vengo a solicitar, en nombre y a petición de varios paisanos míos, que la Inquisición de Logroño ponga en libertad a Fermina Monsalud, inicuamente atormentada.

Lozano de Torres frunció el ceño.

— Aquí te quiero ver -dijo Villela, echando hacia atrás el inmenso cuerpo, y riendo como un ídolo asiático-. Si esa es la petición que yo hice el otro día… pero no, no agrada al Sr. D. Buenaventura… ¡Pues no faltaba más, sino que se fuera a poner en libertad a una mujer inocente!… ¡Duro en ella, señor ministro! La religión y el Estado exigen que esa mártir perezca.

Sus risas atronaban la sala.

Aquí hay una madre presa y un hijo que conspira -dijo el ministro.

— Eso es -gruñó Villela-. ¿No se puede coger al hijo?… pues descoyuntar a la madre. ¿Hay nada más lógico?

— Es una iniquidad -dijo Lozano con movimiento repentino-. Esa pobre señora debe ser puesta en libertad.

Alargó la mano para tomar pluma y papel.

— Tate, tate -exclamó con toda la fuerza de su mordaz ironía el Elefante-. ¿Qué va usted a hacer? Cuidadito; se enojará D. Buenaventura…

— Es una obra de caridad.

— Masónico, eso es masónico puro -gritó Villela, dejándose caer en el sillón.

— Mandaremos al Consejo Supremo que disponga inmediatamente la libertad de esa mujer -dijo Lozano escribiendo.

— Hombre de Dios -manifestó el Consejero variando al fin de tono y hablando seriamente-, ¿no solicité lo mismo hace tres días? Ha necesitado usted que otro lo recomendara para hacerlo…

— Mis paisanos… -indiqué yo.

— Sr. Pipaón -dijo Villela, volviendo a las burlas-. Usted es masón.

— ¿Por qué?

— Porque ha pedido que se pusiera en libertad a una víctima de la Santa… y también yo soy masón, porque lo pedí antes, y también es masón el Sr. Lozano, porque lo concede. Preparémonos a que los espías del marqués se metan en nuestras casas.

Lozano escribía.

— ¿Usted manda a la Suprema que dé las órdenes? -preguntó el Consejero, mirando por encima del hombro de Lozano lo que este escribía.

— ¡A raja tabla! -respondió Torres, echando una rúbrica que parecía una puñalada.

Estaba furioso. Parecía un gatillo contrariado, y cuando tiró de la campanilla para llamar a un oficial, sus ojuelos azules despedían un fulgor vengativo.

— Ya está hecho -dijo con placer de quien ve el éxito de su primer rasguño.

— Ha hecho usted una obra admirable -afirmó Villela, alargando sus brazos hacia el ministro-; permítame que le abrace. Y ahora me toca a mí. Tenemos que hablar mucho. Si Pipaón tuviera la bondad de dejarnos solos…

— Precisamente tengo que hacer…

Di las gracias a Lozano, que me reiteró verbalmente su estimación. Villela me dijo al despedirme:

— El ministro y yo vamos a hablar de masonería. Si ve usted a D. Buenaventura, denúnciele esta logia.

— Pues hablemos de masonería -repitió Lozano sentándose junto a la corpulenta humanidad de su amigo-. Pipaón, adiós.

Yo estaba tan sorprendido como satisfecho. Presentábanse aquel día las cosas a pedir de boca, pues después de conseguir del ministro amenazado lo que poco antes me resultara imposible o al menos dificilísimo, me quedaba ancho y expedito el camino para congraciarme con el ministro sucesor, proporcionándole uno de los más vivos goces que pudiera anhelar. La Providencia, que jamás me abandonó, disponía en aquella ocasión que quedase bien con todos, bien con Lozano de Torres, y mejor aún con el marqués, principal imán de mis complacencias a la sazón, porque los servicios que yo le prestara habían de influir mucho en la provisión de la primer vacante en el Consejo.

Recibiome D. Buenaventura gozoso, aunque con modestas razones aseguró no tener noticia de su proximidad al sillón de Gracia y Justicia. Cuando le comuniqué las verídicas noticias que llevaba, púsose más alegre y al punto se vistió para ir en busca del Gobernador de la Sala de Alcaldes y el señor Alguacil Mayor de la Inquisición de Corte. El Estado y la Iglesia estaban de enhorabuena. Tomáronse desde por la mañana con el mayor sigilo todas las precauciones imaginables, porque el Sr. D. Buenaventura era uno de los esbirros más celosos y más diligentes que por entonces tenía el absolutismo. Para que se vea qué vehemencia acostumbraba poner aquel piadoso varón en sus gestiones inquisitoriales, dejaré hablar por un momento a un célebre cronista de aquellos tiempos .

