Читать книгу Esta bestia que habitamos - Bernardo (Bef) Fernández - Страница 4

La hora de los locos

Оглавление

Noviembre de 2019

La noche saludó al Ruso Gavlik con un beso helado en las mejillas. El viento se coló por la ventanilla del bmw para lamer su rostro. Era la hora de los locos, cuando la madrugada avanza hacia el amanecer pero aún se sabe poderosa; el manto de las sombras tendido sobre la ciudad. La hora en que niños y piadosos duermen, cuando los vampiros se adueñan de las calles insomnes.

El auto lo manejaba el Güero Ramírez, escolta chofer que el difunto Matías Eduardo, presidente de la agencia, le había puesto a su socio Gavlik desde un intento de secuestro un par de años atrás.

En el asiento trasero el Ruso, quien se enorgullecía de jamás haber aprendido a manejar, apretaba los muslos de Nancy, hundiendo los dedos sobre la superficie de nylon negro. Parecían de piedra: muchas horas de gimnasio al día.

La ejecutiva, gerente de mercadotecnia de una marca de electrodomésticos, bebía a bocajarro de una botella de vodka Zyr que había sacado del bar. El Ruso intentaba aspirar un poco de coca mientras acariciaba las piernas de su clienta. Ante la dificultad de la doble operación, se concentró en la mujer.

—Estamos muy pedos, André —dijo ella entre carcajadas, como si vinieran solos.

—Chupamos vodka de a madre.

Ella paseó sus dedos manicurados por la cabellera castaña del publicista.

—Esto está mal, Rusito. Uno no debe acostarse con los proveedores.

—Pasan de las seis de la tarde, Nan —volteó a verla—. Nunca te había dicho así.

—Y a partir de las nueve de la mañana dejas de hacerlo, pendejo.

Rio como si hubiera dicho algo ingenioso. Al Ruso no le divirtió.

—Mañana es sábado, señora.

Ella remató de un sorbo los restos del vodka, bajó el vidrio del bmw y lanzó la botella, que reventó en el asfalto.

—¡Güevos, putos! —gritó a la calle.

Nancy Fuchs, la gélida ejecutiva, estaba transformada en otra persona. Ello excitó aún más a Gavlik.

—Sábado, sí. Y mi marido, en Miami.

—¿Qué hace allá?

—Se coge a su secretaria, Ruso, ¿qué va a hacer? Congreso médico, mis güevos.

—Te recuerdo que tú no tienes —ironizó Gavlik.

Ella llevó su mano al escroto de Gavlik y apretó.

—¿Y éstos? ¡Ja, ja, ja!

Gavlik sabía que estaba jugando con fuego. Si los jefes de Nancy se enteraban de que había abandonado la fiesta de lanzamiento de campaña con su clienta, perdía la cuenta al instante. Ya ésta pendía de un hilo desde él que había sido señalado por varias mujeres en el #MeTooPublicistas de las redes sociales.

Pero, carajo, la pinche Nancy estaba muy buena, se traían ganas desde hacía varios meses y durante la fiesta en el Handshake Speakeasy las insinuaciones subieron de tono a medida que ambos ingerían cocteles de autor.

Cuando se dieron cuenta ya habían pedido una botella de vodka a la que siguió otra igual.

—Este lugar ya se choteó, ¿nos vamos? —susurró él al oído de la mujer, intentando que lo escuchara por encima de la música.

—Chingue su madre — respondió ella.

Afuera los esperaba el chofer del creativo estrella de la agencia Bungalow 77. Ella había llegado en Uber Black, aunque vivía a seis cuadras: detestaba manejar. Salieron sin destino definido.

Nancy acariciaba los güevos del Ruso.

—¿Todo esto es mío?

Él, dos divorcios, una hija, asiduo a las escorts caras, sólo alcanzó a susurrar un tímido “sí”.

—Llévame a un hotel, Rusito.

—¿Al Saint Regis?

—¡No seas pendejo! Ahí nos podemos encontrar a alguien. No, güey… —se quedó pensativa unos instantes—. Llévame a un hotel de Tlalpan.

—¡Estás loca! —Gavlik elevó la voz como jamás se habría atrevido a hacerlo en una de las juntas corporativas.

—¿Qué? Tengo ganas de conocer uno.

—¿Y a poco el Güero va a esperar afuera?

—Es su trabajo —dijo ella como si el chofer fuera un robot—. Eso y no decir nada.

—Nunca lo hace.

—¿Cómo que nunca? ¿Qué, te la vives de cabrón?

La miró, sonriente.

—Leve.

Ramírez sonrió.

—Estoy muy pedo. No vayamos tan lejos.

Ella lo pensó unos segundos.

—Vamos a mi casa, Rusito.

—¡Estás loca!

