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Biografía precoz (1)

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No era un barrio bravo.

Todo lo opuesto, la mejor colonia de la delegación Iztacalco: la Militar Marte. Una zona arribista y pretenciosa rodeada de barrios populares. Sus habitantes, sin embargo, se sentían de la jai.

Casa heredada del abuelo. El papá, exburócrata de medio pelo, manejaba un taxi del suegro.

Los tres hermanos resentían la notoria diferencia económica con sus vecinos. En su cuadra, todos iban al cum, la ula o La Salle. Escuelas clasemedieras donde la gente vive el delirio colectivo de ser ricos.

Ismael y sus dos carnales, no. Ellos iban al Colegio de Bachilleres, sobre el Eje 3.

Todos sus vecinos los veían hacia abajo. “Jodidos”, “muertos de hambre”, murmuraba un grupito de fresas que se juntaba en su cuadra. Todos tenían coche. Güerillos. Los Robles eran los perdedores de la cuadra. Nietos de un teniente suicida. Hijos de un taxista mediocre por el que ellos mismos no sentían ningún respeto.

Cada mañana, el señor Robles salía por la puerta arrastrando los pies, lavaba su vochito mientras los hijos desayunaban y luego los llevaba al Bachilleres para irse a ruletear diez, doce horas seguidas; volvía hecho polvo por la noche a tumbarse en el sillón para ver el noticiero de Jacobo Zabludovsky, murmurando maldiciones.

La mamá, una mujer dedicada al hogar, se quedaba en casa viendo la barra matutina del televisor, fumando y bebiendo taza tras taza de un café tan negro y amargo como su destino.

Tres hermanos: Samuel, Ismael y Daniel. Apodados en la cuadra Hugo, Paco y Luis. Algún vecino nerd, más lector de cómic francés que de Walt Disney, intentó llamarlos los Hermanos Dalton, sin que su ocurrencia prendiera.

Al estudiar en el bacho, un hermano por grado, Samuel perdió su apodo, Ismael se convirtió en el Járcor y Daniel en el Gordo.

Samuel era un tipo callado. En el cuarto que compartían los tres, con una litera con cama deslizable debajo, ocupaba el nivel de en medio. Daniel, farol y mitotero, apeló a su derecho de hijo menor para usar la de arriba. A Ismael le correspondía la que se deslizaba debajo de la de Samuel, razón por la que prefirió dormir durante años en la sala.

Apenas descendían del taxi del papá, su núcleo familiar se fisionaba. Samuel se lanzaba al laboratorio de química, donde su profesora de ciencias, que estudiaba biología en la uam Iztapalapa, le prestaba libros de Baudelaire y Leopoldo Lugones. Los leía fascinado al lado de matraces y torres de destilación. Daniel se dedicaba a jugar básquet pese a su corta estatura e Ismael a fumar mota con los punketas.

Volvían caminando a casa para ahorrarse el dinero del camión. Samuel tenía la fastidiosa encomienda de cuidar al par de cabrones hermanos menores que le tocaron en la lotería genética. Ellos aparentemente tenían la de incomodar al primogénito hasta la desesperación.

Los tres hermanos no podían ser más incompatibles:

Samuel era callado, tímido hasta lo patológico. Estudioso, dotado con mente numérica, taciturno y melancólico. Su único amigo era uno de los fresas que se juntaban en la cuadra, que vivía a unas cuantas calles. Se conocieron de niños, jugando en el parque. Mickey Güemes era un tipo tan simpático como fanfarrón. Hijo del dueño español de una panadería, compartía con Samuel la afición por el rock progresivo. Se juntaban en casa del gachupín a escuchar en su cuarto (¡tenía un cuarto para él solo!, ¡con todo y estéreo!) elepés de Pink Floyd y Rush que costaban cada uno lo que Samuel y sus tres hermanos recibían para sus gastos en un mes entero.