«El marqués de M***, familiar del Santo Oficio, hombre fanático por la Inquisición, y oficioso por ella con delirio, había por sí y ante sí organizado una tropa de espías, que él pagaba a sus propias expensas y en la que figuraba con distinción un antiguo oficial suizo, que conociendo el flaco de este corifeo, lo embaucaba y hacía creer mil maravillas. Nadie osó ofrecer al Rey mi nueva captura con la decisión que este digno caballero».

D. Buenaventura, aunque marqués, vivía en una casa de huéspedes de la calle de la Abada. Amigo de la casa y obsequiador de las tres hermosas niñas de la patrona era un tal Núñez, compinche de los conspiradores, el cual se había dado muy buenas trazas para espiar a los espías del marqués y al marqués mismo de un modo tan seguro como ingenioso. Y fue que las niñas habían practicado un agujero en el tabique de la estancia del familiar, el cual huequecillo, cubierto con un mapa, les permitía oír desde la pieza inmediata cuanto en aquella se decía. Desde que iba el suizo a dar parte de sus pesquisas o a recibir órdenes de D. Buenaventura, ya estaban las niñas con el oído pegado a la pared, y junto a ellas el travieso Núñez. Véase por esto si daría resultados la policía del marqués.

Cuando todo quedó concertado, después de mis revelaciones para dar el golpe seguro contra el astuto agitador, aquella misma noche, mi ilustre amigo y protector me dijo:

— Querido Pipaón, no puedes figurarte cuánto hemos penado al señor Alguacil Mayor y yo, noches pasadas. Recorrimos toda una manzana de casas, saltando de tejado en tejado, más parecidos ambos a gatos que a grandes de España. El señor duque se destrozó una pierna contra la reja de una bohardilla, y yo resbalé por las tejas… ¡ay!, poco me faltó para rodar hasta el alero y caer a la calle… Y por fin de fiesta, no cogimos nada… por todas partes gente honrada y piadosa. Madrid, y sobre todo los pisos altos, desvanes, sotabancos y chiribitiles, están atestados de modelos de virtud… Los espías que pago son perros jóvenes que apenas tienen olfato… se equivocan siempre. Denuncian un conspirador hereje en tal o cual bohardilla, vamos allá, y resulta un ex-abate hambriento que compone villancicos y romances para los ciegos… Nos hablan de una logia; corremos a ella, y después de rompernos las piernas contra las chimeneas, hallamos un altar donde se adora entre flores y velas a la Santísima Virgen… O los espías no sirven para el oficio, o la sociedad toda es una mentira, pura hipocresía y enredo… En fin, si es verdad lo que me has dicho, esta noche haremos algo de provecho, mayormente si Su Majestad se digna nombrarme ministro. Como supongo que estás impaciente por saber el resultado del golpe, en cuanto todo esté hecho te mandaré un recado con Perico.

Yo dejé a D. Buenaventura entregado a sus dulces proyectos, y después de despachar varios asuntos, me retiré ya de noche a mi casa, donde encontré a D. Antonio Ugarte, que pocos días antes había llegado de Andalucía y me estaba esperando para hablar conmigo, según dijo, de un negocio interesante.

Desde que le vi, diome un vuelco el corazón, anunciándome con su ignoto lenguaje que algo grave iba a tratar conmigo el tal sujeto. Era Ugarte el hombre a quien yo más respetaba en aquella época. Su suprema inteligencia y tino me subyugaban de tal modo, que no podía dejar de obedecerle ciegamente. Sus presunciones, sus barruntos, eran leyes para mí; y a pesar de mi amistad con diversas personas, sólo aquella influía de un modo poderoso en mis ideas y en mi conducta. Al mismo tiempo él me tenía por auxiliar tan poderoso de sus planes, que me podía llamar su brazo derecho. Ugarte no podía ir a mi casa para una tontería. Advertí que traía un paquete bajo la capa; algo estupendo iba a salir de sus sibilíticos labios. El coloquio que ambos sostuvimos encerrados en mi cuarto y sentados frente a frente es tan útil para la perfecta inteligencia de estas Memorias mías, que no puedo pasarlo en silencio.

Episodios nacionales: Segunda serie

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