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Los de Vigo

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El Piquito de Oro es una cantina en la colonia Doctores donde cae a chupar media Procuraduría. Un charco discreto donde también se arregla todo tipo de negocios, limpios o no, amparados por la discreción (al menos frente a los externos) de Félix, cantinero gallego de edad indefinida, al que siempre le cargamos calor con la fama de brutos de sus paisanos.

—Estáis equivocaos —nos dijo una vez a la Gorda y a mí, que echábamos unas chelas—, la gente que tiene fama de bruta en la Madre Patria no er de toda Galicia, er la de Vigo.

—¿Y de dónde eres tú, Félix? —preguntó Mijangos.

—De Vigo.

También es un lugar para nuestros rituales. Ahí se festejan aprehensiones, ascensos o cierres de casos complicados. Varios judas hicieron ahí sus despedidas de solteros, y se cuenta que en los tiempos de Espinosa Villarreal, veteranos como el Seco Ponce y sus camaradas cerraban El Piquito por días y días en fiestas demenciales.

En El Piquito se come delicioso: unos pulpos que te quedas pendejo, caldo gallego, churrasco, callos… uf. Por eso es uno de nuestros preferidos para las celebraciones.

Como hoy, que mi compañero de patrulla, el Tapir Godínez, dejaba la Procu para irse a trabajar al área de seguridad de Banco Santander.

—¡Ése mi Járcor! —gritó el Tapir cuando entré a la piquera. Llegué tarde, no tenía muchas ganas de ir a la comida y me extendí en mis pendientes lo más que pude.

Eran las cuatro y los asistentes ya estaban todos a medios chiles. Me llevaban muchos tragos de ventaja.

Caminé hacia el Tapir. Nos dimos un abrazo de Acatempan. Nunca terminamos de congeniar. Después de Mijangos, nunca me volví a acomodar con ninguna parejita, en el mejor sentido de la palabra.

Y en el peor también.

—Te voy a extrañar, Godínez —mentí. Sólo había ido por cumplir. No tenía la menor intención de quedarme a beber con ellos.

—Hicimos buena dupla, Jar —ahora el mentiroso fue él. Se hizo un silencio incómodo entre los dos. Bajó la mirada, yo saqué mi teléfono como para revisar algo—. ¿Ya tienes nuevo compañero de patrulla? —preguntó por hacer plática. Claramente quería volver a su mesa y yo, salir de ahí.

—Aún no. Desde ayer, el viejo Rubalcava anda vuelto loco con lo del publicista. La procuradora está sobre nuestra nuca. La prensa, enloquecida.

—Ya vi. Piden la renuncia de la gobernadora.

—Siempre. Pero se la pelan.

—Pinche chairo.

—Cálmate, fifí.

Nos sonreímos. Creo que nunca lo habíamos hecho con esa sinceridad.

Le ofrecí un apretón de manos.

—Buena suerte, cabrón.

Estrechó mi diestra. Nos fundimos en un abrazo, palmeándonos las espaldas. No pude evitar recordar que la costumbre provenía del ritual romano para explorar si el otro ocultaba algún arma traicionera.

—Buena suerte, mi Tapir.

—Lo que se te ofrezca, hermano.

No imaginaba lo pronto que iría a buscarlo para pedirle un favor cuando el Seco Ponce apareció en la puerta de El Piquito de Oro. El único sobreviviente de una generación de artilleros kamikazes ahora convertido en una sombra, emisario de un pasado que se negaba a desaparecer y que a veces, comparado con estos tiempos violentos, yo añoraba.

—¡Robles! —me llamó por mi apellido, con su voz cavernosa, cascada a fuerza de fumar Delicados sin filtro durante cincuenta años.

—¿Señor? — algo en su voz me impuso respeto, pese a ser su superior desde hace varios años. Acaso ahí lanzó su último resquicio de dignidad. Todos debieron notarlo, porque se hizo un silencio en El Piquito. Todos nos observaban.

—Te busca Rubalcava.

—Acabo de salir franco.

Me miró con furia resignada.

—Te busca Rubalcava —repitió, dio la vuelta y salió arrastrando los pies. En el diccionario, al lado de la palabra derrota debe venir una foto suya. Todos nos quedamos viendo el vacío que dejó en la puerta. Hasta Félix.

Salí sin despedirme de nadie.

Esta bestia que habitamos

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