—¿Sabes dónde está mi marido en este momento?

—Pero… pero… tus vecinos…

—¿Te doy miedo, André Gavlik?

Se sostuvieron la mirada un segundo. El publicista dijo en un susurro:

—Dile al Güero cómo llegar.

Ella le indicó tomar Reforma de nuevo hasta el Ángel y dar vuelta en Tíber hasta el puente.

—Te voy a poner un cogidón, ¡perra!

Ella lo asió por las mejillas, jaló su rostro al suyo y le dio un beso largo y húmedo.

—Háblame sucio, me excita.

En pocos minutos circulaban por Presidente Masaryk. Pasaron de nuevo frente al Handshake Speakeasy.

—¡Agáchate, Ruso! ¡Ahí está mi jefe!

—¡Agáchate tú, pendeja, yo qué!

Ella recostó su cabeza en las piernas del publicista.

El bmw se deslizó discretamente frente al bar. En la banqueta, el gerente regional de la Corporación fumaba. Ni siquiera reparó en el auto de Gavlik.

—Listo, ya no hay moros en la costa —dijo él—. Ya que andas por allá abajo, ¿no se te ofrece nada?

—Quisieras, güey.

Llegaron al edificio de Nancy. El Güero se detuvo frente a la entrada sin decir nada ni apagar el motor.

—Esto… no es muy profesional —empezó a decir Gavlik.

—Ay, ya bájale, Ruso — dijo, apeándose.

André se quedó viéndola, sin saber muy bien qué hacer. Finalmente dijo:

—Pues aquí me quedo, Güero. Vete a tu casa, me regreso en Uber.

—Tengo la orden de no separarme de usted, señor —contestó el exsicario.

—Ramírez, no te pongas pendejo.

El hombretón suspiró; ningún músculo facial se movió debajo de los lentes oscuros que jamás se quitaba.

—Sí, señor, lo que usted indique. Le abro la puerta.

Bajó del auto y caminó hasta la portezuela trasera, renqueando un poco. Desenfundó la Heckler and Koch y cruzó los brazos sobre el pecho con el arma a la vista, para inhibir a cualquier asaltante que pasara por ahí a esa hora.

—Bueno, mi Güero, muchas gracias — dijo el publicista al tiempo que deslizaba un billete de quinientos pesos en el bolsillo pectoral del blazer del guarura.

—Cuídeseme mucho, patrón. Y con todo respeto, no haga pendejadas.

El Ruso dedicó una mirada melancólica a su protector.

—Ya hice la peor, mi Güero: nací.

Fuera de lo acostumbrado, Gavlik ofreció un apretón de manos a su escolta. El guarura lo asió en su manaza y apretó hasta casi lastimarlo. Luego dio media vuelta, subió al auto y abandonó esta historia. Gavlik lo observó alejarse por la calle.

—¿Qué pasa? —preguntó Nancy, que revisaba su Facebook sobre la banqueta.

—No, nada —dijo Gavlik mientras veía el auto perderse en la distancia.

Entraron al vestíbulo en silencio. El vigilante estuvo a punto de decir algo; se contuvo ante la mirada vidriosa de Nancy. Su temperamento agrio era mítico en el edificio.

Subieron al ascensor. La puerta se abrió en el piso completo de Nancy y su marido cirujano.

Como puestos de acuerdo, se tumbaron en uno de los sillones de la sala, que medía casi lo que medio departamento del Ruso.

—¿Quieres un trago? —murmuró ella.

—Te quiero a ti.

Nancy se puso de pie, dio media vuelta, dejó caer su abrigo Visvim al suelo. De espaldas al Ruso, llevó las manos a la falda de su vestido Comme des Garçons y lo elevó por el talle. Al caer, reveló su lencería Faire Frou Frou. Se llevó las manos a la cintura y preguntó:

—¿Te gusto?

Gavlik se levantó del sillón de piel como impulsado por un resorte. Se lanzó sobre la mujer con voracidad depredadora. Asió sus pechos, apretando.

—¿Quién es mi puta? — le murmuró al oído, mordiendo su lóbulo.

—Yo —susurró Nancy.

—¿Quién es mi perra?

—Yo —el monosílabo fue casi inaudible.

El Ruso sintió bajo sus manos los dos implantes de silicón colocados por el marido cirujano. “A güevo”, pensó. “Esa firmeza no se da en la naturaleza después de los cuarenta años.”

Gavlik besó la nuca de Nancy y bajó por el cuello.

Sus ropas desaparecieron en minutos. Antes de asimilarlo conscientemente, el Ruso contemplaba su espléndida desnudez sobre el sillón. Ella abrió las piernas para recibirlo. Agradeció en silencio la prevención de haber engullido una Cialis unas horas antes, por si cualquier cosa.

