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Jorge

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Vio al hombre fuera del bar, sobre la calle de Tamaulipas, maldiciendo hacia su teléfono celular.

Deslizó el auto hasta él, bajó la ventanilla del pasajero y dijo con su tono más amable:

—¿Servicio de taxi ejecutivo, caballero?

El aludido volteó a ver a Jorge, la mirada nublada por el trago. Ligeramente despeinado, la camisa desfajada.

—Eh… sí, sí, muchas gracias. Justo le decía a mi novia que necesitaba pedir un Uber pero me acabo de quedar sin pila —señaló el aparato—. Siempre me pasa —se quejó con voz beoda.

—No se preocupe, joven, para eso estamos.

Subió al asiento trasero del Honda Civic color cereza. Cerró la puerta y bajó la ventanilla.

—Vamos a Miramontes y Las Bombas —indicó, arrastrando las palabras.

—Cómo no. ¿Una botellita de agua, joven?

—Muchas gracias. Ya casi nadie las ofrece —la tomó y la vació en dos tragos.

Al volante, Jorge sonreía.

Esta bestia que habitamos

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