Ismael supo desde pequeño las desventajas de ser el hijo sándwich. Acaso por ello compensó con una simpatía sazonada con un carisma natural. Proclive a hacer amigos y atraído siempre por la sordidez, en el Bachilleres se hizo cuate de los punketas locales. Ellos lo invitaron al Tianguis Cultural del Chopo. La primera vez que circuló por ahí se deslumbró con las ropas y peinados estrafalarios de punks y darketos, descubrió las tocadas underground, el slam y la música hardcore: Black Flag, Minor Threat, Gorilla Biscuits, NOFX, Bad Religion…

Eso y leer Las venas abiertas de América Latina en clase de sociología forjó al joven Ismael; nunca se supo si para bien o para mal.

Se rapó el cabello, navajeó sus jeans y se agenció las botas militares del abuelo muerto. Se colgó al cuello una placa de vacuna antirrábica para perro y rayó con un marcador Esterbrook sus camisetas blancas con mensajes como “Sin dios ni amo”, “Rock!”, “Muera el estado opresor”, “ezln”, “Allez-vous faire foutre les flics” (en francés, para evitar que los tiras le pusieran una madriza) y su favorita, “Güevos, putos”.

La devoción religiosa por el punk le ganó su apodo en la escuela: el Járcor.

El menor de los hermanos, Daniel el Gordo… él sólo tomaba cerveza, jugaba básquet y leía El Hombre Araña y La espada salvaje de Conan el Bárbaro, que luego rolaba a sus dos hermanos, que los devoraban a escondidas con placer culpable.

Los tres se soportaban en estoica tensión, que cada tanto reventaba en peleas tan cortas como violentas. Usualmente Samuel era el que apaciguaba los ánimos. Eran los otros dos los que solían agarrarse a trompadas.

No era una familia disfuncional.

Todo lo contrario, un grupo de extraños unidos por sus diferencias y separados por las similitudes. Tres tristes tigres destinados a tomar caminos separados una vez que se fueran de la sofocante casa paterna.

Al menos eso intuían hasta el día en que se organizó una fiesta en casa de Mickey.

—Ven —le dijo a Samuel.

—No mames, no.

—Ándale. Van a venir las amigas del Instituto Miguel Ángel de mis hermanas.

No era en ellas en quien pensaba Samuel, sino en Adriana, hermana del Mickey, un año menor que ellos. Ojos castaños, cabello jengibre. La que sonreía poco y hablaba menos. Adriana, con sus labios de cereza y uniforme de colegio de monjas bajo el que Samuel intuía vagamente las formas de un cuerpo femenino tan cercano e inalcanzable como la Luna. A la que nunca le dirigía la palabra más de lo indispensable pero que lo hipnotizaba. Sería la oportunidad de hablarle más relajado, quizás hasta de bailar un poco y…

Recordó a los otros invitados a la fiesta. Los fresas de su cuadra.

—Van a venir todos tus cuates, no mames, mejor no. Paso.

—Ándale, cabrón, no seas joto.

—Tengo que pedir permiso.

—Pos ya estuvieras —Mickey zanjó el asunto encendiendo un Marlboro. Ofreció uno a Samuel, que lo rechazó. Güemes había tapizado una pared de su cuarto con las cajetillas rojas. En esa casa todos fumaban, comían con vino y cerveza —aun los menores— y proferían todo tipo de maldiciones, peninsulares y mexicanas, en presencia de niños y viejos. En casa de los Robles se observaba disciplina militar y se practicaba una sobriedad asceta, excepto la mamá, que emitía humo con persistencia industrial.

—Mamá —dijo esa noche Samuel, durante la merienda—, el sábado hay una fiesta en casa del Mickey, ¿puedo ir?

Cayó un silencio sobre la mesa, únicamente se escuchaba al Gordo masticar su mollete.

La señora suspiró. Miró largamente al vacío, expresión de hastío en el rostro, melancolía infinita al responder:

—Sólo si llevas a tus hermanitos.

—¡Ay, mamá, no! Si de por sí somos los apestados de la Marte.