El último orgasmo de su vida llegó minutos después de entrar en ella, en medio de gemidos acompasados a dúo.

Se quedaron abrazados sobre el sillón durante mucho tiempo, como inseguros de lo que debían hacer a continuación. Ella rompió el silencio:

—¿Por qué mataron a Matías?

Se refería al cubano Matías Eduardo, socio de André, presidente y director de cuentas de la agencia, muerto unos días antes en circunstancias misteriosas.

—Nadie mató a Mati. Fue una peritonitis.

—Ay, Ruso, no mames. Lo envenenaron.

Desnuda, envuelta por los brazos velludos de Gavlik, seguía siendo la hembra alfa.

—Dame un cigarro —ordenó ella.

—Ya no fumo.

—Entonces préstame tu vaporizador.

Gavlik hurgó entre sus ropas, en el suelo. Halló el cilindro metálico y lo ofreció a su clienta, que aspiró con fruición para exhalar el humo por la nariz.

—Si me ve mi marido, me cuelga.

—Imagínate si me ve a mí.

—Ay, qué cagadito eres, pendejo.

Nancy fumó en silencio. El Ruso tomó el vaporizador y aspiró.

—¿Qué sabor es? —preguntó ella.

—Maple.

—¿Lo mataron por el desvío de fondos del Fideicomiso del Jitomate? —insistió ella.

El Ruso volvió a inhalar humo. Exhaló el vapor tóxico mirando al vacío.

—Al cubano se le reventaron las tripas.

—Mis güevos —contestó ella.

—Vas —contestó el Ruso, frotando su escroto en el trasero de Nancy.

Noventa minutos después, un espasmo despertó al Ruso. Estaban desnudos sobre la duela de roble blanco, la ropa esparcida por el piso. Ella dormía en posición fetal, roncando suavemente. En la oscuridad, Gavlik distinguió algunos moretones en la espalda de la mujer.

Con la mente nublada por el alcohol, se vistió sin encender la luz. No quiso pensar en la hora ni en la cruda que ya comenzaba a taladrarle las sienes.

Consideró dejarle un papelito con la palabra “gracias”; desechó la idea de inmediato. Llamó al ascensor, comprobó aliviado que no necesitaba la llave de Nancy para bajar al lobby y abandonó el departamento sin hacer ruido.

Al cruzar el vestíbulo se encontró al vigilante, un hombre joven de marcados rasgos indígenas. Se contemplaron desde extremos opuestos de la escala social, el velador con resignado rencor, Gavlik con avergonzado desdén. Ambos asintieron al verse, sellando un pacto de silencio.

Afuera helaba; su blazer Ferragamo no lo protegía del viento frío.

“¡Puta madre!”, maldijo en voz alta hacia el cielo, que sólo le devolvió su indiferencia. Con la cabeza envuelta en vapores etílicos, caminó a la esquina, tiritando. Si al día siguiente no lo mataba la cruda, sería el resfriado. Llegó a Masaryk. Se acercó al módulo del valet parking de uno de los bares.

—¿Cuál es su auto? —preguntó un valet, solícito.

Gavlik contestó con un gruñido y un manoteo de negación; sacó su iPhone para pedir su transporte. Sintió cómo su estómago segregaba ácido al descubrir que la pila estaba agotada. El cargador de emergencia descansaba en la guantera de su auto.

—Me lleva la verga —maldijo entre dientes.

Miró hacia la calle, buscando un taxi. Su expresión desolada atrajo la atención del conductor de un Honda Civic rojo que circulaba por la calle.

—¿Transporte ejecutivo, jefe? Cien por ciento seguro —dijo el hombre a Gavlik.

El Ruso lo miró; desde el fondo de su borrachera fue incapaz de distinguir los rasgos de la persona que le hablaba. Era una voz amable emitida por una sombra. Al publicista le sonó a salvación.

No se supo si fue el frío, la borrachera o un miedo primigenio que roía su alma lo que impulsó a André Gavlik a subirse al auto. Fue la última mala decisión que tomó esa noche.

A las siete de la mañana, el cadáver de André Gavlik, cuarenta y dos años, fugaz estudiante de artes plásticas de una escuela de Nueva York, creativo publicitario desde los veintiún años, presidente creativo en la agencia Bungalow 77, con dos divorcios a cuestas y una hija, fue hallado sobre la banqueta frente al número 10 de la Cerrada de Ameyalco, en la colonia del Valle, a unos metros de la Avenida de los Insurgentes.

El policía que encontró el cadáver no identificó huellas de violencia en el cuerpo. Sólo una peculiar expresión en el rostro, como de quien atraviesa por una pesadilla en medio del sueño.

Esta bestia que habitamos

Подняться наверх