El Járcor y el Gordo miraron, expectantes. Nunca salían de noche, lo tenían prohibido.

—Los quiero de regreso a las once —remató la mamá y se levantó de la mesa, dejando a Samuel con la rabia atorada en la garganta—. Laven los trastes —ordenó desde la escalera, camino a su recámara.

El Gordo comenzó a reírse. Ismael dijo:

—Ni madre que voy con esos pendejos.

—¡No seas cabrón! Si no, no me dejan ir.

—¿Por qué tanto interés?— terció el hermano menor.

—Porque… porque… Mickey pone buena música.

—Ay, ¡no mames! —tronó el Járcor.

—Te gusta Adriana, ¿verdad, Samo? —añadió el Gordo.

Los dos hermanos menores se rieron al tiempo que Samuel enrojecía como amapola.

El señor Robles entró en ese momento, arrastrando los pies y su derrota.

—Muy buenas… —murmuró. Los hijos le contestaron con un gruñido. El papá fue directo al refri y hurgó en busca de algo que comer; sólo encontró sobras incomestibles. Sin decir nada, se sirvió un vaso de leche, tomó un plátano ennegrecido y subió hacia su habitación—. Que descansen, muchachos —por una vez no se sentó a ver el noticiero.

—Viene puteadísimo —dijo el Gordo.

—Ay, mi jefe —lamentó el Járcor.

—Bueno, ¿me tiran el paro o no, culeros? —insistió Samuel.

Se miraron en silencio.

—Güey, para esos cabrones somos como marcianos —dijo el Gordo.

—¿Marcianos? ¡Somos el pinche proletariado lumpen! — declaró el Járcor.

—Somos el asiento que queda en un vaso de destilación —lamentó Samuel.

—Por lo menos no somos taxistas… aún —remató Járcor.

Se miraron.

—¿Habrá pizza gratis? —preguntó el Gordo.

Rompieron en una carcajada amarga.

El sábado, vestido con su mejor camisa, Samuel caminó las cuatro calles que separaban su casa de la de los Güemes, escoltado por sus dos hermanos menores. “No hagan pendejadas, culeros”, advirtió antes de salir.

La expresión agria del Mickey fue evidente al momento de abrirles la puerta.

—Era… sin Samuel, amigos —bromeó con un rictus congelado en el rostro.

Los dejó pasar a regañadientes a la sala, donde ya sonaba “We Didn’t Start the Fire”, de Billy Joel.

—Mta madre —dijo el Járcor al oír la música. Samuel le dio un codazo.

Al entrar les cayó una lluvia de miradas entre sorprendidas, burlonas y de franca desaprobación. Samuel recordaría el resto de su vida la expresión de asco con la que Adriana observó a los tres hermanos Robles.

La sala, tapizada de madera, había sido despejada para improvisar una pista de baile. Mickey bajó el estéreo de su cuarto y alternaba música con la tornamesa familiar a través de una mezcladora. Llevaba puestos unos lentes oscuros a pesar de que eran las ocho de la noche y bailoteaba solo; sostenía unos audífonos enormes sobre su oído izquierdo al tiempo que colocaba discos con la otra mano.

Sus hermanas y varias amigas bailaban de un lado. Todas alumnas de colegio de monjas, vestidas con faldones y suéteres holgados de colores pastel. Los amigos del cum de Mickey y sus vecinos fresones estaban al otro extremo, atisbando a las chicas entre fumada y fumada. Todos peinados con litros de gel fijador.

Todos, menos los hermanos Robles. Se instalaron a un lado de la mesa del comedor, arrimada a la pared para hacer espacio y sostener botanas y bebidas.

Había papas fritas y chicharrones de harina. Botellas de Coca-Cola, Squirt y una olla en la que dos de los vecinos de los Robles vaciaban botellas de Coca y de Bacardí, para luego añadir hielo.

Circularon vasos de plástico con cubas, al tiempo que todo mundo encendía Marlboros y Camel. Las chicas fumaban Benson mentolados.

Samuel se paralizó, incapaz de acercarse a Adriana, que estaba a un par de metros de él. Ella bailaba “Me colé en una fiesta” de Mecano con torpeza adolescente, sublime a los ojos de Samuel. Alguien lo arrancó de la contemplación ofreciéndole una cuba; la rechazó.

Volteó a ver a sus hermanos. El Gordo daba cuenta de una charola de sándwiches con la voracidad de un náufrago. El Járcor, cruzado de brazos, sostenía una expresión de furioso hastío.

Samuel se acercó a los amigos de Mickey, tratando de no parecer un freak como ellos.

—Sí, güey, así está la onda. Salinas está privatizando todo. Como debe ser —sabihondeaba un tipo al que Samuel jamás había visto.

—¿Y quién crees que vaya a ser el bueno? —preguntó Martín, un güerillo vecino de los Robles que estudiaba en La Salle y manejaba un Volkswagen Corsar.

—No sé, güey, faltan dos años; yo me inclino por Pedro Aspe.

—Sospecho que Salinas buscará a uno más político y menos tecnócrata —intervino Samuel, que leía completa la Proceso que compraba su papá todas las semanas.

Los dos fresas voltearon a ver a Samuel con cara de asco.

—Sí, güey, nomás que es nuestra conversación.

El hermano mayor no supo qué contestar. Se quedó asombrado ante la grosería, dio media vuelta y caminó hacia Adriana, que ahora bailaba sola “U Can’t Touch This” de MC Hammer.

Tuvo que hacer acopio de toda la rabia acumulada, las humillaciones, las carencias, el desprecio por su padre, el desapego deprimido de su madre, las burlas de sus hermanos menores para tomar impulso y aproximarse a Adriana con el aplomo suicida con que Lanzarote besó a Ginebra para bailar frente a ella con gracia y garbo, ante la mirada sorprendida de sus hermanos y su propio azoro.

Como poseído por un demonio, Samuel se retorció frente a Adriana con obscena flexibilidad, las bocinas vomitando “Personal Jesus” de Depeche Mode. Aterrada, la hermana de Mickey imitó con torpeza los movimientos de Samuel, en un intento estéril de seguir sus pasos.

Durante un instante [¡Detente, eres tan bello!] Samuel se perdió en las pupilas castañas de Adriana, apenas consciente de que ella misma naufragaba en sus ojos moros de cejas negrísimas.

En esos segundos eternos [puedes atarme con cadenas que me hundiré gozoso], cuando la sonrisa se replicó en el rostro de Adriana, el mayor de los hermanos Robles sonrió pleno, sabiéndose dueño del mundo durante un suspiro.

La certeza de victoria fue total al empezar los primeros compases de “Let’s Get Rocked” de Def Leppard: frunció los labios en una flor compacta que aproximó al rostro de Adriana, quien ya se acercaba hacia él con el mismo anhelo descontrolado.

Su reino se disipó igual que una burbuja cuando a milímetros de besar a Adriana la voz de su hermano Ismael (“¡Bueno, ¿qué pedo, pendejo?!”) lo arrancó de la fugaz utopía.

Samuel, que lamentaría hasta morir de cáncer en 2058 no haber besado esa noche a Adriana, volteó instintivamente hacia donde el Járcor discutía con el par de imbéciles que minutos antes lo habían humillado.

—Pérame —le dijo a Adriana para ir hacia donde los dos fresas acorralaban a Ismael contra un rincón de la casa.

—¿Qué pasó? —preguntó, abriendo las manos en gesto interrogatorio.

—Este pendejo —contestó el que se las daba de experto en política.

—¡¿Qué tiene?! —apenas vio a su hermano, entendió: Ismael se había quitado la sudadera negra que cubría su playera blanca, en la que había escrito Güevos putos con marcador.

—¡Ésta es una casa decente, güey, quítate eso! —ladraba el segundo tipo, Martín, al Járcor.

—Quítamela, güey —desafió el Járcor.

—Sí, Samuel, qué pedo, dile a tu hermano que se la quite o se largue de mi casa —sentenció Mickey, que interrumpió la música. El Gordo observaba la escena con un sándwich en la boca.

—¡Gordo, Járcor! ¡Vámonos a la chingada! —tronó Samuel con la voz de un soldado que podría dar órdenes a un dios.

Los tres hermanos enfilaron hacia la puerta envueltos en el silencio y las miradas de rechazo. “¿Quién invitó a éstos?”, dijo alguien. Samuel miró por última vez a Adriana, asintiendo una despedida que ambos supieron definitiva a sus diecisiete y dieciséis.

La historia hubiera quedado en una más de las humillaciones acumuladas por los tres hermanos en su adolescencia, archivada en el olvido de no ser por el amigo sabihondo de Mickey, que murmuró a su paso:

—Muertos de hambre.

En una ráfaga, el Járcor dio media vuelta, se aproximó a él, le reventó la nariz de un cabezazo y salió corriendo tras de sus dos hermanos, que lo esperaban en la calle.

Ninguno de los Robles dijo nada. Corrieron uno al lado del otro, intuyendo que (a) la sangre que goteaba por la frente del Járcor no era de él y (b) los de la fiesta no se iban a quedar cruzados de brazos.

Lo supieron de cierto al escuchar detrás de ellos el rechinido de llantas que arrancaban para alcanzarlos.

—¡Por el retorno! —indicó Samuel para cortar por una vía peatonal; en vano: sus perseguidores sabían cuál era su casa.

—Ya valió madres, ya valió madres, ya valió madres… —repetía el Gordo como un mantra, a la retaguardia del trío.

Alcanzaron el zaguán de su casa agitados. No habían recuperado la respiración cuando se vieron iluminados por los faros de varios autos de los que descendieron Martín, el de la nariz rota, y el resto de los amigos.

Samuel supo que entrar a casa les cimentaría para siempre fama de cobardes. Tácitamente decidieron quedarse fuera.

—¡Te voy a partir la madre! —sonó “De voa bardir da badre” en voz del de la nariz rota, en cuyo pecho escurría una flor roja.

—¡¿Tú y cuántos más, pendejo?! —desafió aún el Járcor.

Los tres hermanos vieron aproximarse a ellos unos quince sujetos.

—Ni pedo —dijo el Gordo, apretando los puños.

—¡¿Qué pasa aquí?!

Todos voltearon hacia donde provenía la voz cascada del señor Robles, que descendía de su taxi. En medio de la noche sonó con una autoridad que sus hijos desconocían. Se abrió paso a empujones entre los atacantes para unirse a sus hijos.

—Nos van a reventar el hocico, papá —dijo Samuel sin despegar la vista de Martín y sus amigos. El viejo miró a los tres. Volteó hacia los invasores, dejó caer su chamarra al piso. Levantando los puños declaró:

—No se van a ir limpios los hijos de la chingada.

Los fresas avanzaron hacia el taxista y sus hijos. Aunque los cuatro pelearon como animales, quedaron tendidos sobre la banqueta, aunque ensangrentados, victoriosos en la derrota. Sus atacantes se fueron bastante maltrechos.

Nunca nadie se atrevió a volverlos a llamar “jodidos” al pasar.

Muchos años después, ya muerto el papá por un cáncer linfático, y sin decírselo uno al otro, cuando Samuel se había doctorado en Ciencias, Ismael era coordinador regional de la Policía de Investigación de la Procuraduría y el Gordo atendía una cerrajería en el garaje de la casa paterna, ese mismo donde los habían tundido a golpes, los tres hermanos Robles recordarían emocionados aquella noche en que pelearon como un clan vikingo.

La noche en que el señor Robles recuperó el respeto de sus tres hijos.

Esta bestia que habitamos

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